Reunión (Segunda parte)

Doña Regina cerró la puerta después de haber salido a la calle para respirar aire fresco. Las constantes preocupaciones acerca de su familia la atormentaban cada noche. Entre ellas, la actitud perdedora de su hijo.

Comprendía a su pareja e hija, comprendía sus motivos para independizar a Ángel. Sin embargo, la conclusión lógica la orillaba a echarlo de la casa, al matadero. ¿Su corazón soportaría acabar con la vida de una de las personas más importantes de la suya? Las vecinas con las que platicaba habitualmente a menudo afirmaban que era un paso necesario para la madurez. Pero, tratándose de alguien tan crecido, sin habilidad alguna y con un evidente problema de adicción, ¿qué futuro le esperaría?

Era fácil culpar a ella y a su padre biológico por no enderezarlo a tiempo, por no establecer límites. ¿Y luego qué? ¿Cambiaría en algo la situación el restregarle en la cara que fracasó en su función más importante? Ángel era Ángel. Él nunca cambiaría.

Cuando Regina giró la cabeza hacia el interior, distinguió un extraño color blanco en el centro del pasillo. Parecía estar flotando debido a su posición. Dio unos pasos con la intención de tocarlo. Apenas recorrió la mitad del camino, un insoportable dolor interno la invadió.

Sintió y vio cómo su mano se hinchaba. No solo su mano. Sus pies, sus pechos, sus ojos, su lengua incrementaron tanto su volumen que el límite físico se vio superado. 

Regina explotó en varios pedazos, y los pedazos a su vez explotaron hasta reducirse en un fluido rojo, disperso en el suelo del pasillo, a unos metros de la puerta de entrada.

El trágico incidente había ocurrido en el primer piso. 

Transcurrió alrededor de media hora. Don Antonio se levantó de la cama cuando notó la ausencia de su esposa. Por supuesto, conocía sus hábitos muy bien, así que decidió esperarla como las veces anteriores para asegurarse de su integridad. Pero sin importar cuánto tiempo esperó, otra media hora, no regresó. 

Bajó al primer piso.  

Al girar a la derecha luego de llegar al final de la escalera, debía ver a su querida esposa, con una belleza alcanzable a esa edad, mirando el firmamento, delante de la puerta abierta.

Lo que vio a cambio fue un charco de sangre. Sobre él, estaba un manto blanco con cuatro extremidades humanas fingiendo resbalarse. Parecía no tener cabeza.

Con la poca vigorosidad que le quedaba, Antonio subió corriendo por las escaleras. No iba en dirección a su cuarto, sino al tercer piso, donde su hija y sus nietos debían estar durmiendo. 

Pero en el instante en el que pisó el último escalón, algo lo cogió del cuello. Ejerciendo presión en torno a este, lo elevó por el aire hasta chocar su cabeza contra el techo. Manteniéndose el presente acto, el anciano murió asfixiado. 

El trágico incidente había ocurrido en el segundo piso.

Eran ya las dos de la mañana. El aire aún no se había contaminado con el olor de la sangre. En el cuarto piso, que en realidad era la azotea, Ángel se había levantado tras sentir una extraña presencia. No entendía cómo, pero el tenía una especie de vínculo con ese nivel, donde solo había un cuartucho. Podía distinguir cualquier cosa que perturbara su estado natural. 

Desplazó la cortina un poco para ver a través de la ventana. Parpadeando varias veces, confirmó la presencia de una figura nada convencional. Frente a él, había un cuerpo femenino desnudo, completamente visible a excepción de la cabeza. Al parecer, la falta de iluminación la mantenía oscura.

Su corazón latió fuertemente. No entendía la razón, pero su cuerpo deseaba salir del cuarto. ¿Con qué propósito? Por más obvio que resultase, el propósito era ese en efecto. Aunque era consciente de que aquello no se veía normal, siguió avanzando de manera despreocupada como una polilla en búsqueda de su muerte.

A medida que avanzaba, el cuerpo desnudo también lo hacía. Paso a paso, gota de sudor a gota. En ese ambiente oscuro, ambos cuerpos deseaban ser uno. 

Sin embargo, el deseo culminó cuando la oportuna luz de luna dio en el rostro de aquella mujer. 

Quizás, no lo era tanto. Dejando de lado esos enormes pechos y cadera curvilínea, la cabeza de su padrastro rebosaba de masculinidad con esa barba blanca. 

Ángel supo que estaba muerto cuando la criatura empezó a correr. No porque fuera una cosa repugnante, sino porque llevaba un cuchillo en la mano manchado con una sustancia roja.

El trágico incidente ocurrió en la azotea.

O tal vez no.

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