Capítulo 2. Hija del Fuego y la Sal
El amanecer sobre Halicarnaso teñía las aguas de un rojo inquietante, como si el mar recordara la sangre derramada la noche anterior. La ciudad despertaba con el rumor de los mercados, los pescadores regresaban con sus redes cargadas de peces plateados y las mujeres encendían fuegos para preparar el pan del día. Nadie sospechaba que, años atrás, en esa misma costa había comenzado a forjarse la voluntad de Artemisia, hija del fuego y la sal.
Ella no nació rodeada de lujos. Su infancia no conoció tapices ni perfumes. Conoció, en cambio, la rudeza de las cuerdas de los barcos, el olor de los cuerpos sudorosos de los marineros, el golpe constante de las olas contra los cascos de madera. Su madre murió cuando aún era pequeña, y la memoria de su rostro se fue borrando con el tiempo, como un dibujo en la arena borrado por la marea. Fue su padre, Lygdamis, quien se encargó de hacerla sobrevivir. Y sobrevivir, en su lenguaje, significaba aprender a dominar antes que ser dominada.
🌊 La niña del puerto
Desde los siete años, Artemisia corría entre los muelles como un lobo entre corrales. Escuchaba a los mercaderes fenicios regatear con voz cantarina, aprendía fragmentos de idiomas de esclavos y piratas, y se mezclaba entre los marineros que contaban historias de monstruos marinos y ciudades hundidas.
Mientras otros niños jugaban, ella observaba. El puerto era su escuela: aprendió que una sonrisa podía esconder un puñal, que una jarra de vino podía comprar más lealtad que un saco de oro, y que la sal en las heridas escocía más que cualquier castigo.
Su padre solía llevarla consigo en las inspecciones de los navíos. La hacía recorrer cada cubierta, revisar cuerdas y remos, tocar los cañones de bronce como si fueran reliquias. Y al final, siempre repetía la misma lección:
—El poder no se pide, Artemisia. El poder se toma.
Ella asentía, aunque aún no comprendiera del todo el peso de esas palabras.
🔥 El fuego de la disciplina
Cuando cumplió doce años, Lygdamis decidió que había llegado el momento de forjarla en el arte de la guerra. La condujo al patio de entrenamiento, donde decenas de hombres practicaban con espadas de madera y escudos de cuero. Frente a todos, le colocó una espada casi tan grande como ella en las manos.
—Defiéndete —ordenó.
El contrincante era un marinero adulto, un hombre curtido por los años y la sal. Artemisia apenas pudo levantar el arma; el golpe que recibió en el primer choque la derribó en la arena. Cayó de bruces, con la boca llena de polvo y sangre en los labios. Los hombres rieron, algunos con crueldad, otros con incomodidad.
Artemisia no lloró. Se levantó despacio, escupió la arena y miró al marinero con unos ojos que ardían más que el sol del verano. En ellos no había derrota, sino promesa. La promesa de que aquel hombre, algún día, se inclinaría ante ella.
Su padre, serio, asintió.
—Así se mira al enemigo, hija. Nunca con súplica, siempre con hambre.
Desde entonces, cada día fue un suplicio: entrenamientos al amanecer, correr con piedras a la espalda, remar hasta que los dedos sangraban, soportar el látigo de la disciplina. Pero también fueron los días en que su cuerpo se endureció, sus reflejos se afilaron y su voluntad se templó en un fuego que nunca se apagaría.
🌒 La cueva de las sacerdotisas
Una noche, Lygdamis la llevó a una cueva en la costa, donde las olas entraban y salían como respiración de un monstruo dormido. Allí, en la penumbra, vivían las sacerdotisas del mar. Mujeres de ojos vidriosos que bebían agua salada y masticaban hierbas amargas hasta caer en trance.
Artemisia, aún niña, sintió un escalofrío al entrar. El aire olía a algas y sangre seca. Una de las sacerdotisas, cubierta con un velo de algas secas, se acercó y le tocó la frente.
La niña se estremeció. Una visión atravesó su mente: un trono rodeado de cadáveres, una corona con una serpiente enroscada, y un espejo que devolvía un reflejo que no era el suyo.
—Hija de la sal y del hierro —susurró la sacerdotisa—. El mar te coronará, pero tu reflejo será tu verdugo.
Lygdamis no mostró reacción.
—No escuches del todo, Artemisia. Los dioses hablan en acertijos. Tú escucha, aprende… y recuerda que los hombres temen más a la espada que a las profecías.
Pero la niña nunca olvidó aquellas palabras.
⚔️ Lecciones de poder
En su adolescencia, Artemisia acompañaba ya a su padre en misiones diplomáticas. En los banquetes se mantenía en silencio, observando. Descubrió que los hombres embriagados decían más verdades que sobrios, que un silencio prolongado podía ser más amenazante que un insulto, y que la palabra justa en el momento oportuno podía salvar o condenar una vida.
Una tarde, un mercader fenicio trató de engañar a Lygdamis con cuentas de vidrio haciéndolas pasar por oricalco. Artemisia, apenas de catorce años, habló sin permiso:
—Eso no es oricalco. Es arena endurecida. Mi padre merece hierro, no espejismos.
El mercader palideció, y Lygdamis sonrió con un orgullo apenas disimulado. Esa noche, mientras la ciudad dormía, le dijo:
—Eres más que mi hija. Serás mi espada.
🩸 La sangre y la herencia
El día que Artemisia alcanzó la madurez, Lygdamis la llevó a presenciar una ejecución pública. Habían capturado a un pirata que asolaba la costa, un hombre que había sembrado terror entre los pescadores. Atado a un poste frente al mar, el prisionero suplicaba por su vida.
Lygdamis le tendió una daga a su hija.
—Mira bien. Gobernar es decidir quién vive y quién muere.
Artemisia temblaba, pero no apartó la vista. Su padre hundió la espada en el corazón del pirata, y la sangre corrió como un río oscuro hacia las olas. La marea la devoró, pintando el agua de rojo.
Ella respiró hondo, sintiendo que el aire mismo sabía a hierro y sal.
—¿Qué ves, hija? —preguntó Lygdamis.
Artemisia, con lágrimas secas en el rostro, respondió sin vacilar:
—El mar no es agua. Es sangre extendida.
Ese día, comprendió la verdad: el mar no solo sería su reino, sino el altar donde derramaría sacrificios en nombre de su poder. Y el eco de esa certeza resonó en lo más profundo de su ser, como una ola que nunca muere.
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