Mar se enfrentó al señor Antonio con seguridad, aunque su corazón latía con ansiedad.
—Señor Antonio, de verdad intento comprender su absurda actitud, pero me es imposible —dijo con la voz firme, aunque sus manos temblaban—. Usted y yo tenemos un trato que quedó registrado de manera legal, por lo que no pienso irme del apartamento.
El hombre la miró con desdén, su rostro enrojecido por la ira.
—No le estoy preguntando si se quiere ir o no —replicó con voz autoritaria y cargada de desprecio—. La única forma de que no la saque de mi propiedad es que me pague ahora mismo los quince mil dólares que aún me debe. Así que usted dirá.
Una ola de frustración y miedo recorrió a Mar. ¿Cómo podía ser tan injusto?
—Señor Antonio, si tuviera esa cantidad, le aseguro que ya le hubiera pagado la totalidad de la deuda —contestó, intentando sonar calmada, aunque su garganta ardía de impotencia—. Pero no la tengo.
Él se encogió de hombros, implacable.
—Entonces no me deja otra alternativa. Tiene una hora para sacar sus pertenencias y desalojar mi propiedad. Ni un minuto más ni un minuto menos.
Mar sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Una sensación de impotencia y desesperación la envolvió. ¿A dónde podría ir con su hijo a esa hora de la noche y con ese frío inclemente?
—No, usted no puede hacerme esto —dijo, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con salir—. Se ha enloquecido. ¿A dónde cree que iré a esta hora? ¡Por Dios, tengo un hijo de cinco años!
—Ese no es mi problema —replicó Antonio, encogiéndose de hombros otra vez, con el rostro vacío de compasión—. Así que ya lo sabe: una hora. Si en una hora no se va, lo lamentará.
Mar cerró la puerta de golpe, con el enojo desbordado y la impotencia que produce la injusticia. Al girarse, vio a Kayla aún en la sala. Su amiga, al mirar el rostro desencajado de Mar, comprendió que algo grave acababa de suceder.
—Mar, ¿qué pasa? ¿Quién era? ¿Por qué tienes esa cara? —preguntó, con evidente preocupación.
Mar respiró hondo, luchando por no quebrarse.
—Era el señor Antonio —dijo al fin, con la voz tensa—. Me exigió que desalojara el apartamento ahora mismo.
Kayla se levantó de golpe, furiosa.
—Él no puede hacer eso, Mar. ¡Llamemos a la policía! Quizás ellos puedan ayudarnos. Además, tienes un documento que avala la venta del apartamento.
Mar asintió, aferrándose a esa pequeña esperanza.
—Tienes razón. Llamemos.
La llamada fue atendida de inmediato. Tras explicar la situación, le aseguraron que en diez minutos enviarían a unos oficiales. La espera se hizo eterna; Mar caminaba de un lado a otro, mordiéndose el labio hasta sangrar. ¿Y si la policía tampoco podía ayudarla? ¿Qué pasaría con ella su amiga y su hijo? ¿A dónde irían?
Cuando por fin vio las luces azules del auto policial estacionarse frente al apartamento y esperanza, un rayo de alivio atravesó su pecho. Abrió rápido la puerta al escuchar el llamado.
—Buenas noches, señora —saludó uno de los oficiales—. ¿En qué podemos ayudarla?
Mar explicó de nuevo la situación y les mostró el documento legal. Los oficiales lo revisaron con atención y luego se dirigieron hacia Antonio, que esperaba en su auto.
—Señor Antonio —dijo uno de ellos—, parece haber un malentendido. La señora Montiel tiene un documento legal que avala la venta del apartamento. Usted no puede desalojarla sin el debido proceso.
Antonio apretó los dientes, rojo de ira.
—Eso no es asunto suyo —vociferó—. Es entre la señora Montiel y yo.
Mar, armándose de valor, alzó la voz.
—¡Ya lo escuchó, señor Antonio! Váyase y déjenos en paz.
Antonio sonrió con malicia y, mirando a su chófer, ordenó:
—Cuenta, Hugo. Uno, dos, tres, cuatro...
En el cuarto conteo, sonó el teléfono del oficial. Éste contestó con gesto serio.
—Sí, jefe, dígame… ¿Cómo dice? —preguntó, incrédulo.
Al colgar, se volvió hacia Mar con una expresión de vergüenza y desconcierto.
—Lo lamento, señora Montiel. Ha habido un malentendido. Debe desalojar la propiedad, tal como el señor Antonio lo solicita.
Mar sintió que le arrancaban el aire.
—¿Qué? ¡Esto no puede estar pasando! —gritó, con voz angustiada—. Ya les mostré el documento. ¿Por qué debo desalojar?
—Es la orden de mi superior, y contra eso no puedo hacer nada —replicó el oficial, evitando mirarla a los ojos.
Las lágrimas ardieron en los ojos de Mar.
—Señora Montiel, hágalo y evítese más problemas —aconsejó el oficial, con voz cansada.
Ella se frotó la frente, derrotada.
—Está bien, me iré. Pero no a esta hora. Y usted, señor Antonio, deberá devolverme cada centavo que le he pagado.
Antonio soltó una carcajada cruel.
—¿Devolver? Lo que haya pagado ya es mío. No verá un dólar.
Mar sintió la sangre hervir de ira y finalmente exploto.
—¡Usted está loco! —exclamó, con indignación—. ¿Cómo puede ser tan insensible? ¿Sabe lo que me ha costado ahorrar cada dólar para pagar este apartamento?. No sea injusto señor Antonio te ga en cuenta el tiempo que llevo viviendo aquí y lo cumplida que he sido con cada pago.
Antonio, furioso, alzó la voz.
—Ya basta con tu drama. ¡Vete! Se acabó el tiempo.
Mar, con el alma hecha pedazos, se dio media vuelta.
—Si no me devuelve mi dinero, no espere que desaloje —respondió con firmeza, entrando de nuevo.
Esa rebeldía desató la ira incontrolable de Antonio, que ordenó con un rugido:
—¡Hugo, ejecuta el plan B!
El oficial, avergonzado, subió a su auto con su compañero. Sabía que lo que ocurría era una injusticia, pero si intervenía perdería su puesto… y quizá mucho más. La cobardía pudo más que la justicia.
Segundos después, Hugo apareció en la puerta con un arma en la mano. Sus ojos destilaban crueldad.
—Y bien, señora Montiel —dijo con sorna—. ¿Seguirá firme en su decisión de no irse?
El estómago de Mar se encogió. Kayla, pálida como la blanca pared, estaba siendo apuntada por el cañón.
—¡Suéltela! —gritó Mar, con desesperación.
Hugo rió con un sonido frío y despiadado.
—Lo haré cuando empiece a empacar sus cosas y se largue.
—Vámonos, Mar —suplicó Kayla, con la voz temblorosa.
Mar asintió, tragandose el orgullo.
—Está bien… pero suéltela para que podamos empacar.
Hugo sonrió con crueldad.
—De acuerdo. Pero no lo olviden: las estaré vigilando. Dense prisa.
Mar y Kayla empacaron lo más necesario bajo la mirada del hombre que sostenía el arma. Ella tomó a su hijo en brazos, lo envolvió en una manta y salió al frío inclemente de la noche, con el corazón roto.
Un taxi se detuvo. Subieron apresuradas. Desde la ventanilla, Mar alcanzó a ver a Antonio y Hugo riendo como hienas, celebrando su triunfo.
—La vida es un boomerang, ¿oyo? —exclamó Kayla, con rabia—. Esta injusticia que ha cometido, la pagará con creces.
Antonio solo rió, con una carcajada desquiciada.
El taxi las llevó a un modesto hotel. La habitación era pequeña, apenas un refugio, pero suficiente para escapar de aquella pesadilla.
Mar recostó a su hijo en la cama, acariciando su cabello. Kayla la miraba desde la otra cama, con ojos llenos de preocupación.
—¿Qué vamos a hacer, Mar? —preguntó en un susurro.
Mar se encogió de hombros, sintiendo cómo la impotencia se mezclaba con la rabia.
—No lo sé. Pero de algo estoy segura: no me doblegaré ante Efraín Russell. Esto no me va a destruir. Él me ha hecho esto, y lo hare pagar. Esta habitación es temporal… lo prometo.
Kayla asintió, con una débil sonrisa.
—Estoy contigo, Mar. Saldremos de esta… ya lo verás...
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Comments
Carolina Veronica
mmmm una pregunta, jhohanna Pérez es posible que está historia la tuvieses en otra plataforma paga? por qué no se la estoy leyendo y como que recuerdo averla leído en fin es mi duda, aunque eso no significa que dejaré de leerla
2025-10-14
1
Ana Elena Jiménez
uuiiiisss que rabia , Russell ya me imaginé amarrando una piedra a tu cuello y lanzándote en medio del océano
2025-09-27
6
Elena Maza
hay que desgraciados son los hombres como le harán esto a Mar ojalá llegue alguien a protegerla y no caiga en manos de ese ser desgraciado
2025-09-27
3