Capitulo lll

Monseñor el cardenal

¡Pobre Gringoire!El estruendo de todos los bombazos de la

noche de san juan o la descarga cerrada de veinte arcabuces

o la detonación de aquella famosa traca de la Tour de Billy que,

durante el asedio de París aquel domingo 29 de septiembre de

1465, mató de golpe a siete borgoñeses, o la explosión de toda

la pólvora guardada en la Porte du Temple, le habrían

desgarrado con menos rudeza los oídos, en aquel momento

solemne y democrático, que aquellas breves palabras, salidas

de la boca del ujier: «Su eminencia el Cardenal de Borbón».

No es que Pierre Gringoire temiese a monseñor el Cardenal o le

desdeñara pues no tenía ni esa cobardía ni ese atrevimiento;

era un verdadero ecléctico, como hoy se diría;era uno de esos

espíritus elevados y firmes, moderados y serenos, que siempre

saben mantener el justo medio (stare in dimidio rerum) y que

son verdaderos filósofos liberales y razonables, sin negar su

categoría a los cardenales.Raza preciosa y nunca extinguida la

de estos filósofos a quienes la prudencia, como si de una nueva

Adriana se tratara, parece haber dado un ovillo de hilo, que,

poco a poco van devanando desde el origen del mundo a

a traves del laberinto de los aconteceres humanos.

Aparecen en todas las épocas, siempre los mismos, es decir

conforme al tiempo en que viven y, sin contar a nuestro Pierre

Gringoire que seria su representante en el siglo XV, si

llegáramos a concederle la categoría que merecería

ciertamente el espíritu de estos filósofos el que animaba al

padre du Breul cuando escribía, allá en el siglo XVI, estas

palabras, sublimes en su ingenio y dignas de cualquier siglo:

«Soy parisino de origen y parrhisino en el hablar, puesto que en

griego Parrhisia significa libertad de hablar y esta la he

utilizado incluso con sus eminencias los cardenales, el tio y el

hermano del principe de conty: siempre con respeto a su

categoría y sin ofender a nadie de su séquito que resulta en

todas las ocasiones muy numerosas».

Así, pues, no existía ni odio al cardenal, ni desdén hacia su

presencia en la impresion desagradable que esto produjo en

Pedro Gringoire.Antes al contrario, nuestro poeta tenia el buen

juicio suficiente y una blusa demasiado raida para no conceder

la necesaria importancia al hecho que muchas de las alusiones

de su prólogo, particularmente la glorificación del delfín, como

hijo del león de francia, eventualmente a ser recogidos por el

eminentísimo oído del cardenal.Sin embargo, no es el interés

ciertamente el que priva en la naturaleza de los poetas.

que considerando la entidad de un poeta pueda estar

catalogada con la calificación de diez al ser analizada por un

químico —o farmacopolizada como diría Rabelais—, la

encontraría compuesta por una parte de interés y nueve de

amor propio.Ahora bien, en el momento de abrir la puerta al

cardenal, las nueve partes del amor propio de Gringoire,

hinchadas y

tumefactas por la admiración popular, se hallaban en un estado

prodigioso de crecimiento, bajo cuya presión desaparecería,

ahogada, esa minima molecula de interes que acabamos de

citar como componente de los poetas;ingrediente precioso por

otra parte, lastre de realismo y de humanidad, sin cuya

existencia no podrian pisar la tierra.

Gringoire gozaba al sentir, al ver, al palpar, podemos decir, la

presencia de un gran público —de pícaros y de bribones en

buena parte, es cierto, pero de un gran público al fin—, de un

público estupefacto, petrificado y como asfixiado ante las

inconmensurables tiradas que brotaban sin cesar de cada una

de las partes de su epitalamio.

Puedo asegurar que él mismo comparte la aprobación general

y que, opuestamente a La Fontaine, que en la representación

de su comedia El florentino preguntaba: «¿Quién es el zopenco

¿qué ha compuesto esta comedia?».Gringoire habría

preguntado gustosamente: «¿De quién es esta obra maestra?».

Júzguese, pues, el efecto que en él produjo la brusca a

aparición intempestiva del cardenal.

Desgraciadamente ocurrió lo que él temía ya que la aparición

de su eminencia trastornó a los espectadores.Todas las

cabezas se volvieron hacia el estrado y ya no habia manera de

sentido:

—¡El cardenal!¡El cardenal!—repetían un coro, interrumpiendo

por segunda vez el desventurado prólogo.

El cardenal se detuvo un momento en el umbral, paseando

indiferente su mirada por todo el auditorio, hecho que con frecuencia

el delirioTodos pretendían verle mejor y empujaban a los

demás y metían sus cabezas por entre los hombros de los de

delante.

Se traía de un personaje de gran relieve y el verle era más

importante que cualquier representación.Carlos, cardenal de

Borbón, arzobispo y conde de Lyon, primado de las Galias,

estaba a la vez emparentado con Luis XI por parte de su

hermano Pedro, señor de Beaujeu, casado con la hija mayor del

rey.También emparentaba con Carlos el Temerario por parte

de su madre Agnès de Borgoña.Ahora bien, el rasgo

dominante, el rasgo que distinguía y definía el carácter del

primado de las Galias, era su espíritu cortesano y su devoción

al poder.

Podemos imaginar los innumerables apuros que este doble

parentesco le habían acarreado, los escollos y tempestades que

su barca espiritual tuvo que sortear para no estrellarse ni con

Luis ni con Carlos;ese Caribdis y ese Escila que habian

devorado nada menos que al duque de Nemours y al

condestable de Saint-Paul.Gracias al cielo se habia defendido

bien en aquella travesía y había conseguido llegar a Roma sin

tropiezos.Pero aunque se encontrara ya

salvo, en puerto, o precisamente por eso mismo, nunca

recordaba sin inquietud los diversos avatares de su vida

política, tan laboriosa siempre y con tantos contratiempos.

Tenía la costumbre de decir que el año de 1476 había sido para

él, el negro y blanco, ya que en ese mismo año, habían muerto

su madre, la duquesa de Bourbonnais y su primo el duque de

Borgoña, y que un luto le había consolado del otro.

Además era también un buen hombre;llevaba una vida alegre,

de cardenal, y degustaba con placer los vinos reales de

Challuau.Tampoco despreciaba a Ricarda la Garmoise, ni a

Tomasa la Saillarde y prefería dar limosna a lindas jóvenes más

que a mujeres ya viejas;razones todas ellas por las que caia

muy simpático al populacho de París.

No se desplazaba si no era rodeado de una pequeña corte de

obispos y abates de alto linaje, galantes, decididos y prestos a

depende si la ocasión lo requería.En más de una ocasión las

beatas de Saint-Germain-d'Auxerre, al pasar, anochecido ya,

bajo las ventanas iluminadas de la residencia del Borbón, se

habian escandalizado al oir que las mismas voces que habian

cantado las vísperas durante el día, salmodiaban ahora, entre

un entrechocar de copas, el proverbio báquico de Benedicto

XII, aquel papa que añadió una tercera corona a la tiara:

«Bibamus papaliter».

Su popularidad, tan justamente adquirida, le preservó de un

mal recibimiento por parte de la multitud que poco antes se

mostró tan disconforme con su retraso y muy poco dispuesta

a respetar a un cardenal, justo en el mismo dia en que iban a

elegir a un papa.Pero los parisinos son poco rencorosos y como

además se había comenzado la representación sin su presencia,

era como si los buenos burgueses se quedaron un poco

por encima de él, y se daban por satisfechos.

Por otra parte, como el cardenal era un hombre apuesto y

llevaba un hermoso ropaje de color rojo, que le iba muy bien,

tenía de parte suya a las mujeres, es decir, a la mitad del

auditorioTampoco seria justo ni de buen gusto chillar a un

cardenal por haber hecho esperar, tratándose de un hombre

tan apuesto y al que tan bien le iban los ropajes de color rojo.

Así que entró, saludó luego a la asistencia, con esa sonrisa

hereditaria que los grandes tienen para con el pueblo, y se

lentamente hacia su butaca de terciopelo escarlata con

aspecto de estar pensando en otras cosas.

Su cortejo —al que vamos a llamar su estado mayor— de

obispos y de abates siguieron hacia el estrado, con gran revuelo y

curiosidad por parte de la asistencia.

La gente presumía señalándolos, diciendo a quién de todos

ellos conocían: uno indicaba quién era el obispo de Marsella,

Alaudet, si no recuerdo mal;

otro señalaba al chantre de Saint-Denis o a Robert de

Lespinasse, abad de Saint-Germain-des-Prés, hermano libertino

de una de las amantes de Luis XI… todo ello, en fin, dicho con

errores y cacofonías.Los estudiantes, por su parte, seguían con

sus palabrotas;era su día;la fiesta de los locos;su fiesta

saturnal;la orgía anual de la curia y de las escuelas.Ese dia no

Existían salvajadas a las que no se tenían derecho, como si de

las cosas sagradas se trataran.Además se hallaban entre el gentío

muchas mujeres alegres, como Simona Quatrelivres, Inés la

Gadina o Robin Piédebou;asi que, lo menos que se podia hacer

en aquella fecha, era decir salvajadas, maldecir de Dios de vez

en cuando, sobre todo estado, como estaban, en buena

compañía de gentes de iglesia y de chicas alegres.Nariz

privaban de ello y, en medio de todo aquel jaleo, se oían

blasfemias y procacidades, salidas de todas aquellas lenguas

desatadas de clérigos y estudiantes, que habían estado

amordazadas durante el resto del año, por temor al hierro rojo

de San Luís.¡Cómo se burlaban de él en el propio Palacio de

¡Justicia!¡Pobre San Luis!

Arremetían contra los recién llegados al estrado y atacaban al

de sotana negra o blanca, gris o violeta.Joannes Frollo de

Molendino, como hermano que era de un archidiácono, había

arremetido osadamente contra la sotana roja y cantaba a voz

en grito, clavando sus ojos descarados en el cardenal: «Capra

repele mero».

Todos estos detalles que, para edificación del lector,

exponenmos al desnudo, estaban de tal manera mezclados con

el bullicio general que quedaran ahogados

antes de llegar al estrado reservado a los personajes.Además el

cardenal no se habria sentido muy impresionado por los

excesos de aquel dia, dado el arraigo que el pueblo tenia por

estas tradiciones.Le preocupaba mucho más y su aspecto así

lo denotaba, algo que le seguía de cerca y que hizo su aparición

en el estrado casi al mismo tiempo que él: la delegación

flamenca.

No es que él fuera un político profundo ni que le preocuparan

nada las posibles consecuencias de la boda de su señora prima,

Margarita de Borgoña con su señor primo Carlos, el delfín de

Viena, ni cuanto podrian durar las buenas relaciones, un tanto

deterioradas ya, entre el duque de Austria y el rey de Francia, ni

cómo tomaría el rey de Inglaterra este desdén hacia su hija.

Todo eso le inquietó muy poco y no le impidió degustar cada

noche el buen vino de las cosechas reales de Chaillot, sin

sospechar que acaso algunos frascos de aquel vino (un poco

revisado y corregido, es cierto, por el médico Coictier),

cordialmente ofrecidos a Eduardo IV por Luis XI, bibliotecarían un

buen dia a Luis XI de Eduardo IV.

La muy honorable embajada de monseñor el duque de austria

no traía al cardenal ninguna de las preocupaciones reseñadas.

Le preocupaba más bien en otros aspectos porque, en efecto,

era bastante penoso y ya hemos aludido a

ello en este mismo libro, el verso obligado a festejar ya acoger

con buen parecido, él, Carlos de Borbón, a unos burgueses de

poca monta;él, todo un cardenal, a unos simples regidores;él,

un francés, amable degustador de buenos vinos, a unos

flamencos, vulgares bebedores de cerveza;y todo ello es

publicoEra sin duda uno de los gestos más fastidiosos que

nunca hubiera hecho para complacer al rey.

Así, pues, cuando el ujier anunció con su voz sonora: «Sus

señorías, los enviados del señor duque de Austria», él se volvió

hacia la puerta, con las más cuidadosas maneras del mundo.Ni

que decir tiene que, al verlos, toda la sala hizo lo mismo.

Entonces fueron entrando de dos en dos —con una seriedad

que contrastaba con el ambiente petulante del cortejo

eclesiástico del cardenal de borbón— los cuarenta y ocho

embajadores de Maximiliano de Austria, figurando en la cabeza el

muy reverendo padre Jehan, abad de Saint-Bertain, canciller

del Toisón de Oro y Jacques de Goy, señor de Dauby, gran

Bailio de Gante.Se produjo en la asamblea un gran silencio,

acompañado de risas reprimidas al escuchar todos aquellos

nombres estrambóticos y todos aquellos títulos burgueses que

cada personaje comunicaba imperturbablemente al ujier, para

que éste los anunciase inmediatamente, mezclando y

confundiendo sus nombres y títulos.

Eran maese Loys Roelof, magistrado de la villa de Lovaina,

micer Clays d'Estuelde, concejal de Bruselas, micer Paul de

Baeust, señor de Voirmizelle presidente de Flandes;maese jean

Coleghens, burgomaestre de la villa de Anvers;maese george

de la Moere, primer magistrado de la villa de Gante;micer

Gheldof Van der Hage, primer concejal de los parchones de la

misma villa… y el señor de Bierbecque y Jean Pinnock y Jean

Dymaerzelle... etc., bailíos, magistrados, burgomaestres;

burgomaestres, magistrados y bailíos, tiesos todos, envarados,

almidonados, endomingados con terciopelos y damascos con

birretes de terciopelo negro y grandes borlas bordeadas con

hilo de oro de Chipre;honorables cabezas después de todo;

dignas y varias figuras del mismo corte de las que Rembrand

pinta tan serias y graves sobre el fondo negro en su Ronda de

Noche;personajes todos que llevaban inscrito en su frente que

Maximiliano de Austria habia tenido razon en confiarse de lleno,

como decía en su manifiesto, a su buen sentido, valor,

experiencia, lealtad y hombría de bien.

Pero había una excepción: se trató de un personaje de rostro

fino, inteligente, astuto, con una especie de hocico de mono y

diplomático, ante quien el cardenal dio tres pasos a hizo una

profunda reverencia y que tan solo se llamaba Guillermo Rym,

«consejero y pentionario de la villa de Gante».

Muy pocas personas conocían entonces la identidad de

Guillermo Rym,

raro genio que, de haber vivido en tiempos de la revolucion,

Habría brillado con luz propia, pero que en el siglo XV se veía

reducido a actuar soterradamente ya vivir en las intrigas, como

dice el duque de Saint-Simon.

Era muy estimado por el intrigante más destacado de Europa.

Maquinaba familiarmente con Luis XI y con frecuencia metía la

mano en los proyectos secretos del rey.

De todo esto, claro, era ignorante aquel gentilicio que se

maravillaba viendo cómo su cardenal hacía reverencias a aquel

enclenque personaje del bailío flamenco.

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