Capítulo 3. El Trono de Piedra y Sangre

Capítulo 3. El Trono de Piedra y Sangre

El palacio de Halicarnaso, construido en mármol blanco y coronado con estatuas de leones, parecía tan eterno como las olas que rompían contra sus muros. Pero bajo su esplendor se agitaban rencores, intrigas y cuchillos invisibles.

Artemisia había regresado del funeral de su esposo con un luto que no era solo de tela negra, sino de hierro en el corazón. Las llamas habían devorado el cuerpo del rey en la pira sagrada, y mientras el humo ascendía al cielo, los nobles murmuraban entre sí como buitres.

«Una mujer en el trono», susurraban con sorna. «Una viuda sin descendencia. El reino se quebrará en sus manos».

Pero Artemisia no era una mujer rota. Era una espada envainada en silencio, esperando el momento de ser desenvainada.

⚖️ El consejo dividido

El consejo de Halicarnaso se reunió en la gran sala del trono. Columnas de mármol sostenían el techo como gigantes petrificados. Los nobles, vestidos con túnicas bordadas, ocupaban sus lugares con aire solemne.

El trono permanecía vacío. Artemisia entró sin escolta, con el rostro sereno y el cabello recogido en una corona sencilla de bronce. Caminó despacio, midiendo el sonido de cada paso. Sus ojos, fríos como el mar en invierno, recorrieron a cada hombre allí presente.

—El rey ha muerto —dijo, con voz clara—. El mar reclama continuidad. El reino no puede esperar.

El anciano Basileo, decano del consejo, se levantó apoyado en su bastón.

—Con respeto, mi reina —pronunció el título con veneno—, el trono pertenece a los hombres de la casa real. Su difunto esposo nos deja sin heredero. Según la tradición, el poder debe pasar al linaje más cercano…

—¿Y ese linaje quién lo encarna? —preguntó Artemisia.

Los murmullos se encendieron como chispas en un campo seco. Todos sabían la respuesta: la familia Serpente, descendientes de un antiguo general desterrado, esperaban la oportunidad de reclamar lo que consideraban suyo por derecho.

—La corona debe ser entregada al señor Adrastos Serpente —afirmó Basileo, mientras algunos nobles asentían.

Artemisia se detuvo frente al trono y lo miró como si lo desnudara con la mirada. Luego giró hacia el consejo.

—El trono no se entrega. El trono se toma.

El silencio cayó como un cuchillo.

🩸 El desafío

Adrastos Serpente, alto, de mirada serpentina y sonrisa retorcida, se levantó entre los consejeros.

—Entonces, viuda del rey, ¿pretendes reclamarlo con tus propias manos?

Artemisia lo sostuvo con una calma que era más peligrosa que la furia.

—Sí. Ante los dioses, ante el mar, y ante cada hombre aquí presente.

Adrastos rió, y su risa se propagó como un eco venenoso.

—Entonces acepta el juicio de la sangre. Un duelo. Si vences, el consejo reconocerá tu derecho. Si caes, tu ambición morirá contigo.

Los nobles aplaudieron el acuerdo, deseosos de espectáculo. Artemisia no dudó un instante.

—Acepto.

⚔️ El duelo en la arena

El enfrentamiento se celebró al amanecer, en el patio de armas del palacio. El pueblo entero acudió a presenciarlo: mercaderes, soldados, mujeres, esclavos. Nadie quería perderse el día en que una mujer pretendía retar a un noble por el trono.

Adrastos apareció cubierto de bronce, con una espada curva y un escudo grabado con la figura de una serpiente. Artemisia llegó sin armadura pesada, apenas con una coraza ligera, un manto oscuro y una espada recta que había pertenecido a su padre.

Antes de comenzar, alzó la voz para que todos la escucharan:

—Hoy no peleo solo por mí. Peleo por demostrar que el mar no distingue entre hombre y mujer, sino entre fuertes y débiles.

El sol apenas asomaba cuando sonó el cuerno que marcaba el inicio.

Adrastos cargó primero, con la seguridad de quien se sabe más grande y fuerte. Artemisia esquivó, ligera, sin perder el ritmo. Los primeros golpes hicieron chocar hierro contra hierro, y las chispas volaron como estrellas fugaces.

La multitud gritaba, dividida entre burlas y aclamaciones. Artemisia aguardaba, midiendo cada movimiento, buscando la grieta en la armadura de su enemigo.

Adrastos lanzó un tajo brutal. Artemisia lo esquivó, rodó sobre la arena y hundió su espada en la pierna del noble. La sangre brotó. Un rugido de dolor estalló de su garganta.

—¡Serpiente herida! —gritó alguien desde la multitud.

El combate se intensificó. Adrastos, furioso, arremetía con golpes más descontrolados. Artemisia se movía como la sombra de una ola: rápida, esquiva, mortal. Finalmente, encontró la apertura: con un giro inesperado, atravesó el abdomen del noble y lo derribó de rodillas.

Adrastos cayó, con la boca llena de sangre. La multitud quedó en silencio. Artemisia colocó la punta de la espada en su cuello.

—Tu linaje muere conmigo —susurró. Y con un solo movimiento, cortó su garganta.

El grito del pueblo estalló como una tormenta. Algunos enloquecieron de júbilo; otros de horror.

👑 El trono reclamado

Cubierta de polvo y sangre, Artemisia subió los escalones del palacio. No esperó coronas ni cánticos. Se sentó en el trono de piedra y sangre, con el cadáver de Adrastos aún caliente a los pies de la multitud.

Basileo, el anciano consejero, se arrodilló lentamente. Uno por uno, los nobles lo siguieron, doblando la rodilla ante ella. No por respeto, sino por miedo.

Artemisia alzó la espada ensangrentada hacia el cielo.

—Hoy comienza un reino nuevo. El hierro será nuestra fuerza. La sombra, nuestra guardia. El espejo, nuestra memoria. Y juro que mientras yo respire, ningún Serpente volverá a reclamar lo que no le pertenece.

El mar rugió a lo lejos, como si aprobara sus palabras.

🌑 La sombra de los Serpente

Esa noche, mientras el palacio celebraba, Artemisia se retiró sola a los balcones que daban al mar. La luna iluminaba las olas con un brillo plateado.

No estaba tranquila. Había ganado, pero sabía que los Serpente no morirían tan fácilmente. Como las serpientes a las que se parecían, podían perder la cabeza y seguir retorciéndose.

Y en su corazón, Artemisia comprendió algo más: aquel día había sellado un destino de hierro y sangre. No habría paz para ella. Su corona sería siempre una guerra contra el mundo, y contra sí misma.

El viento salado le susurró al oído, como una voz antigua:

—El trono que se toma con sangre, con sangre se defiende.

Artemisia cerró los ojos. El mar era su único aliado verdadero.

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