Maese Jacques Coppenole
Mientras el pensionario de Gante y su eminencia el cardenal
cambiaban una profunda reverencia y algunas palabras en voz
baja, un hombre alto, fornido de hombros y de cara larga,
pretendía entrar al mismo tiempo que Guillermo.Habríase dicho
un dogo persiguiendo a un zorro.Su gorro de fieltro y su
chaqueta de cuero chocaban con los cuidados terciopelos y las
finas seda de su entorno.Juzgándole por un palafrenero
cualquiera, el ujier le detuvo.
—¡Eh, amigo!¡No se puede pasar!
El hombre de la chaqueta de cuero le rechazó de un empujón.
—¿Qué pretende este tipo?— preguntó con un tono de voz, que
atrajo la atención de la sala hacia el extraño coloquio—.No
¿quién soy?
—¿Vuestro nombre?— preguntó el ujier.Jacques Coppenole.
—¿Vuestros títulos?
—Calcetero;del comercio conocido por las tres cadenillas, en
Gante.
El ujier quedo desconcertado.Pase el anunciar concejales y
burgomaestres, pero anunciar a un calcetero… era demasiado.
El cardenal estaba sobre ascuas.El pueblo escuchaba y miraba.
Dos días llevaba su eminencia tratando de peinar a aquellos osos
flamencos para hacerlos un poco más presentables en público;
pero aquella inconveniencia era ya demasiado.Guillermo Rym,
con su fina sonrisa, se acerco al ujier.
—Anunció a maese Jacques Coppenole, secretario de los
concejales de la villa de Gante —le sugirió en voz baja.
—Ujier —confirmó el cardenal en alta voz—, anunció a maese
Jacques Coppenole, secretario de los concejales de la ilustre
Villa de Gante.
Esto fue un error porque Guillermo Rym, él solo, habría
arreglado aquel embrollo, pero Coppenole había oído las
palabras del cardenal.
—Ni hablar!¡Por los clavos de Cristo!—gritó con su voz de
trueno—.
¡Jacques Coppenole, calcetero!¿Me tiene oído, ujier?, ni más ni
menos.¡Por los clavos de Cristo!Calcetero es bastante
importante y más de una vez monseñor el archiduque ha venido
a mi comercio.
Estallaron risas y aplausos, pues cosas así las comprenden y las
aplaude en seguida el pueblo de París.
Conviene saber que Coppenole era un hombre del pueblo y
pueblo era el público allí congregado;por eso la comunicacion
entre ambos habia sido rapido;casi como un chispazo.Aquella
altiva salida del calcetero flamenco, humillando a la gente de la
corte, habia removido en el corazon de aquellos plebeyos no se
qué sentimiento de orgullo y dignidad, todavía un tanto
impreciso en el siglo XV.Aquel calcetero, que acababa de
plantarle cara al cardenal, era como ellos, era de su clase, y
representaba sin duda un sentimiento agradable para unos
pobres infelices, acostumbrados al respeto ya la obediencia
hacia los criados mismos de los guardias del bailío o del abad
de Santa Genoveva, servidor a su vez del cardenal.
Coppenole saludó con altivez a su eminencia que, a su vez
devolvió el saludo a aquel poderoso burgués, temido de Luis XI.
Después, mientras Guillermo Rym, hombre prudente y maligno,
como dice Philippe de Comines, les seguía con una sonrisa
burlona y de superioridad, se dirigió cada uno a su sitio;el
cardenal nervioso y preocupado, coppenole tranquilo y altivo,
pensando sin duda que, despues de todo, su titulo de calcetero
era tan importante como cualquier otro y que maría de
Borgoña, madre de esta Margarita, cuyas bodas concertaba
hoy Coppenole, le hubiera temido menos como cardenal que
como calcetero.¿Por qué?pues porque un cardenal no habria
pude amotinar a los ganteses contra los decididos de la hija
de Carlos el Temerario.Tampoco hubiera servido un cardenal
para animar a la muchedumbre con unas palabras y que esta
resistiera a sus lágrimas ya sus ruegos, cuando la señorita de
Flandes fue a suplicar por ellos ante el pueblo al pie mismo del
patíbulo.El calcetero sin embargo solo tuvo que levantar su
brazo, vestido de cuero, para hacer rodar yours dos
cabezas, ilustrísimos señores Guy de Hymbercourt y canciller
Guillermo Hugonet.
Pero aún no había pasado todo para el pobre cardenal;aún
tenía que apurar
hasta la última gota el cáliz de la mala compañía en que se
estaba.
Seguro que el lector no se habrá olvidado del descarado
mendigo, colocado desde el comienzo del prólogo a los bordes
del estrado cardenalicio.La de tan ilustres huéspedes
no le había desplazado de aquel lugar y, mientras prelados y
embajadores se apretujaban como auténticos areques
flamencos en los asientos de la tribuna, el se habia puesto
cómodo, cruzando tranquilamente sus piernas sobre el
arquitrabe.Era de una insolencia increible, no observada en
principio por nadie, pues la atencion se centraba en otros
puntos;tampoco él estaba pendiente de lo que ocurría en la
sala y balanceaba su cabeza con una despreocupacion de
napolitano, repitiendo de vez en cuando, entre el rumor general:
«Una limosna, por caridad».
Seguramente habia sido el unico de entre los asistentes que no
se habia dignado volver la cabeza cuando el altercado entre
Coppenole y el ujier.Ahora bien, quiso la casualidad que el
maestro calcetero de gante, con quien el pueblo simpatizaba
ya vivamente y en quien todas las miradas estaban clavadas,
fuera a sentarse precisamente en la primera fila del estrado,
encima del mendigo;y la sorpresa no fue pequeña cuando
todos pueden ver cómo el embajador flamenco, después de
haber examinado al extravagante tipo sentado bajo sus ojos, le
daba una palmada amistosa en el hombro cubierto de harapos.
El mendigo se volvio y los dos rostros reflejaron la sorpresa, el
reconocimiento y la alegria… Despues sin preocupacion para
nada de los espectadores, el calcetero y el lisiado se pusieron a
hablar en voz baja apretando las manos, mientras que los
andrajos de Clopin Trouillefou, extendidos sobre el paño dorado
del estrado, daban más bien la impresión de un gusano en una
naranja.
La originalidad de esta escena tan singular utiliza cuentos
rumores de locura y de satisfacción entre el gentío que no pasó
mucho tiempo sin que el cardenal se apercibiera de ello.
Entonces se asomó y no pudo ver desde donde estaba,
más que de una manera muy incómoda a imperfecta, la casaca
ignominiosa de Trouillefou, dedujo claramente que el mendigo
andaba pidiendo limosna e, indignado por su audacia, exclamó:
—Señor bailío del palacio, hacedme el favor de lanzar a ese
tipejo al río.
—Por los clavos de Cristo!, señor cardenal —dijo Coppenole, sin
dejar la mano de Clopin—: ¡Si es uno de mis amigos!
-¡Bravo!¡Bravo!—gritaron todos.Desde entonces maese
Coppenole gozó en París, como en Gante, de un gran prestigio
entre el pueblo pues las personas como el lo tienen cuando
actuar con esta desenvoltura, dice Philippe de Comines.
El cardenal se mordió los labios y, volviéndose hacia su vecino,
el abad de
Santa Genoveva, le dijo a media voz:
—Valientes embajadores nos envían el señor archiduque para
anunciarnos a su madame Margarita.
—Vuestra eminencia —le respondió el abad— se excede en
cortesías con estos cochinos flamencos.Margaritas ante
porcos
—Más bien habría que decir —le respondió el cardenal con una
sonrisa—: Porcos ante Margaritam.
Todo el cortejo de sotanas se maravilló con aquel juego de
palabras, lo que tranquilizó un tanto al cardenal pues con ello
se había quedado en paz con Coppenole, al ser también aplaudido
su retruécano.
Permítasenos preguntar a aquellos de nuestros lectores que
tienen capacidad de generalizar una imagen y una idea, si se
imaginan claramente el espectáculo que soportaron, en el instante
en que solicitamos su atención, aquel enorme paralelogramo
que era la gran sala del palacio.En el centro, adosado al muro
occidental, un amplio y magnifico estrado de brocado de oro
por el que van entrando en procesión, por una puertecilla en
arco de ojiva, graves personajes anunciados uno tras otro por
la voz chillona de un ujier.En los primeros bancos se ven ya
muchas y venerables figuras vestidas de armiño, terciopelo y
escarlata.En torno al estrado, que permanece silencioso y
digno, surge frente a él, por debajo de él, por todas partes, un
gran gentío y un rumor confuso de voces.Miles de miradas
populares y miles de murmullos se dirigen hacia cada parte del
estrado, pues el espectáculo es ciertamente curioso y atrae la
atención de los espectadores.Pero, ¿qué es esa especie de
tablado, con cuatro fantoches embadurnados encima y otros
cuatro debajo, que se ve alla, al fondo?¿Quién es aquel hombre
de blusón negro y de figura pálida que se encuentra junto al
¿tablado?¡Ay, querido lector!Es Pierre Gringoire y su prólogo.
Nos habíamos olvidado de él y era eso lo que él se temía.
Desde la entrada del cardenal, Gringoire no habia cesado de
Preocupación por su prólogo.Primero habia pedido a los
actores, que se habian quedado cortados, que continuasen y
que alzasen su voz;después, al ver que nadie escuchaba, les
había hecho llamar y, desde entonces, hacía ya prácticamente
más de un cuarto de hora, andaba agitándose, moviéndose de
un lado para otro, hablando con Gisquette y Lienarda y
animando en fin a los espectadores más próximos a que le
escuchasen, pero todo era en vano, pues nadie dejaba de mirar
al cardenal, a la embajada flamenca y al estrado, único centro
de atracción de todas las miradas.
Hay que decir, y lo hacemos con pena, que el prólogo
comenzaba ya a aburrir ligeramente al auditorio, en el
momento en que su eminencia haba venido a distraer la
atencion de una manera tan terrible.
Despues de todo, tanto en el estrado como en la mesa de
mármol, tenía lugar el mismo espectáculo: el conflicto entre
Trabajo, Clero, Nobleza y Mercancía.Además muchos de los allí
los presentes preferían sencillamente verlos vivos;respirando,
actuando, en carne y hueso, en la embajada flamenca o en
aquella corte episcopal, bajo el ropaje del cardenal o la
chaqueta de cuero de Coppenole;Prefiero verlos a lo vivo que
maquillados o, por decirlo así, disecados bajo sus ropajes
amarillos y blancos con que les habia disfrazado Gringoire.
Éste, sin embargo, al ver que la calma había renacido, imaginó
una estratagema que hubiera podido arreglarlo todo.
—Señor —dijo volviéndose hacia uno de los espectadores más
próximos, un hombre de aspecto pacífico y un poco
reconcho—.¿Y si lo recomendamos?
—¿Cómo?—dijo aquel hombre.
—Eso;que si seguimos con la representación —dijo Gringoire.
—Como os plazca —respondió el hombre.
Esta semi aprobación le fue suficiente a Gringoire que,
tomando la iniciativa, comenzó a vociferar intentando pasar lo
más posible por un espectador.
—¡Que recomiende el misterio!¡Que recomiende!
—¡Demonios!—dijo Joannes de Molendino—, ¿qué es lo que
dicen alla abajo?—la verdad es que Gringoire hacia tanto ruido
como cuatro—.Pero bueno, amigos, ¿no ha terminado aún el
¿misterio?¿Y quieren empezarlo otra vez?¡Ni hablar!¡No heno
derecho!
—¡Ni hablar!, ¡ni hablar!—gritaron los estudiantes.¡Fuera!¡Fuera
el misterio!
Pero Gringoire se multiplicaba y chillaba más fuerte que ellos.
—¡Que empiece!¡Que empiece!
Todo aquel ruido atrajo la atención del cardenal.
—Señor bailío del palacio —dijo a un hombre alto, vestido de
negro que se encontré a unos pasos de él—.¿Esos villanos
están acaso metidos en la pila del agua bendita para armar
tanto jaleo?
El bailío del palacio era algo así como un magistrado anfibio;
una especie de murcielago del orden judicial y, a la vez, algo de
rata y de pájaro, de juez y de soldado.
Se aproximó a su eminencia y, no sin temer su enojo, intentó
explicarle, entre balbuceos, la incongruencia del pueblo;What
hacia ya tiempo que habian
dado las doce sin que su eminencia hubiera hecho su aparición,
y que los comediantes se vieron obligados a comenzar sin
su presencia.
El cardenal se echó a reír.
—A fe mía que el señor rector de la Universidad debería haber
hecho otro tanto.¿Qué opináis vos, micer Guillermo Rym?
—Monseñor —respondió—, debemos darnos por satisfechos con
habernos librado de la mitad de la comedia;eso hemos salido
ganando
—¿Pueden, pues, esos rufianes proseguir su farsa?—Preguntó el
bailío.
—Que sigan, que sigan —dijo el cardenal—;me da lo mismo;
mientras tanto voy a leer el breviario.
El bailío se acercó al borde del estrado y,haciendo con su mano
un gesto de silencio gritó:
—¡Burgueses y villanos todos!Para satisfacción de quienes
quieren que recomienden la representación y de los que desean
ver cómo acaba, su eminencia ordena que prosiga.
Tuvieron, pues, que resignarse ambos bandos, aunque público y
autor guardaron por ello un cierto rencor hacia el cardenal.
Asi que los personajes continuaron su representacion con la
esperanza de gringoire de que su obra fuera oída hasta el final
y esta esperanza y otras de sus ilusiones se vieron
decepcionadas porque, si bien se había conseguido restaurar
el silencio entre el auditorio, no se había fijado Gringoire en que,
cuando el cardenal dio la orden de proseguir, el estrado no se
Aún estaba lleno y que, después de la legación flamenca,
siguen llegando nuevos personajes integrantes del cortejo.
Gringoire seguía, pues, con su prólogo mientras el ujier iba
anunciando nombres y cargos de los recién llegados,
organizándose, como es lógico, un bullicio considerable.
Imaginemos el efecto que pueden producir durante la
representación de una obra de teatro los chillidos de un ujier,
lanzando una voz en grito, entre dos rimas, cuando no entre dos
hemistiquios, paréntesis como éste:
—Maese Jacques Charmolue, procurador real en los tribunales
de la Iglesia!
—Jehan de Harlay, escudero, caballero de la ronda y vigilancia
¡Nocturnas de la ciudad de París!
—Micer Galiot de Genoilhac, caballero, señor de Brussac, jefe
de los artilleros del rey!
—Maese Dreux Raguier, inspectora de las aguas y bosques del
rey nuestro
señor en los territorios franceses de Champagne y de Brie!
sesenta y cinco
—Maese Denis Lemercier, encargado de la casa de ciegos
¡París!… etcétera.
Todo aquello era insoportable para Gringoire.Aquel extraño
cortejo, que impidió por completo la representación, le
indignaba tanto más, cuanto que se daba cuenta de que el
interés por la obra iba acrecentándose, y de que sólo faltaba
para el éxito la ser oída.
No era facil imaginar una trama tan ingeniosa y tan dramatica
como la de aquella pieza.Los cuatro personajes del prólogo se
lamentaban de la inutilidad de su incesante busqueda, cuando
la diosa venus en persona, vera incensu patuit dea, se apareció
ante ellos vestida con una túnica espléndida, bordada con el
bajel de la villa de París.
Venía a reclamar para sí mismo el delfín prometido a la más
hermosa y era apoyada en sus pretensiones por Júpiter, ¿cuáles?
truenos se oían retumbar en los vestuarios.Ya la diosa iba a
conseguir su deseo es decir, iba para expresarlo sin metáforas,
a desposarse con el delfín, cuando una joven vestida de
damasco blanco y llevando en su mano una margarita —
clarísima personificación de la señorita de Flandes— se
presentado, dispuesto a disputarselo a Venus.
Efectos de teatro y peripecias diversas despues de una larga
controvertidoVenus, Margarita y los demás personajes deciden
someterlo al recto juicio de la Santísima Virgen.Quedaba aun
otro papel, el de don Pedro, rey de Mesopotamia, pero
resultóba difícil con tantas interrupciones el poder determinar
su importancia.
Todos ellos habían subido al escenario por la escalerilla a la que
ya antes hemos hecho alusión, pero ya no había remedio y
nadie podia ya comprender ni sentir los valores y la belleza de
la obra.Era como si, a la entrada del cardenal, un hilo invisible y
mágico hubiera atraído todas las miradas, desde la parte
meridional en donde estaba la mesa de marmol, hasta la parte
occidental en donde estaba el estrado.No habia nada capaz de
quitar el hechizo al auditorio y todas las miradas siguieron
atentas a la de nuevos personajes;y sus malditos
nombres, sus caras, su atuendo le producían una diversión
continua.Era desolador aquello.Salvo Gisquette y Lienarda que
se volvían hacia Gringoire cuando éste las tiraba de la manga,
salvo aquel personaje paciente y rechoncho que se encontro
a su lado, nadie escuchaba, nadie se preocupaba para nada de
la pobre farsa.Gringoire sólo vio los rostros de perfil.
¡Con cuanta amargura vio derrumbarse paso a paso todo
aquel tinglado de gloria y de poesia!¡Y pensar que aquélla
multitud habia estado a punto de
revelarse contra el bailío del palacio, impaciente por ver su
obra!¡Y ahora que estaba representándose no les importaba!
¡Una representación que había comenzado entre el clamor
unánime del pueblo!¡Eternos flujo y reflujo del fervor popular!¡Y
pensar que habian estado a punto de lanzarse contra los
guardias del bailío!¡Qué no hubiera dado él, Gringoire, por volver
de nuevo a esos dulces momentos del comienzo!
Con la llegada de todos los embajadores habia cesado aquel
brutal monólogo del ujier y el poeta pudo por fin respirar.Los
actores habían ya recomenzado valientemente, cuando él aquí
que maese coppenole, el calcetero, se levanta de pronto y, ante
la atención de toda la sala, Gringoire le oye pronunciar esta
arenga abominable.
—Señores burgueses y terratenientes de París, ¡en el nombre de
Dios!Me estoy preguntando qué hacemos aquí.Estoy viendo
allá, en aquel escenario, a gente que parece que quieren
pegarse y desconozco si es a eso a lo que vosotros llamáis
misterio pero, en cualquier caso, no es divertido.¡Pelean con las
palabras y nada mas!Hace ya un buen rato que espero
impaciente el primer golpe y no lo veo;son cobardes que solo
se ofenden con lesiones.¡Deberían haber transportado a luchadores de
Londres y de Rotterdam para saber lo que es bueno!Sen habrían
dado tales puñetazos que podrian oirse desde la plaza.Pero
esos dan pena.¡Si al menos nos dieron una danza
morisca o algo por el estilo!A mi me habian hablado de otra
cosa;me habían prometido una fiesta de locos con la elección
de un papa.También nosotros tenemos nuestro papa de los
locos en Gante y en esto ¡voto al diablo!, no os vamos a la zaga.
Os voy a decir cómo lo hacemos: nos reunimos, como vosotros,
un gentío enorme, y luego, uno por uno, van metiendo su
cabeza por un agujero, que da al lugar en donde se encuentra el
público, y empieza a hacer muecas.El que haya hecho la
mueca mas fea queda nombrado papa por aclamacion
popular.Os aseguro que es muy divertido.¿Que elegiréis
tu papa a la manera de mi tierra?Siempre será menos
latoso que escuchar a estos charlatanes quienes, por cierto,
también podrá entrar en el juego, si se deciden a hacer su
mueca en el agujero.¿Qué dicen a esto, señores burgueses?
Hay aquí suficiente muestra grotesca de ambos sexos para
divertirnos a la flamenca y somos lo suficientemente feos para
hacer bonitas muecas.
Gringoire le habría respondido si la indignación, la cólera y la
estupefacción, no le hubieran dejado mudo.Pero como
además la propuesta del popular calcetero fue acogida con tan
enorme entusiasmo por los burgueses —halagados al oírse
llamar terratenientes— todo habría resultado inútil.No habia
más que seguir la corriente y Gringoire se cubrió la cara con las
manos, lamentando no disponer de un manto, para taparse la
cabeza como el Agamenón de Tumanto.
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