El escándalo del matrimonio se apoderó de la ciudad en cuestión de horas. A la mañana siguiente, los periódicos exhibían titulares estridentes: “La hija de los Valente enloquece y se casa con un hombre en coma”, “Ceremonia macabra impacta a la sociedad” y “Herencia en riesgo: la jugada de la novia desesperada”. Las fotos capturadas a la puerta del hospital mostraban a Serena Valente de vestido blanco, seria y elegante, tomando la mano de un hombre inmóvil. Algunos periódicos exageraban el drama, llamando aquello “el enlace más triste del siglo”. Otros usaban el sarcasmo, burlándose de su cordura.
En la mansión de los Valente, el teléfono no paraba de sonar. Socios, amigos y hasta conocidos distantes querían confirmar el rumor. Su madre evitaba contestar, intentando preservar a la hija de las maldades, pero Serena, ya firme en su decisión, no se escondía. Atendió algunas llamadas, escuchando las críticas de voces que antes elogiaban su encanto y su posición. Cada palabra venenosa solo reforzaba su certeza: estaba en el camino correcto.
Al atardecer de aquel mismo día, una comitiva de parientes del marido en coma llegó a la mansión. Eran los mismos rostros hipócritas que ella recordaba de la vida pasada: primos, tíos, hasta una tía lejana que nunca aparecía, pero que ahora se hacía presente para defender “los intereses de la familia”. Entraron con arrogancia, trayendo consigo abogados y papeles para impugnar el matrimonio.
—Esto es una farsa —dijo el primo mayor, golpeando la mesa de la sala de reuniones—. Un acto ilegal, un golpe descarado.
Serena mantuvo la calma, sentada a la cabecera, como si ya fuera la dueña de la casa. Sus ojos fríos recorrieron los rostros de cada uno de ellos, deteniéndose en sus miradas codiciosas.
—El matrimonio fue registrado ante la ley —respondió, con firmeza—. No hay nada ilegal. Yo soy su esposa.
El abogado de ellos replicó, ajustándose las gafas. —La cuestión, señorita, es que su marido no tenía conciencia para consentir. Eso puede ser fácilmente impugnado en los tribunales.
Serena sonrió levemente, una sonrisa que no llegó a los ojos. —Y ustedes tienen el coraje de ir a los tribunales y admitir públicamente que un grupo de parientes intentaba apoderarse de la fortuna de un hombre incapaz? Estoy segura de que a la opinión pública le encantaría oír cómo tratan a su propia familia.
Un silencio pesado cayó sobre la sala. La amenaza estaba clara: cualquier acción de ellos podría volverse contra sí mismos.
—Además —continuó, inclinándose hacia adelante—, mi marido no está muerto. Está vivo, y yo cuidaré de él hasta el final. Ninguno de ustedes puede impedírmelo.
Los rostros frente a ella se pusieron lívidos. No esperaban tanta osadía. Acostumbrados a lidiar con la joven ingenua, encontraban ahora a una mujer fría y determinada, capaz de enfrentarlos sin vacilar.
La tía lejana, la misma que siempre se escondía en las sombras, alzó la voz. —No sabes con quién estás tratando.
—Sé exactamente con quién estoy tratando —respondió Serena, seria—. Una manada de buitres que no dudaría en vender hasta su sangre si eso llenara sus bolsillos. Pero déjenme dejar una cosa clara: mientras yo esté a su lado, ninguno de ustedes tocará su fortuna.
La tensión casi se transformó en confrontación física, pero, percibiendo que no conseguirían vencerla tan fácilmente, los parientes se retiraron, prometiendo volver con abogados más fuertes y estrategias más sucias. Serena sabía que no desistirían. En realidad, aquel había sido solo el primer embate de una guerra que se prolongaría.
Aquella noche, al volver al hospital, encontró el cuarto del marido más silencioso que nunca. Se sentó a su lado, tomó su mano y se desahogó en voz baja.
—Vinieron como chacales. Intentaron anular lo que hice, se burlaron de mí, intentaron intimidarme. Pero no lo consiguieron. Puedes estar durmiendo ahora, pero sé que, en algún lugar dentro de ti, escuchas mis palabras. Y quiero que sepas que no voy a ceder. Si es preciso ser odiada, lo seré. Si es preciso ser llamada loca, lo seré. Pero no dejaré que te quiten lo que es tuyo.
Sintió una calma inesperada al hablar. Como si el silencio alrededor fuera una respuesta muda. Tal vez fuera solo su imaginación, pero creía que, de algún modo, él comprendía.
Los días siguientes fueron de lucha incesante. Mientras los parientes intentaban por todos los medios intervenir, Serena comenzaba a frecuentar la empresa de él. No era recibida con respeto al inicio. Directores antiguos la miraban con desdén, algunos hasta reían a escondidas, llamándola “la novia loca”. Pero ella no se dejaba abatir. Se sentaba en las reuniones, estudiaba documentos, analizaba contratos. Usaba su memoria del futuro para identificar cuáles socios se revelarían traidores y, discretamente, ya iniciaba maniobras para alejarlos.
Una tarde, durante una reunión particularmente acalorada, uno de los ejecutivos se levantó, indignado. —Con todo respeto, señora, pero usted no entiende nada de negocios. Es apenas una niña mimada que se casó con un inválido para jugar a ser empresaria.
El silencio cayó sobre la sala. Todos aguardaban su reacción, esperando que ella explotara en rabia. Pero Serena apenas sonrió.
—Tal vez aún no entienda todo de negocios —dijo, calma—. Pero sé muy bien cómo reconocer a un traidor. Y sé que, si continúa en ese tono, será el primero en salir de esta mesa.
El hombre palideció, recordando los rumores sobre el poder de los Valente y la influencia que aún poseían. Nadie más osó cuestionarla aquel día.
Por la noche, exhausta, Serena volvió al hospital. Se sentó a su lado y cerró los ojos por un instante, sintiendo la presencia silenciosa que parecía envolverla siempre que estaba cerca. —No sé si voy a conseguirlo sola —confesó, en un susurro—. Pero voy a intentarlo, por nosotros dos. Porque sé que, cuando despiertes, no querrás encontrar solo ruinas. Querrás encontrar a alguien que luchó hasta el final.
Un viento suave entró por la ventana entreabierta, y por un segundo ella juró ver sus dedos moverse de nuevo, tan levemente que podría ser solo un sueño. Aun así, sonrió.
En el fondo, Serena creía que él estaba allí. Creía que cada palabra, cada gesto, cada batalla librada llegaba hasta él de algún modo. Y eso bastaba para sustentarla.
La guerra estaba apenas comenzando, pero, por primera vez en mucho tiempo, ella no sentía miedo. Era esposa de un hombre en coma, sí. Era blanco de burla y odio, sí. Pero era también una guerrera, una renacida, y nadie la haría retroceder.
En aquel instante, frente al silencio quebrado solo por los latidos acompasados del monitor cardíaco, Serena hizo un juramento silencioso: protegería al hombre que siempre la había protegido, incluso cuando ella ya no estaba más allí. Y, costase lo que costase, haría justicia a sí misma, a su familia y al destino que le había sido robado.
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