Capitulo 2.

Un tiempo atrás…

El frío era un enemigo invisible que se colaba por cada rendija de mi abrigo. Mis dedos, entumecidos, apenas podían sujetar los volantes que repartía en pleno microcentro. La ciudad, a esa hora, era un mar de abrigos oscuros, pasos apresurados y rostros indiferentes. Yo extendía el papel y forzaba una sonrisa, pero nadie se detenía a mirarme.

Caminaba de un lado a otro, moviéndome para entrar en calor, pero la fatiga me pesaba como si llevara piedras atadas a los tobillos. El señor Choo no me pagaría hasta terminar, y eso me obligaba a insistir, aunque cada rechazo fuera una aguja clavándose en mi orgullo.

Al final, me rendí. Me apoyé contra la pared húmeda de un edificio y me deslicé hacia el suelo. El asfalto helado me recibió sin piedad. Un par de lágrimas se escaparon, tibias en contraste con el viento gélido.

Mi cabeza era un torbellino: la renta vencida, mi padre exigiendo dinero como si aún tuviera derecho a hacerlo, las pertenencias de mi madre malvendidas para sostener sus vicios. A duras penas había terminado la carrera administrativa, pero la presión constante me cerraba todas las puertas. ¿Qué sentido tenía seguir así? ¿Qué gracia tenía vivir si todo era miseria?

Y entonces, lo vi.

Un par de zapatos relucientes se detuvo frente a mí. Al alzar la vista, me encontré con unos ojos brillantes, una sonrisa cálida, un traje oscuro que parecía ajeno a la crudeza de la calle. Me puse de pie de golpe, como si la dignidad me empujara a no dejarme ver derrotada.

—Hola. ¿Estás bien? —me dijo con voz firme, pero amable.

Me quedé paralizada unos segundos.

—S-sí… estoy bien —mentí, trabándome como nunca.

Él ladeó la cabeza, incrédulo.

—No lo pareces.

—Solo un poco cansada —respondí, encogiéndome de hombros.

—No quiero incomodarte, pero llevo un rato observándote. Tu nariz y tus mejillas están tan rojas que temo que acabes en el hospital por hipotermia.

Sentí la vergüenza calentarme un poco la piel. Era verdad. Me estaba congelando.

—Soy Kylian Hunt. Trabajo a unas calles de aquí —dijo mientras extendía una tarjeta—. Me gustaría invitarte a un café.

Lo miré, dudando.

—Me encantaría, pero no puedo. Estoy trabajando y el señor Choo…

—El señor Choo puede venir a repartir sus propios volantes. Ven conmigo.

Quizá debí decir que no. Quizá la prudencia debería haberme frenado. Pero cuando su mano rozó la mía, un escalofrío me recorrió la espalda y, por primera vez en mucho tiempo, sentí calma. Su sonrisa parecía un refugio.

Lo seguí.

Cruzamos unas calles hasta el restaurante del señor Choo. Kylian entregó los volantes con firmeza y, sin rodeos, anunció que ya no trabajaría más para él. Después me guió hacia un Starbucks. El calor del lugar me abrazó de inmediato. Pidió cappuccino y cookies, y yo apenas podía creerlo: alguien estaba cuidando de mí.

El aroma del café recién hecho me devolvió fuerzas. Cuando la taza tocó mis labios, sentí que el alma regresaba a mi cuerpo. Permanecimos en silencio unos minutos, pero no era incómodo; al contrario, me descubría observando su sonrisa, que siempre estaba ahí, como si nada en el mundo pudiera oscurecerla.

—Hace días que te observo —confesó al fin—. No es solo tu esfuerzo lo que me llamó la atención, sino tu empeño. No te rindes fácilmente.

—¿A qué se refiere? —pregunté, sin entender.

—Todavía no sé tu nombre.

¡Qué vergüenza! Estaba compartiendo una mesa con un extraño, y ni siquiera me había presentado.

—Penélope. Penélope DeLuca.

Él tomó mi mano con naturalidad.

—Un gusto, Penélope. Como sabes, soy Kylian Hunt. Dirijo un equipo de asesores comerciales y quiero que formes parte de él.

—¿Yo? Pero no tengo experiencia.

—Eso no importa. Lo que tienes no se enseña: hambre de triunfo, capacidad de insistir. Eso es lo que busco.

Lo miré incrédula. Todo sonaba demasiado bueno para ser verdad.

—No tienes que decidir ahora —dijo, dejando la tarjeta sobre la mesa—. Ahí están mis números, y la dirección de la oficina. Piénsalo.

Se levantó, besó el dorso de mi mano con un gesto caballeroso y se marchó.

Me quedé allí, con el corazón latiendo como nunca antes. Era imposible que un desconocido hubiera visto algo en mí, y sin embargo… lo había hecho.

Acepté, eventualmente.

Los primeros meses en la constructora fueron un aprendizaje constante. Entre nervios y dudas, me sorprendí descubriendo un Kylian distinto: no solo un jefe, sino un mentor. Responsable, respetuoso, atento.

Me ayudó en momentos en los que la vida me empujó al borde. Cuando me desalojaron y descubrí que mi padre había vendido lo poco que me quedaba, fue Kylian quien me abrió las puertas de su casa. Allí encontré un refugio. No me pidió nada a cambio, solo que me sintiera segura.

Yo, en agradecimiento, me ocupaba de los detalles: la limpieza, el orden, las comidas. Al principio me sentía una extraña invadiendo su espacio, pero poco a poco fui dejando mis huellas: una taza preferida en la alacena, una bufanda olvidada en el perchero, mi risa llenando de calor las habitaciones.

Con el tiempo, la rutina se volvió tan natural que parecía un matrimonio sin papeles. Desayunábamos juntos, corríamos al trabajo compartiendo el auto, discutíamos sobre series por las noches. A veces, mientras él leía en el sillón con las gafas a medio caer, yo lo observaba en silencio y me sorprendía sonriendo.

El cariño creció sin pedir permiso. Cada gesto suyo —servirme café antes de que lo pidiera, cubrirme con una manta cuando me quedaba dormida, escucharme sin juzgar— me hundía más en un sentimiento que ya no podía ocultar.

Me había enamorado perdidamente de Kylian Hunt.

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