Capitulo ll

Pierre gringoire

Sin embargo, mientras hablaba, la satisfacción y la admiración provocadas por su vestimenta se iban poco a poco desvaneciendo y al llegar a aquella desafortunada conclusión:

«En cuanto llegue su eminencia el cardenal, daremos comienzo

a la representación», su voz fue apagada por un trueno de

gritos y abucheos.

—¡Empezad ahora mismo!¡Queremos el misterio ahora mismo!

—gritaba el populacho y más alta que ninguna sobresalía la voz

de Juan de Molendino, traspasando el grito como el pífano

en una cencerrada de Niza.

—Que empiece ahora mismo —chillaba el estudiante.

—¡Fuera Júpiter y el cardenal de Borbón!—vociferaban Robin

Poussepain y los otros estudiantes encaramados en la ventana.

—¡Que empiece ya la comedia!—repetía el gentío—.¡Ahora

mismo!

¡Inmediatamente!¡El saco y la cuerda para los cómicos y el

cardenal!

El pobre Júpiter, desconcertado, amedrentado, pálido de terror

bajo el maquillaje, dejo caer su rayo, se quitó el bicoquete y

saludaba tembloroso y balbuciente: —Su eminencia… los

embajadores… Margarita de Flandes…— no sabía qué decir.es

el fondo su preocupacion era colgado.

Colgado por el populacho si no empezaban o por el cardenal si

lo hacían;en cualquier caso su conclusión era siempre la misma:

una horca

Por fortuna alguien vino a sacarle de aquella incertidumbre ya

asumir la responsabilidad del momento.

Un individuo, que permaneció de pie del lado de acá de la

balaustrada, en un espacio libre en torno a la mesa de mármol,

y en el que nadie hasta entonces habia reparado, pues su figura

alta y delgada quedaron totalmente ocultas a la vista tras el pilar

en el que se apoyaba;este individuo alto, delgado, pálido,

rubio, todavía joven aunque se le vieron ya arrugas en las sienes

y en las mejillas, con ojos vivaces y una boca sonriente, con

ropa larga negra, muy gastada y llena de brillo, se acerca a la

mesa de mármol e hizo una señal al pobre cómico;pero éste,

excitado y nervioso, no le vi.

El recién llegado avanzó unos pasos:

-¡Júpiter!—le dijo—.¡Mi querido Júpiter!

El comediante seguía sin enterarse.Entonces el hombre rubio,

impaciente ya, le gritó casi a la cara.

—¡Miguel Giborne!

—¿Quién me está llamando?— preguntó Júpiter sobresaltado,

como saliendo de un sueño.

—Yo —respondió el personaje de negro.

—¡Ah!—dijo Júpiter.

—Comenzad ahora mismo;complacido al público.Yo calmare al

bailío;dejadlo de mi cuenta, y él se encargará de tranquilizar al

cardenal

Júpiter pudo por fin respirar.

—¡Señores burgueses!—gritó con toda la fuerza de sus

pulmones a la multitud que seguía abucheándole.Vamos a

empezar ahora mismo!

—Evoe, Iuppiter;aplaudir, cives!—exclamaron los estudiantes.

—Aplaudid, aplaudid —gritaba el pueblo.A esto siguió una

salva de aplausos atronadora que Júpiter aprovechó para

colarse bajo la tapicería.

Sin embargo el desconocido personaje que tan mágicamente

acababa de trocar la tempestad en bonanza, como dice

nuestro viejo y querido Corneille,

habia vuelto a la penumbra de su pilar y alli habia

permaneció invisible, inmóvil y mudo, como hasta entonces,

de no haberle sacado de aquel sitio dos mujeres que, por

hallarse en primera fila, observaron su breve coloquio

con Miguel Giborne, Júpiter.

—Maestro —dijo una de ellas haciéndole señas para que se

acercara.

—Callaos, querida Lienarda —le dijo su compañera, una moza

guapa, lozana y muy endomingada—.No es un letrado sino un

seglar, así que no hay que llamarle maestro sino micer.

—¡Eh, micer!—dijo Lienarda.

El desconocido se acerco a la balaustrada.

—¿Qué se les ofrece, señoritas?— Pregunté con cortesía.

—¡Oh!, nada, nada —dijo Lienarda un tanto turbada—.Es que mi

amiga Gisquette la Gencienne desea hablaros.

—¡Oh!, no —prosiguió Gisquette ruborizada—.Es que Lienarda

os ha llamado maestro y yo le he dicho que tenia que decir

micer

Las dos jóvenes bajaron la vista y el otro interesado en

entablar conversación, las miraba sonriente.

—Entonces, ¿no tienen nada más que decirme, señoritas?

—¡Oh, no, no!, nada más —respondió Gisquette.

-No no;nada más —añadió Lienarda.

El apuesto joven hizo ademan de retirarse, pero a las dos

curiosas no les seducía abandonar la presa.

—Micer —dijo abiertamente Gisquette, con el ímpetu de una

exclusa que se abre o de una mujer que toma partido por

algo—: ¿Conocéis a ese soldado que va a hacer el papel de

Nuestra Señora la Virgen, en la representación del misterio?

—¿Os referís al papel de Júpiter?—dijo el desconocido.

—¡Claro, claro!—dijo Lienarda—.¡Mira que es

tonta!Entonces,

¿Conocéis a Júpiter?

—¿A Miguel Giborne?, claro, señora.

—¡Vaya barba que lleva!—añadió Lienarda.

—¿Va a ser bonito lo que van a decir?

—Muy bonito —respondió sin dudarlo el desconocido.

—¿Qué va a ser?—Preguntó Lienarda.

—El buen juicio de Nuestra Señora, la Virgen.Una obrita que os

gustará, señoritas y con moraleja al final.

—Entonces, ¿va a ser diferente?—siguió Lienarda.Se hizo un

breve silencio que rompio el desconocido.

—Es una obra totalmente nueva;sin estrenar aún.

—Entonces —continuó Gisquette— ¿no es la misma que dieron

hace dos años, cuando la llegada del señor legado, en la que

intervenían tres muchachas que hacían de…?

—De sirenas —completado Lienarda.

—Y salían desnudas del todo —añadió el joven.

Lienarda bajó púdicamente los ojos.Gisquette al verla hizo lo

mismo.El joven prosiguió hablando sonriente:

—Era muy bonito y muy agradable a la vista;lo de hoy es un

auto moral, especialmente hecho para la señorita de Flandes.

—¿Se cantarán serranillas?— preguntó Gisquette.

—Ni hablar!—respondió el desconocido.Es una obrita moral;

no hay que confundir los géneros;si fuera una farsa cómica,

todavía.

—Pues es una pena —dijo Gisquette—;aquel día salían en la

fuente de ponceau hombres y mujeres salvajes que luchaban

haciendo grandes gestos y cantando motetes y pastorelas.

—Lo apropiado para un embajador —dijo secamente el

desconocido—, no puede serlo para una princesa.

—Y cerca de ellos —interrumpió Lienarda—, y muy bajo, unos

cuantos instrumentos tocaron melodias muy bonitas.

—Es verdad, y para refrescar a los que pasaban —decía

Gisquette— la fuente manaba chorros de vino, de leche y de

hipocras para que bebiera quien quisiera.

—Y un poco más abajo del Ponceau —añadió Lienarda—, en la

Trinidad se representó una pasión con personajes pero sin

hablar.

-¡Oh yes!Ya me acuerdo —dijo Gisquette—;Jesús crucificado

con los dos ladrones a su derecha ya su izquierda.

Entonces las dos jóvenes, excitadas por el recuerdo de la

llegada del legado, empezamos a hablar a la vez.

—Y antes, en la Porte-aux-Peintres, habíamos visto mucha

gente toda

muy bien vestida.

—Y en la fuente de San Inocencio, ¿te acuerdas del cazador?

aquel que perseguia a una cierva con gran alboroto de trompas

y perros?

-Si;y también en la carnicería de París;acuérdate de todos

aquellos andamiajes que representaban la bastilla de Dieppe.

—Y cuando pasaba el legado, ¿recuerdas, Gisquette?, dieron la

señal de ataque y cortaron la cabeza a todos los ingleses.

—Y también representaban algo junto a la puerta del Châtelet.

—Y en el Pont-au-Change, que estaba también preparado para

representaciones.

—Y cuando pasaba el legado dieron suelto en el puente a más

de doscientas docenas de los más variados pájaros.Era

precioso, verdad, lienarda?

—Pues hoy será más bonito aún, cambiará decir su interlocutor que

ya estaba impaciente de tanto oírlas.

—¿Nos prometéis que va a ser bonita la representación de hoy?

— preguntó Gisquette.

—¡Seguro!—respondió y agregó luego con cierto énfasis—:

Señoritas, yo soy el autor.

—¿De verdad?—exclamaron, asombradas, las dos jóvenes a la

vez.

—De verdad —respondió el poeta pavoneándose un poco—;es

decir, lo hemos hecho entre los dos;Juan Marchand que ja

serrado las tablas, ha construido el andamiaje y los decorados,

y yo que he escrito la obra;Me llamo Pierre Gringoire.

Ni el mismo autor del Cid habría dicho con tanto orgullo: Pierre

Corneille.

Nuestros lectores habrán podido darse cuenta del tiempo

pasó desde que Júpiter se escondió tras la tapicería,

hasta el instante en que el autor de la nueva pieza hizo cuentos

revelaciones ante la ingenua admiración de Gisquette y

Lienarda.

Conviene también señalar como cosa extraña que todo aquel

gentío que sólo unos minutos antes se mostró tan

tumultuoso, ahora esperaba pacientemente fiándose de las

palabras del comediante.Esto confirma una verdad,

comprobada a diario en nuestros teatros, y es que la mejor

Manera de conseguir que el publico no se impaciente es

prometerle que la función va a comenzar en seguida.pero el

estudiante Joannes no se había dormido.

—¡Eh!—exclamó, en medio de aquella apacible espera, que

había seguido

al tumulto anterior—.Por júpiter ¡Por la Virgen Santísima!

¡Saltimbanquis del demonio!¿Pero estáis de broma?Venga ya,

¡la obra!¡La obra!

No hizo falta más.

Del interior del tinglado empezó a sonar una música de

instrumentos graves y agudos, al tiempo que se corrían las

cortinas para dar paso a cuatro personajes muy maquillados y

con vestimenta muy llamativa que comenzó a subir por

aquella empinada escalera;una vez llegados al escenario, se

colocaron en fila para saludar al publico con grandes

reverencias.La música cesó.Comenzaba la representación del

misterio.

Los cuatro personajes fueron largamente aplaudidos y, en

medio de un silencio religioso, iniciaron un prólogo del que

gustosamente vamos a excusar al lector pues, como ocurre aun

en nuestros días, el público estaba mucho más pendiente de la

vestimenta de los actores que del papel que recitaban y

además es comprensible que así sea.Los cuatro iban vestidos

de amarillo y blanco a partes iguales que se diferenciaban

únicamente en la calidad del tejido: el primero era de brocado,

oro y plata, el segundo de seda, el tercero de lana y el otro de

lienzo.Además, el primer personaje llevaba una espada en la

mano, el segundo dos llaves doradas, el tercero una balanza y

el cuarto una pala.Además, para completar su simbolismo y

facilitar asi la comprension de las inteligencias mas perezosas,

se podia leer en grandes letras negras bordadas:

«Me llamo nobleza» en la parte superior de la túnica del

brocado;«Me llamo Clero», sobre la túnica de seda;"Me llamo

Mercancía», en la de lana y «Me llamo Trabajo», en la parte

inferior de la tela.

Las túnicas más cortas indicaban claramente al espectador

atento el sexo masculino de los que las llevaban asi como su

tocado que completaba la alegoría, mientras que las otras dos

alegorías femeninas estaban representadas por túnicas más

a iban largas trocadas con caperuzas.

Había que carecer y mucho de imaginación para no llegar

a interpretar, ayudados por la exposición poética del prólogo,

que Trabajo estaba casado con Mercancía e igualmente Clérigo

con nobleza y que además las dos felices parejas poseían

como patrimonio común un delfín de oro para adjudicarle a la

más bella de las mujeres.Juntos iban, pues, por el mundo a la

busqueda de tal belleza.Despues de haber descartado

sucesivamente a la reina Golconda, a la princesa Trebizonda, a

la hija del Gran Khan de Tartaria, etc. Trabajo y Clero, Nobleza y

Mercancía, habían venido a descansar sobre la mesa de

mármol del Palacio de Justicia y allí, ante tan honorable

auditorio, expusieron tantas maximas y sentencias como

podrian oirse en los examenes de la facultad de bellas artes,

como sofismas, sentencias, conclusiones, figuras y actas

necesario para obtener una licenciatura.

Todo aquello era hermoso, sin duda.

Pero entre toda aquella gente a quienes las cuatro alegorias

vertían a porfía oleadas de metáforas, no había oídos más

atentos, ni corazón más dispuesto, ni mirada más perspicaz, ni

cuello más tenso que los oídos, la mirada, el cuello o el corazón

del autor, nuestro bravo poeta Pierre Gringoire, el mismo que

no había resistido poco antes al gozo de revelar su nombre a

las dos guapas mozuelas.Había vuelto a su pilar y, desde allí,

muy cerca de ellas, escuchaba, observaba y saboreaba.

Los generosos aplausos con que se había acogido el comienzo

de su prólogo, le resonaban aún en su interior y se encontraba

totalmente absorto en esa especie de contemplación estática

en la que un autor ve surgir, una a una, todas sus ideas, por

boca de los actores, entre el silencio de todo el auditorio.

¡Feliz Pierre Gringoire!

Es penoso decirlo, pero este primer éxtasis se vio muy pronto

turbado.Apenas si Gringoire habia acercado a sus labios esa

copa embriagadora de felicidad y de triunfo, cuando hubo ya

degustar una gota de amargura.

Un mendigo harapiento, a quien nadie daba limosna perdido

entre tanta gente y que no se sintio satisfecho con lo robado,

había decidido encaramarse a algún lugar bien visible para así

atraer miradas y limosnas.

Así pues, se había subido, durante la recitación de los primeros

versos del prólogo, apoyándose en el pilar del estrado, hasta la

cornisa que bordeaba la balaustrada en su parte inferior, y allí

estaba sentado, ante todo el gentío, en demanda de piedad y

de limosna, mostrando sus harapos y una repugnante llaga que

le cubría el brazo derecho.Por lo demás no decía ni una sola

palabra.

Como permaneció en silencio, pudo leerse el prólogo sin ningún

inconveniente y ningún desorden se habría producido si la mala

fortuna no hubiera permitido que Joannes, el estudiante, le

descubriera, desde lo alto de su pilar,haciendo muecas y

gesticulando.El verle así resultó en el festivo joven una risa

contagiosa y, sin preocupaciones de si interrumpa o no el

espectáculo a importándole muy poco la atención de los

Espectadores, gritó alegremente.

—¡Caramba!¡Mira ese canijo tullido a donde se ha subido para

pedir limosna!

Quien haya lanzado una piedra a una charca llena de ranas o

haya hecho un disparo en medio de una bandada de pájaros

puede hacerse una idea del efecto que esas palabras

incongruentes provocaron en medio del silencio general de la

Sala.

Gringoire se estremeció como sacudido por una descarga

eléctrico.El prólogo se cortó y todas las cabezas se volvieron de

golpe hacia el mendigo que, lejos de desconcertarse por el

incidente, vio en él la mejor ocasión para

una buena cosecha y se puso a decir con tono lastimero, medio

cerrando los ojos.

—¡Una caridad por el amor de Dios!

—¡Que el diablo me lleve!—exclamó Joannes, ¡pero si es Clopin!

Trouillefou!Qué, amigo, ¿tanto te molestaba tu herida de la

pierna que has tenido que pasártela al brazo?

Y al decir esto arrojó con la habilidad de un mono un ochavo en

el mugriento sombrero que el mendigo extendía con su brazo

llagadoEl mendigo recibi sin mutarse la limosna y el

sarcasmo, y prosiguió con un tono lastimero:

—¡Una caridad por el amor de Dios!

Este episodio había sido distraído al auditorio y un

buen número de espectadores, Robin Poussepain y los otros

estudiantes, aplaudieron alegremente al dúo tan original que

acababan de improvisar, en medio del prólogo, el estudiante

con su voz chillona y el mendigo con su imperturbable salmodia.

Gringoire estaba indignadísimo y, una vez rehecho de su

estupor, se desgañitaba gritando casi a los cuatro actores en

escena:

—¡Seguid, demonios, seguid!—sin dignarse echar aunque sea una

mirada de desdén a aquellos provocadores.

En aquel instante sentí que alguien le tiraba de la capa;se

volvió un tanto malhumorado y se esforzó en forzar una sonrisa,

que bien lo merecía la ocasión, pues se trató del bonito brazo

de Gisquette la Gencienne que, a través de la balaustrada,

solicitaba de esta manera su atención.

—Señor, ¿van a continuar con la representación?

—¡Claro!—respondió Gringoire, extrañado por cal pregunta.

—Entonces, micer, tendréis la gentileza de explicarme…

—¿Lo que van a decir?—le interrumpió

Gringoire—.Pues sí;escuchadlos…

—No, no —dijo Gisquette—;lo que han dicho hasta ahora.

Gringoire dio un respingo como alguien a quien le hurgan en

una herida.

—¡Lo que hay que oír!Niña tonta y obtusa, —masculló entre

dientesDesde entonces Gisquette dejó de interesarle lo más

mínimo.

Pero los comediantes habían obedecido a las invectivas de

Gringoire, y el público, al ver que seguían hablando y actuando,

se puso nuevamente a

escuchar aunque ya habia perdido un tanto el interes de la

pieza con aquel corte tan bruscamente producido entre las dos

partes.Así lo comentaba en voz baja el mismo Gringoire.

Poco a poco la tranquilidad fue completa pues el estudiante no

decía ya nada más y el mendigo debía estar contando las

monedas que habia en su sombrero.La obra seguía, pues,

nuevamente su ritmo.

Se trató en realidad de una pieza muy bonita que hoy

mismo, con algún arreglo, podría representarse y con éxito.La

exposición, un poco larga quizás y un tanto hueca, conforme a

las reglas, era sencilla.Gringoire, en el cándido santuario de su

fuero interno, admiraba su claridad y su precisión.Como es de

suponer, los cuatro personajes alegóricos se mostrarán ya un

tanto cansados de haber recorrido las tres partes del mundo sin

llegar a poder destruir, en justicia, de su delfín de oro.Alabama

llegar a este punto, comenzaron a hacer mil alabanzas del

maravilloso pez con delicadas alusiones al prometido de

Margarita de Flandes, a la sazón tristemente recluido en

Amboise y sin llegar a imaginar todavía que Trabajo, Clero,

Nobleza y Mercancía acababan de dar la vuelta al mundo

justamente por él.

Así, pues, el mencionado delfín era joven, apuesto, gallardo y

sobre todo

—origen magnífico de todas las virtudes reales— era hijo del

León de Francia.

Confieso que esta atrevida metáfora es magnífica y que la

historia natural del teatro, en un día de alegrías y de

epitalamios regios, no tiene por qué rechazar que un delfín

pueda ser hijo de un león.Son justamente esos raros y

pindáricos cruces los que prueban el entusiasmo.

Pero para que no todo sean alabanzas hay que decir que el

poeta debería haber desarrollado su idea original en algo

menos de los doscientos versos que empleó, aunque fuera

obligado, por disposición del preboste, hacer durar la

representación del misterio desde el mediodía hasta las cuatro

y ¡algo hay que decir para llenar ese tiempo!Además del público

lo escuchaba pacientemente.

De pronto, en medio de una discusión entre la señorita

Mercancía y doña Nobleza, justo en el instante mismo en el que

maese Trabajo pronunciaba aquel verso admirable: «Onc ne vis

dans les bois bête plus triomphante».La puerta del estrado, bronceado

inconvenientemente cerrado hasta entonces, se abrió en el

momento más inoportuno, haciendo coincidir el último verso

con la vos resonante del ujier que anunció secamente:

—Su eminencia el Cardenal de Borbón.

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