Capitulo 5

La gran casa de los cipreses se alzaba en la parte más alta del Vado Gris, coronando la ciudad con su elegancia discreta. Los árboles oscuros la rodeaban como centinelas inmóviles, y desde la ventana del estudio de Eldran podía verse toda la ciudad iluminada por lámparas de gas. El murmullo constante de las fábricas llegaba apenas como un susurro lejano.

Kaela estaba sentada en una de las butacas frente a la chimenea. La sala olía a cuero envejecido, madera de ciprés y tabaco apagado. Eldran caminaba despacio, las manos cruzadas detrás de la espalda.

—No esperaba encontrarte así —dijo Kaela finalmente, rompiendo el silencio—. Vivo. Rico. Respetado. Como si nada hubiera pasado.

Eldran se detuvo de espaldas a ella. Su silueta era imponente, incluso con los años encima.

—Tú esperabas encontrar un fantasma —respondió con voz baja—. No un hombre con deberes.

—Esperaba encontrar a mi abuelo —dijo Kaela, con dureza.

Eldran se giró y la miró. Había en sus ojos una mezcla de cansancio y algo más frío, como un juicio silencioso.

—Y lo hiciste. Aunque no a tiempo para evitar todo lo que sufriste, lo sé.

Kaela se incorporó ligeramente.

—Entonces dime, ¿por qué? ¿Por qué nunca volviste? ¿Por qué dejaste que mi madre muriera sola? ¿Por qué nadie vino por mí?

El rostro de Eldran se endureció. No respondió de inmediato. Caminó hacia la chimenea y se apoyó en la repisa.

—Porque lo intenté. Una vez. Y alguien me mostró lo que ocurriría si insistía —dijo, sin mirarla—. Tu madre sabía que no podíamos volver a vivir como antes. Todo lo que sabíamos, todo lo que éramos… nos convirtió en blanco. Si yo volvía, firmaba su sentencia de muerte.

Kaela lo observaba en silencio. No lloraba. Ya no.

—Así que elegiste desaparecer.

—Elegí reconstruir lo poco que quedaba. Si no podía salvarlas, al menos podía salvar a otros. Mira esta ciudad, Kaela. Muchos aquí comieron por primera vez en años porque un Norwyn invirtió en tela, no en espadas.

Ella asintió lentamente, sin suavizar su voz.

—Y todo eso está muy bien. Pero no fuiste tú quien enterró a mi madre. Fui yo. A los trece.

Eldran apretó la mandíbula. Su mirada bajó al suelo por un instante.

—Lo sé —murmuró—. Y nada de lo que diga lo borrará. No busco tu perdón. Solo que comprendas por qué decidí quedarme aquí, en vez de volver por ti.

Un silencio largo se extendió entre ambos.

Luego, Kaela habló de nuevo, con un tono distinto.

—Lioran me protegió durante todo el viaje. Desde que salimos del bosque. Nunca me falló. Ni una sola vez.

Eldran alzó una ceja. Su tono cambió.

—Sí. Lo he notado.

—¿Qué has notado?

—La forma en que te mira —dijo con frialdad—. No es la mirada de un escolta. Ni de un amigo. Es algo más. Y no me gusta.

Kaela se tensó.

—¿Qué problema hay con eso?

—Tú eres Norwyn. La última. Lo que representas es más grande que el corazón de un joven con las ideas revueltas —respondió Eldran, dándose vuelta del todo hacia ella—. Él es... ¿cuántos años mayor que tú?

—¿Importa eso?

—Importa cuando lo que él ve en ti nubla lo que tú podrías llegar a ser.

Kaela se levantó, indignada.

—No necesito que me digas a quién debo permitir que me mire, abuelo. Lioran no ha hecho nada indebido. Nunca me tocó sin permiso. Nunca cruzó una línea.

—Pero la cruzará. Es cuestión de tiempo. Lo vi en sus ojos esta misma tarde, cuando tú cantabas.

Kaela lo miró con los labios apretados.

—Quizá lo viste así porque tú olvidaste lo que es amar.

El golpe fue directo. Eldran parpadeó. No dijo nada por varios segundos.

—Yo amé a tu abuela —dijo finalmente—. Y cuando la perdí, enterré más que un cuerpo. Enterré mi corazón.

—Entonces no le niegues a otros la oportunidad de no quedarse solos.

Eldran suspiró hondo y se volvió hacia la ventana.

—No me opongo a que confíes en él. Pero ten cuidado, Kaela. La línea entre proteger… y poseer, es más delgada de lo que parece. A veces, ni el amor distingue la diferencia.

Ella se quedó inmóvil por un instante. Luego, giró hacia la puerta.

—Gracias por contarme lo que necesitaba saber.

—¿A dónde vas?

—A dormir. Con la tranquilidad de que, al menos, mi madre sí me enseñó a escuchar mi propio juicio… no el de los hombres que creen saber lo que es mejor para mí.

Y sin esperar respuesta, se marchó.

Eldran la vio desaparecer en el pasillo, y aunque no dijo nada… su expresión reflejaba algo más profundo que enojo.

Tal vez miedo.

Porque por primera vez, entendió que no podía controlar lo que su nieta estaba destinada a convertirse.

Ni a quién estaba empezando a amar.

**

El sol apenas comenzaba a filtrar su luz entre los cipreses cuando un sirviente tocó suavemente la puerta del carromato.

—El señor Eldran solicita ver a la señorita Kaela. Es urgente.

Lioran ya estaba despierto, limpiando su espada. Niebla levantó la cabeza, alerta, como si supiera que aquella mañana no traía paz.

Kaela salió del carromato con el cabello aún húmedo por el rocío y los ojos cansados. Asintió sin decir palabra y caminó en silencio por el sendero de grava, Lioran a su lado y Niebla siguiéndolos con paso firme.

Fueron conducidos a una sala del ala este de la casa, más sobria que el resto. Allí, sobre una gran mesa de nogal, descansaban varios objetos cubiertos por una tela de lino. Eldran estaba de pie junto a la ventana, con las manos cruzadas en la espalda.

—Gracias por venir, Kaela —dijo sin volverse.

Ella se mantuvo firme en la entrada.

—¿Qué quieres mostrarme?

Eldran finalmente se giró. Sus ojos estaban más apagados que de costumbre.

—Algo que debí enseñarte antes. Pero que no estaba seguro de si podrías… o querrías… ver.

Se acercó a la mesa y retiró la tela. Bajo ella había una caja de madera de cedro, marcada con el símbolo de la casa Norwyn. El broche de cierre tenía una pequeña piedra azul incrustada: la piedra de nacimiento de Aelira, la madre de Kaela.

Eldran la abrió con cuidado. Dentro había una carta amarillenta, doblada varias veces. Sus bordes estaban desgastados y el sello roto.

—Tu madre me la dejó antes de desaparecer —dijo—. Me pidió que no te la mostrara hasta que fueras capaz de enfrentar la verdad.

Kaela extendió una mano temblorosa y tomó la carta. Lioran no se movió. Estaba a su lado, como siempre.

La joven comenzó a leer en voz baja.

Padre, si lees esto, es porque ya no estoy.

No llores por mí. He elegido este camino porque sabía que buscarme traería más peligro que consuelo. Pero si Kaela sobrevive… y algún día llega hasta ti… prométeme que le contarás la verdad.

No le ocultes lo que hicimos. No le ocultes lo que sabíamos. Enséñale a elegir su propio destino, no el que otros quieran imponerle.

Y sobre todo… protégela. Aunque tengas que hacerlo desde la sombra.

Las palabras se desdibujaban entre las lágrimas. Kaela intentó continuar, pero la voz se le quebró.

—Ella… sabía que iba a morir… y no me lo dijo —susurró—. Me dejó sola… con esas palabras… con esa decisión.

Las lágrimas comenzaron a caer en silencio, primero contadas, luego imparables. Niebla se incorporó y se colocó detrás de ella, la cabeza alzada, inquieto.

Lioran, sin pensarlo, la atrajo hacia él.

Kaela se dejó abrazar.

Apoyó la frente en su pecho y lloró. Con rabia. Con pena. Con ese llanto que no pide permiso ni consuelo, pero que encuentra alivio en los brazos de quien no necesita explicar nada.

Lioran no dijo palabra. Solo la sostuvo. Firme. Presente.

Eldran dio un paso, como queriendo acercarse… pero en cuanto lo hizo, Niebla se interpuso con un gruñido profundo y claro. El gran San Bernardo se colocó entre su ama y el abuelo, los ojos fijos en el hombre como si viera una amenaza.

—Tranquilo… —dijo Eldran, suavizando la voz—. Solo quiero…

Niebla no se movió.

Solo gruñó más fuerte.

Como si dijera: ella ya está protegida. No por ti.

Eldran se detuvo.

Sus ojos pasaron de Kaela, refugiada en los brazos de un forastero, a la bestia que no se apartaba ni un centímetro. Por un instante, un destello de celos viejos, disfrazados de orgullo herido, cruzó su mirada.

Porque no era a él a quien Kaela había buscado cuando el dolor la rompió.

Era a él.

A Lioran.

Y al eterno guardián de pelaje oscuro que nunca la había abandonado.

Eldran retrocedió sin decir palabra y salió de la sala con pasos silenciosos.

Minutos después, Kaela se separó lentamente de Lioran, secándose el rostro con la manga.

—Gracias… —murmuró, sin mirarlo.

—No tienes que agradecerme nada —respondió él—. Estoy donde quiero estar.

Ella asintió con los labios apretados, intentando recomponerse.

—Mi madre confió en él. Le dejó todo. Y aun así… no fue suficiente.

—Eso no significa que no te amara —dijo Lioran con suavidad—. Pero a veces… el amor no basta para salvar lo que se rompe.

Kaela lo miró.

Y por primera vez, en medio del dolor, se sintió en paz.

Porque aún había cosas que no entendía. Aún quedaban verdades por descubrir. Pero no estaba sola. No esta vez.

Y eso era más de lo que había tenido en años.

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