Capítulo 5. La Primera Batalla
El amanecer sobre el mar Egeo era de un rojo encendido, como si el horizonte hubiera sido pintado con fuego líquido. El aire olía a sal, a madera húmeda y a hierro recién afilado. Artemisia observaba desde la cubierta de su nave insignia, “La Dama de las Olas”, un trirreme de proa afilada que parecía querer desgarrar el horizonte.
La noticia había corrido como relámpago: la familia Serpente, lejos de desaparecer con la muerte de Adrastos, había reunido a mercenarios y capitanes resentidos. Una flota se aproximaba desde las islas vecinas, dispuesta a aplastar a la reina antes de que consolidara su poder.
Artemisia no esperaba que los dioses le concedieran tiempo. El poder recién tomado debía probarse en batalla. Y esa sería la primera prueba de hierro de su reinado.
⚓ La preparación
En el puerto de Halicarnaso, decenas de barcos aguardaban su orden. Guerreros de diversas tierras ajustaban cascos y corazas, arqueros tensaban cuerdas, remeros golpeaban sus tambores de madera para marcar el ritmo de las olas.
Irina Jenos recorría las cubiertas, gritando órdenes con voz de trueno:
—¡Los escudos al frente! ¡Que cada lanza vea su reflejo en el agua! ¡Hoy no hay retorno!
Selene, en cambio, se movía entre las sombras de las bodegas, asegurándose de que las reservas de aceite ardiente estuvieran listas. Sus ojos vigilaban incluso a los propios hombres de Artemisia; sabía que en toda guerra no solo se mata con flechas, sino también con traiciones.
Artemisia, erguida en la proa, no llevaba la túnica negra de viuda, sino una coraza de bronce pulido, un manto carmesí que flameaba como bandera y un casco adornado con plumas de halcón. A su lado, una espada larga descansaba, todavía limpia, como esperando la historia que grabaría en su filo.
El pueblo se agolpaba en las murallas para ver partir la flota. Algunos lloraban, otros levantaban los brazos en plegaria, y otros simplemente gritaban su nombre:
—¡Artemisia! ¡Artemisia! ¡Reina del mar!
Ella levantó la espada hacia el cielo.
—¡Hoy no luchamos por Halicarnaso! —rugió—. ¡Hoy luchamos porque el mar nos pertenece!
El rugido de los soldados estalló en respuesta, como un trueno colectivo.
🌊 El choque de las naves
Al caer la tarde, la flota enemiga apareció en el horizonte: veinte trirremes oscuros, sus velas pintadas con el emblema de la serpiente. El sol descendente hacía que las aguas parecieran un espejo sangriento, y en él se reflejaban las dos fuerzas a punto de colisionar.
El sonido de los tambores marcó el inicio.
Dum… dum… dum.
Los remos golpeaban el agua al unísono, como un corazón gigante latiendo en medio del océano.
Artemisia levantó la mano.
—¡Velas abajo! ¡Adelante!
Sus barcos avanzaron en formación cerrada, un muro de madera y hierro.
El primer choque fue brutal. Las proas se incrustaron unas en otras, los gritos de los hombres se mezclaron con el crujir de la madera rota. Flechas incendiarias surcaron el aire como estrellas fugaces. El olor del aceite ardiente derramado se mezclaba con el de la sangre fresca.
Artemisia no observaba desde lejos: en cuanto los barcos se engancharon, cruzó a la nave enemiga al frente de sus guardias.
⚔️ Artemisia en combate
Su espada brillaba bajo la luz del fuego. Cada tajo derribaba a un enemigo, cada estocada hacía retroceder a los mercenarios. Luchaba con una precisión fría, casi ritual, como si cada movimiento fuese un sacrificio ofrecido al mar.
Un capitán enemigo se lanzó hacia ella con un hacha de dos manos. Artemisia bloqueó con el escudo, giró con la fuerza de la ola y lo atravesó por el costado. La sangre salpicó su rostro, pero ella no pestañeó.
Irina luchaba a su lado como un muro implacable. Cada enemigo que intentaba acercarse a Artemisia caía bajo su lanza, como un árbol derribado por el rayo.
En las sombras de la cubierta, Selene encendía tinajas de aceite y las lanzaba a las naves enemigas. Las llamas devoraban la madera, y los gritos de los hombres atrapados ardían junto con sus cuerpos.
El mar se iluminaba con fuego, y el humo ascendía al cielo como un nuevo sacrificio.
🜂 La visión
En medio del caos, Artemisia alzó la mirada. Y entonces lo vio.
Sobre el humo, tres figuras se recortaban contra el cielo, no hechas de carne sino de símbolos:
—Una figura de hierro, rígida, que sostenía un escudo inquebrantable.
—Una figura envuelta en sombra, invisible salvo por sus ojos brillantes.
—Una figura de cristal, reflejando todos los rostros del mundo en su superficie quebradiza.
Las tres la observaban. Una voz, no humana, resonó en su mente:
—Tu destino no pertenece a los dioses. Tu destino será el eco de tu voluntad.
Artemisia cerró los ojos solo un instante, y cuando los abrió, las figuras habían desaparecido. Pero la certeza ardía dentro de ella: aquel juramento que había sellado con Selene e Irina no era solo un pacto político. Era un designio que resonaría más allá de su vida.
🩸 La victoria
El combate continuó hasta la medianoche. Cuando el último barco enemigo ardió en el horizonte, el mar quedó cubierto de restos: maderas flotantes, cuerpos, armas oxidadas. El agua olía a sangre y humo.
Artemisia, exhausta, se mantuvo en pie en la proa de su barco. El viento agitaba su manto carmesí, manchado ahora de hollín y sangre.
—¡La batalla ha terminado! —gritó Irina, alzando la lanza.
Un clamor recorrió las naves:
—¡Hierro! ¡Sombra! ¡Espejo!
El mar rugió, como si las olas repitieran el juramento.
🌑 El silencio después del rugido
De regreso al puerto, Artemisia no celebró. Caminó sola hasta la playa, se arrodilló y hundió las manos en el agua teñida de rojo. El reflejo de la luna temblaba entre las olas, y por un instante creyó ver su rostro multiplicado, como si cientos de espejos la observaran desde las profundidades.
El viento le trajo un murmullo:
—Has ganado, pero tu reflejo ya se está quebrando.
Artemisia no respondió. Sabía que aquella había sido solo la primera prueba. Y que la verdadera guerra no sería contra enemigos de carne, sino contra la propia eternidad que había desafiado al pronunciar su juramento.
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