Tras varios días de viaje por caminos helados, el carromato cruzó el último desfiladero que los separaba de la ciudad. Niebla alzó la cabeza y soltó un gruñido leve, no de amenaza, sino de advertencia.
Ante ellos se abría un extenso valle entre las montañas nevadas: una ciudad vibrante, viva y brillante, rodeada por el manto gris de las cumbres. El viento gélido bajaba cargado de olores industriales: humo de carbón, lino cocido, algodón tratado.
—¿Este es… el Vado Gris? —murmuró Kaela.
—Sí. —Lioran asintió, sorprendido—. Aunque por el nombre, uno esperaría una aldea perdida, no esto.
Calles amplias, edificios altos con tejados de pizarra, chimeneas que arrojaban vapor blanco al cielo… Era una ciudad próspera, con comercio, trabajo, e incluso arte. Se notaba que alguien la había reconstruido desde las ruinas con una visión clara.
—¿Estás segura de que aquí fue donde tu abuelo dijo que vendría? —preguntó Lioran mientras guiaban el carromato por la entrada empedrada.
—La carta decía: “más allá del Vado Gris, donde los robles se doblan pero no caen”. Es la única pista que tengo.
—Entonces buscaremos… entre quienes no han caído.
Las primeras respuestas no llegaron de forma directa, sino a través de rumores.
Mientras compraban en el mercado —harina, sal seca, carne ahumada— varias personas miraban a Kaela con curiosidad. No por sus ropas o por su porte noble, sino por algo más difuso. Una mezcla de sorpresa… y reconocimiento inconsciente.
—¿Viste esa chica? Tiene los ojos como los de él —susurró una mujer mientras envolvía hilo.
—¿Será pariente? No… es demasiado joven. Pero hay algo…
—¿Crees que la mandó? Él siempre ha sido reservado, pero no deja nada al azar.
Kaela fingía no escuchar, pero se tensó. Lioran, más atento, comenzó a preguntar con cuidado.
—Disculpe —le dijo a un anciano junto al canal—, ¿quién es “él”? Hemos oído ese nombre varias veces hoy.
El anciano lo miró como si acabara de preguntar por el sol.
—¿Quién? ¿Eldran, dices? El patrón. El corazón de esta ciudad. No habría tela ni pan sin ese hombre.
—¿Eldran…? —repitió Kaela con la voz apagada.
—Eldran de Norwyn, sí. El mismo que compró los molinos después de la guerra, que dio trabajo a los viudos, a los lisiados, a los niños sin hogar. Levantó la hilandería más grande del norte y la convirtió en el motor del Vado Gris. ¡Sale en los periódicos cada mes!
Kaela se quedó en silencio. La sangre le zumbaba en los oídos. “Eldran de Norwyn”… ¿podía ser?
Otro vendedor, al escuchar, intervino:
—Dicen que perdió a su familia durante la guerra, pero nunca habló del tema. Vive en la colina este, en la gran casa con los cipreses. Siempre lo rodean escoltas, pero… es buen hombre. No se esconde del pueblo.
Lioran miró a Kaela.
—¿Crees que…?
—No sé —susurró ella—. Pero debemos averiguarlo.
Mientras se adentraban más en la ciudad, las menciones no cesaban.
—El patrón compró las tierras que otros abandonaron —decía una madre joven mientras cosía en un banco—. Y nos dio trabajo a todos. Yo antes no tenía dónde dormir. Ahora tengo pan todos los días.
—Y no solo eso —agregó un zapatero—. Cuando la peste golpeó el año pasado, pagó médicos de su propio bolsillo. ¿Un noble haría eso? No. Pero Eldran sí.
Kaela no podía ignorar lo evidente. Su abuelo, a quien todos creían muerto… había alzado un imperio. No con espadas, sino con telares.
—¿Y cómo podemos verlo? —preguntó Lioran, tras reflexionar.
Un joven repartidor sonrió con respeto.
—Difícil. No recibe a cualquiera. Su casa está custodiada día y noche. Pero a veces… él mismo sale a inspeccionar las fábricas al anochecer. Lo hace sin anunciarlo. Camina entre los trabajadores como si fuera uno más.
—Entonces lo esperaremos —dijo Kaela.
Esa noche, desde una calle discreta frente a las grandes hilanderías Norwyn, Kaela y Lioran observaron cómo los obreros se despedían al final del turno. Niebla se mantenía acostado junto al carromato, atento, olfateando cada sombra.
Y entonces lo vieron.
Un hombre mayor, elegante pero sencillo, con cabello blanco y un bastón labrado. Caminaba despacio, saludando a cada trabajador por su nombre. Le sonreían con respeto, no con miedo.
—Es él —murmuró Kaela.
Y supo, antes de escuchar su voz, antes de ver sus ojos de cerca, antes de acercarse siquiera… supo que ese hombre era su abuelo.
Su sangre.
Su pasado vivo.
Y que, por fin, tras una guerra, una fuga, y un viaje lleno de amenazas, lo había encontrado.
O casi.
Porque aún no sabía si él querría encontrarla a ella.
**
La noche había envuelto el Vado Gris en su manto de plata y humo. Las farolas de gas chispeaban suavemente sobre los adoquines húmedos, mientras los últimos obreros se retiraban de las fábricas con paso cansado. El carromato estaba estacionado junto a un pequeño canal, a unos pasos de la hilandería Norwyn. Niebla dormía alerta junto a la rueda delantera.
Kaela no podía dejar de mirar hacia la gran avenida.
Allí, entre la multitud que comenzaba a dispersarse, caminaba él. El hombre que todos llamaban patrón, fundador, salvador… y que para ella, quizá, era algo mucho más simple y más sagrado: su abuelo.
Eldran de Norwyn.
Y sin embargo, él no la había visto. No la había reconocido. Había pasado frente a ellos sin reparar más de un segundo en su rostro.
Kaela sintió que algo ardía en su pecho: una mezcla de ansiedad, esperanza… y temor.
—¿Y si no me quiere ver? —murmuró, sin mirar a Lioran.
—Entonces no te merece —respondió él suavemente.
Hubo un silencio.
Kaela respiró hondo, cerró los ojos y, sin saber bien por qué, comenzó a cantar.
Era una melodía antigua. Suave. Como tejida de hilos invisibles. Su madre solía cantársela en noches de tormenta, cuando los vientos azotaban las contraventanas y el mundo parecía más oscuro de lo que una niña podía soportar.
La voz de Kaela era dulce, clara y llena de alma. Cada nota parecía acariciar el aire. Era una voz sin artificios, pero cargada de memoria. Lioran, al escucharla, se volvió lentamente hacia ella… y no pudo apartar la mirada.
En sus ojos se encendió una luz distinta.
No de protección.
No de deber.
Sino de amor.
Verdadero. Silencioso. Inconfesado.
La canción flotó por el aire como una plegaria olvidada:
“Donde los robles aún se doblan,
y el río no olvida su voz,
espera el fuego que guarda
la sangre, el nombre y el sol.”
Y más abajo, casi como un susurro:
“Si vuelvo, amada mía,
sigue la estela que el alma trazó…”
Eldran se había detenido en seco.
Giró lentamente, como si algo invisible le hubiera golpeado el pecho.
La melodía seguía, temblorosa pero firme, y sus ojos se llenaron de una emoción que hacía años no permitía escapar.
Cruzó la calle sin mirar a nadie, sin decir una palabra.
Kaela seguía cantando, con los ojos cerrados, ajena a la pequeña multitud que ahora la observaba en silencio. Lioran no dijo nada. Solo se mantuvo a su lado… por si el mundo decidía romperse de nuevo.
Eldran se detuvo frente a ellos. Su voz, al hablar, fue baja, ronca y apenas creíble:
—Esa canción…
Kaela lo miró.
—Mi madre la cantaba —dijo ella—. Y siempre decía que era de mi abuelo. Que la había escrito para su esposa… antes de la guerra.
El rostro de Eldran se quebró como porcelana vieja.
—Yo la escribí —susurró—. Para Aelira. La mujer que fue mi vida… y la madre de tu madre.
Los ojos de Kaela se llenaron de lágrimas. Eldran la observó con asombro, como si los años, las dudas y el pasado se disolvieran en un solo instante.
—Tú eres… Kaela.
Ella asintió.
Él no esperó más. Abrió los brazos, temblando, y ella dio el paso que le faltaba.
Se abrazaron.
Después de tantos inviernos, después de tantas heridas… el legado de los Norwyn volvía a unirse.
No en un castillo.
No en una guerra.
Sino en una canción.
Desde unos pasos atrás, Lioran los observaba en silencio. Y aunque algo en su pecho dolía —como quien cede algo que nunca pidió para sí—, también sonrió.
Porque la vio feliz. Porque la escuchó cantar.
Y porque, sin saberlo, se había enamorado de una muchacha que cantaba como si los dioses la hubieran creado para recordarles que todavía quedaba algo hermoso en este mundo.
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