Esa pregunta ronda en mi cabeza sin cesar. Tanto, que con el tiempo, decidí presentar mis matrículas administrativas, solo para cambiar de sector y compartir lo menos posible con él.
Kylian me preguntó por qué había tomado aquella decisión, pues implicaba menos horas juntos. Inventé una excusa: el incremento salarial, la menor carga horaria. Él sonrió, satisfecho, creyendo que así podría pasar más tiempo con Jack. En realidad, podíamos vivir bien de cualquiera de las dos maneras. Eric, por su parte, se mostró “triste por abandonarlo”. Yo, en cambio, necesitaba huir de esa situación, aunque fuese una ilusión.
El trabajo me daba esa distancia, pero en casa no corría con la misma suerte. Él estaba allí, en cada rincón, a todas horas. Se refugiaba en nuestra casa porque no soportaba la soledad de su departamento. Si no era en las cenas, eran los fines de semana. Si no, en los días festivos. Incluso llegamos a pasar juntos los tres el Día de San Valentín. “También es el día de la amistad”, dijo Kylian, después de que su novia lo dejara.
Y yo, prisionera de mi propio silencio, no podía evitarlo. Lo miraba con otros ojos. Aunque lo intentara, siempre acababa fantaseando. ¿Cómo sería besarlo? ¿Cómo sería tocarlo con deseo, verlo perder el control, encontrar esa mirada de lujuria solo para mí? Luego, como quien apaga un fuego antes de que consuma todo, me obligaba a recordarme lo que tenía: el amor de Kylian.
Aun así, descargaba mi frustración en él. Cuando Eric llegaba a mi casa con una nueva conquista, presumiéndola, llevándola de la mano, yo mordía mi rabia y giraba la cabeza. Y cuando la noche llegaba, besaba a Kylian con la intensidad de lo que deseaba darle a otro. Era mi forma de engañarme.
Funcionó… durante mucho tiempo. Fingía que no me importaba, hacía preguntas medidas, y cuando no obtenía respuestas, inventaba mis propios modos de saber más. Trataba de esquivarlo, de repetirme que pronto pasaría.
Pero no pasó.
Aquí estoy otra vez, caminando hacia nuestro primer encuentro diario: la empresa.
Nos bajamos del auto. Kylian, impecable en su traje azul y sus lentes oscuros, carga con nuestros maletines mientras yo lucho con carpetas y bolso. Me rodea con su brazo por la cintura, firme, protector. Y yo pienso, con una punzada de culpa: soy afortunada de tener a un hombre así.
En la entrada, Eric nos espera. Mi corazón golpea el pecho. Intento huir hacia mi puesto a toda velocidad, pero Kylian sujeta mi brazo con ternura mientras conversa con su amigo.
—¿Te acompaño a tu piso?
—¡NO! —la palabra se me escapa como un grito. Necesito estar sola, respirar, calmarme. —Puedo ir sola, cariño. Sigue en lo tuyo.
Arrebato mi maletín y corro hasta el ascensor. La puerta se cierra y repito en silencio, como un rezo desesperado: tiene novia, tiene novia, tiene novia.
Al llegar a mi oficina, saludo a Carolina en recepción y me encierro en mi refugio. Me sumerjo en números, contratos y presupuestos, pero su nombre vuelve a aparecer: Eric, otra vez, el vendedor del mes. Muchos dicen que Kylian lo favorece, pero quienes lo conocemos sabemos que su éxito es otra cosa: persuasión, encanto… manipulación.
A la hora del almuerzo, recojo mi bolso. En el lobby espero a Carolina, pero un bullicio me hace girar. La escena me atraviesa como un cuchillo: Eric llega de la mano de su nueva pareja. Kylian camina junto a ellos.
—Almorzamos, preciosa —me dice, dándome un beso rápido en los labios.
La mujer sonríe. —Así que tú eres Penélope, la novia de Kylian.
—Su mujer —corrijo, con dureza. —Tenemos once años juntos, dos hijos. Ya pasamos la etapa de novios. —Sonó descortés, lo sé, pero no me importó. —Perdón, quedé con Carolina. ¿Quieres acompañarnos?
—No, gracias —responde él, con falsa dulzura.
—Tampoco quería que vinieras —salta Carolina por detrás.
—Qué suerte que le pregunté a mi mujer —retruca Kylian, tirando de mi mano para arrastrarme casi trotando hasta el auto.
No me da oportunidad de preguntarle qué iba a almorzar. Manejamos en silencio hasta Joe’s, nuestra cafetería preferida. Yo miro por la ventana, luchando contra las imágenes que no quiero ver.
—Es muy linda, ¿no crees? —Carolina rompe el silencio, observándome con ojos que todo lo sospechan.
—¿Quién? —me hago la tonta, aunque mi voz suena hueca.
—Ya sabes quién. No te hagas.
La miro, y mi silencio me delata. Una lágrima se me escapa, luego otra. En ese instante, decido dejar de cargar sola con este secreto. Necesito contarle a alguien, aunque sea a ella. Necesito alivianar el peso de este amor prohibido que se clava como un cuchillo en mi pecho.
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