Esa mañana, Arim fue dado de alta y regresó a su mansión en Tahití.
—Que bueno que se encuentra mejor—le dice su chófer Logan Hyun al abrirle la puerta.
—¿Y mis padres están en casa?
—Uno en el aeropuerto y otro en el puerto.
—Vamos a casa primero. Necesito un buen baño y cambiarme de ropa. Además quiero ver a mi hija. De seguro no pudo dormir.
—Ella se acostó temprano, se comió toda la cena y cuando salí aún dormía.
—¿En serio?
—Si. Parece que está arrepentida. Se ha portado muy bien. No ha hecho el primer berrinche. Aunque sigue sin querer hablar mucho con su niñera.
—Esa niña me está volviendo loco. Aunque eso es nuevo. No pasaba una hora sin un berrinche.
—Le juro que parece otra. Como si hubiera madurado.
En menos de media hora llegan a la mansión.
—Bienvenido— lo saluda Charina la maestra privada de la niña que llega casi al mismo tiempo.
—Buenos días Charina.
—Buenos días señor. Se ve pálido ¿le ocurre algo?
—Un contratiempo. Amanecí en el hospital. Pero ya estoy bien.
—Me alegra que esté bien.
—Le diré a mi hija que baje, debe estar dormida aún.
—Gracias. Iré preparando la clase de hoy. La espero en la biblioteca.
Aún débil, sube hasta la habitación de su hija ignorando al personal de la mansión, no quiere estar respondiendo preguntas.
La niña lo esperaba despierta con el ceño triste y un nudo en la garganta. El toca antes de entrar.
—Hola princesa ya estoy en casa. ¿aún en la cama?
—Appa, que bueno que llegas. Te extrañé.
—Papá, ya está aquí. Tu maestra ya llegó, vamos a alistarte.
Él le pidió perdón por no haber salido su domingo como habían planeado el día anterior, no dejó pasar la ocasión para volver a regañarla, y ella, entre lágrimas, se disculpó también.
Todo porque ella recordó lo que dijo Dixon.
La niña estaba herida por algo más profundo: sentía que su padre no le creía cuando dijo haber visto a su madre. Arim trató de explicarse, asegurándole que no dudaba de ella, pero que a veces parecía manipularlo con sus seis años para lograr lo que quería.
Ella lo niega con firmeza. Entonces, con esa inocencia que desarma, le pregunta cuándo irían a Bora Bora.
Él, intrigado, quiso saber por qué. La pequeña reveló que ahí vivía Dixon. El nombre cayó como un golpe en el pecho de Arim: aquel hombre que los había salvado, que se había presentado con nombre y apellido frente a sus propios padres y estos lo esperaron con la punta del pie.
—¿Cómo sabes tú que él vive allí? —pregunta Arim, desconcertado mientras la ayudaba a levantarse.
La niña contesta con naturalidad:
—Dixon se hospeda en una casa de huéspedes en Bora Bora llamada Olas H2O, donde enseñaba buceo, natación y surf.
Arim guarda silencio. Bora Bora no quedaba lejos, y aunque su cuerpo aún estaba débil, sabía que ese encuentro no era simple, debía disculparse correctamente. Además ya que se arruinó su día en el acuario, un día o unas mini vacaciones en Bora Bora no estaría mal.
Finalmente, le dice a su hija que si se portaba bien, podría considerarlo. Alista a su hija y luego de dejarla con la maestra, se extraña no ver a la niñera en la casa. Se pregunta si estaría libre.
Entra a su habitación toma una ducha y se acuesta a dormir. Se despierta para la hora de la comida. Y en la tarde se fue a una de sus empresas.
El aire en el puerto siempre olia a sal marina o salitre. A Arim le gustaba ir allí en las tardes, aunque no siempre lo admitía en voz alta. Decía que era para supervisar los barcos, para asegurarse de que todo estuviera en orden, pero en el fondo lo que buscaba era respirar. Después del accidente, cada inhalación sabía diferente.
Se detuvo frente al mar, mirando cómo las olas golpeaban suavemente contra los muelles. El recuerdo vino a él de golpe, como si el agua todavía lo tuviera atrapado: el frío del estanque quemándole los pulmones, el peso que lo hundía, la desesperación de no poder respirar. Se pasó una mano por el cabello, cerró los ojos y suspiró.
Pero esa agonía se desvanece cuando piensa en otra cosa, o mejor dicho, en alguien: Dixon. Recordó vagamente sus labios, la sensación cálida de la respiración de aquel hombre mientras trataba de devolverle la vida. Y sobre todo, la mirada preocupada que llevaba grabada en los ojos. Esa mezcla de angustia y determinación había quedado tatuada en su memoria.
“Ni todo el oro del mundo alcanzaría para pagar lo que hizo por mí… y por mi hija”— murmura en voz baja.
Lo pensó y lo sintió de verdad. Podía perder barcos, aviones, cuentas enteras, pero jamás olvidaría que un desconocido, hermoso, humilde, educado, hábil bajo el agua, más pequeño y delgado, había salvado lo más importante que tenía: su hija y su propia vida.
Se sienta en su sillón de cuero y echa la cabeza hacia atrás
Mientras estaba absorto, escucha pasos detrás de él. No necesitó girarse en su silla para saber de quién se trataba.
—Arim… —la voz de Seo Jin siempre sonaba igual, firme, controlada, como alguien que está acostumbrado a hablar en salas de juntas y también en fiestas privadas.
Arim se gira y lo ve acercarse con ese andar relajado, casi arrogante. Vestido de negro. Seo Jin era de esos tipos que parecían tener siempre todo bajo control, con una sonrisa que no sabías si era sincera o un arma.
—Me enteré del accidente —dijo directo, sin rodeos—. Tu hermana menor, Chaney, me llamó preocupada.
Arim frunció el ceño, bajando un poco la mirada.
—Perdona, Jin… No quería preocupar a Chaney. Ya sabes cómo es, se alarma por todo. De casualidad no fue a verme con un ramos de flores lila porque no está en la isla.
Seo Jin alza una ceja, con esa expresión entre divertida y molesta.
—No te preocupes. Ella es así. Además, tú ya sabes… —se detuvo un segundo, como si eligiera sus palabras con cuidado—. Bueno, sabes que ella siente algo por mi desde hace tiempo.
El silencio cayó entre los dos. Arim suspiró. Sí, lo sabía. Y aunque sabe que su amigo apreciaba a Chaney, jamás había querido darle falsas esperanzas.
—Lo siento, de verdad —repite, con un tono casi culpable.
Pero Seo Jin se encoge de hombros como si no le importara.
—No pasa nada, no es algo que me quite el sueño. Respeto a tu hermana.
Arim lo mira fijo, y por dentro pensaba lo que ya había deducido hacía tiempo: Seo Jin no estaba interesado en mujeres. Podía fingir, podía dejar que su hermana soñara, pero la realidad era otra. Y Arim lo sabía. Sabía que Jin era gay, aunque jamás lo hubieran hablado en voz alta. Era ese secreto tácito que no hacía falta nombrar.
Seo Jin se apoyó contra una de las barandas de metal del balcón, mirando también hacia el mar.
—Oye, ¿qué planes tienes este fin de semana?
—Ninguno —responde Arim distraído, pensando en todo y en nada al mismo tiempo..
—Perfecto, porque quiero invitarte a una fiesta. Te va a encantar.
—¿Fiesta? —Arim arquea una ceja, incrédulo—. No, gracias. No estoy de humor para esas cosas.
—Es de disfraces y es de adultos—añade Seo Jin con una sonrisa que pretendía ser ligera—es para una buena causa.
Arim soltó una pequeña risa sin ganas.
—Menos aún. No me veo poniéndome un traje y fingiendo ser alguien más.
—Vas a venir, Arim. Puedes ponerte solo una máscara o antifaz—insiste Seo Jin, mirándolo fijo—. Te va a hacer bien distraerte, reírte un poco. Has pasado por mucho.
Arim negó con la cabeza.
—Te agradezco, pero no.
Seo Jin chasqueó la lengua, como si ya supiera que esa iba a ser la respuesta. Pero en sus ojos habia determinación, tiempo y energía para convencerlo . No era solo que quisiera verlo divertirse. Había un interés más profundo, uno que Arim nunca había querido ver con claridad. Quería conquistarlo esa noche y hablarle de sus sentimientos.
Porque sí, Seo Jin estaba enamorado de él. Eso era evidente para cualquiera que lo observara de cerca. La forma en que lo miraba, en que buscaba excusas para estar cerca, en que lo defendía en reuniones. Pero había algo más detrás de ese “amor”. Seo Jin era ambicioso, y lo que realmente deseaba no era solo a Arim, sino también lo que él representaba: su imperio.
Arim poseía el 40% de las acciones de la empresa de barcos y aviones. Su difunta esposa tenía otro 40%, que ahora legalmente pertenecía a su hija Sakura. Sin embargo, como la niña aún era menor de edad, no podía tomar decisiones ni dirigir nada. Eso dejaba a Arim al mando de todo el imperio. Seo Jin solo tenía un 20%. Solo un socio, sí, importante, pero no decisivo.
Y lo sabía.
Lo peor era que Seo Jin había sido amigo cercano de la esposa de Arim. Había estado allí en los buenos tiempos, en las reuniones familiares, en las fiestas donde ella aún reía. Y ahora, con ella muerta, seguía cerca… demasiado cerca.
—Vamos, piénsalo —dijo Jin con voz más suave, casi seductora—. Te vendría bien. Casi mueres. Es una señal para que te diviertas. Te olvides de los problemas y las cosas tristes por un dia. ¿Quién quita que te la pases a toda madre? Tu hija merece ver en ti otra cara.
Arim lo mira un momento, sin responder. No estaba de humor para fiestas, y mucho menos para meterse en juegos de disfraces. Pero conocía a Jin lo suficiente como para saber que no iba a dejar de insistir hasta que aceptara.
Se volvió hacia el mar, tratando de dejar el tema en el aire, pero por dentro algo lo inquietaba. Jin siempre había tenido esa mezcla peligrosa de encanto y ambición. Lo hacía sentir observado, analizado, como si cada movimiento suyo estuviera siendo calculado.
Y ahora, mientras el viento salado golpeaba su rostro, Arim no pudo evitar pensar que aceptar esa invitación podría meterlo en algo más complicado de lo que imagina.
El puerto seguía con su rutina: las gaviotas, las voces lejanas de los marineros, el crujir de las cuerdas contra los mástiles. Pero dentro de Arim, lo único que resonaba era la contradicción y el recuerdo de aquel chico que lo salvó de ahogarse.
Había sobrevivido a la muerte, había visto cómo un joven desconocido salvó a su hija y a él mismo. Y ahora, tenía que seguir enfrentando no solo los recuerdos del agua tragándole los pulmones, sino también a los vivos: a sus socios, a las ambiciones ocultas, y a la posibilidad de que el mundo que había construido no fuera tan sólido como pensaba.
Arim suspira una vez más, profundo, mientras el sol comienza a caer y pintar el horizonte de naranja.
Sabe que esa no será la última vez que Jin le insistiría con la fiesta. Y lo peor es que, en el fondo, no imagina que algo grande va a suceder allí.
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