CAPITULO 4

Camilo se vistió con lo primero que encontró en su pequeña habitación de la pensión, salió como un rey no se iba dejar vencer estaba su orgullo por encima de todo lo que estaba viviendo en esos momentos. Pero su estómago gruñía con desesperación por el hambre que tenía. No era una metáfora, sonaba como una orquesta desafinada en huelga. Cerró la puerta con rabia contenida, los dientes apretados y el corazón bombeando de frustración. Todo el dinero que su abuelo le había dado lo usó para pagar cuatro meses de renta con servicios incluidos y algo de comida. Ya no le quedaba nada, ni un solo peso. Si no conseguía trabajo pronto, moriría de hambre.

Caminó con pasos largos y rápidos hasta el restaurante donde tenía una entrevista como ayudante de cocina. Ni siquiera sabía exactamente qué significaba eso. ¿Tendría que freír cosas? ¿Limpiar? ¿Pelar papas? ¿Acuchillar cebollas? No tenía idea, pero esperaba que al menos no le pidieran hacer una sopa instantánea, porque ni eso le salía bien.

Al llegar al restaurante, una sonrisa encantadora —esa que usaba cuando convencía a inversores en su vida de CEO— salió de sus labios.

—Es aquí. Espero que me den el trabajo, así sea de mesero —murmuró mientras entraba.

Sus pasos eran sigilosos, como si temiera despertar a un dragón dormido. Todo su cuerpo temblaba: de frío, de hambre y de nervios.

—Buenos días, vengo para una entrevista de trabajo —dijo Camilo al encargado del restaurante.

—Buenos días —respondió una señora amable con una sonrisa cálida—. Puede sentarse ahí, ya lo llamarán.

Camilo se sentó en una de las sillas, que crujió como si no le agradara la visita. Esperó y esperó, observando a los meseros correr de un lado a otro como si estuvieran en una competencia de maratón gourmet. Cuando por fin salió una muchacha de la oficina, con una cara tan sonriente que parecía haber desayunado arcoíris, Camilo se puso de pie de inmediato.

—Camilo Restrepo —dijo un señor muy serio, con voz de juez que está a punto de dictar sentencia.

—Soy yo —contestó Camilo, y caminó hasta la oficina.

Se sentó como un rey. No uno de cuento de hadas, más bien uno que ha perdido el trono, pero aún se niega a renunciar a la dignidad que le queda.

—¿Tiene experiencia en cocina? —preguntó el señor, con un esfero en la mano y una hoja que decía "Entrevista a Camilo Restrepo".

—No, señor. Pero aprendo rápido —dijo Camilo, sin perder la calma. Aunque no tuviera un peso en los bolsillos, sabía que no podía darse el lujo de parecer débil. Si él ha sido un excelente CEO, ¿cómo no iba a poder con los oficios de una cocina?

El señor lo miró fijamente.

—Vamos a probarte. Sígueme.

Camilo lo siguió hasta la cocina. El calor lo recibió como una bofetada. El bullicio era infernal, las ollas hirviendo, sartenes crepitando, gritos, órdenes, vapor.

—Pica esas cebollas y tomates —le dijo un cocinero con delantal manchado y una expresión que decía "si te equivocas, te mató".

Camilo cogió el cuchillo como si fuera un bisturí, con más estilo que precisión. La primera cebolla rodó y cayó al piso. La segunda se negó a cortarse y terminó hecha puré. La tercera le hizo llorar como si estuviera viendo el final de una telenovela. Las lágrimas le caían por las mejillas y el cuchillo resbalaba.

—¡No le quites las semillas al tomate con cuchara, animal! —le gritó otro cocinero.

Camilo solo atinó a sonreír mientras le escurría la nariz. La cocina era una guerra y él estaba perdiendo sin siquiera saber quién lo había reclutado.

Después del desastre con las verduras, lo mandaron a lavar platos. Pensó que al menos ahí no podría fallar.

—Sólo son platos —se dijo para si mism.

Pero la torre de platos parecía una trampa mortal. Uno resbaló, luego otro, y luego todos en cadena como dominó.

—¡Nooooo! —gritó un mesero mientras veía caer al suelo lo que parecía ser el juego completo de vajilla de porcelana italiana.

—¡Cuidado con las copas! —gritó otro, justo cuando Camilo se giró y chocó con una bandeja que cayó estrepitosamente.

El dueño apareció como una tormenta. Alto, con bigote espeso y cara de pocos amigos.

—¡Fuera! ¡Largo! ¡Así como entraste, te me vas, y rápido! —le gritó, rojo de la furia.

—Pero... —intentó hablar Camilo, con restos de cebolla en el cabello y olor a salsa de tomate.

—¡Ni un pero! ¡Fuera! ¡No quiero ver ni tu sombra!

Camilo fue empujado como si fuera un ladrón. Salió del restaurante con dignidad, o al menos la poca que le quedaba entre lágrimas de cebolla y su orgullo roto en mil pedazos.

El dueño se quitó el delantal, tomó su celular y marcó.

—Bernardo —dijo—. Tu nieto... no sirve para estos trabajos. Pobre muchacho. Pero veo que sí se ha calmado su arrogancia un poco—agregó soltando una carcajada.

Del otro lado del teléfono, Bernardo también rió.

—Lo sé, amigo. Gracias por tu ayuda.

Y así, mientras Camilo caminaba sin rumbo con la dignidad herida, sin saber que aquella humillante experiencia había sido orquestada por su propio abuelo, el universo ya tramaba el próximo capítulo de su historia , uno donde tendría que decidir si volver a ser el hombre que fue... o encontrar una nueva versión de sí mismo, aunque tuviera que empezar desde cero.

Camilo volvió a la pensión arrastrando los pies, como si supiera que estaba a punto de entrar en la boca del lobo. Solo con ver la puerta de madera astillada y ese letrero torcido que decía “Bienvenidos” ya sentía cómo le subía la presión. Ahí dentro lo esperaba su peor pesadilla ,la abuela Angie.

Entró con sigilo, como un ladrón de películas de bajo presupuesto. Lo primero que vio fue a Angie, sentada en el sofá de terciopelo verde, con una bata floreada, una toalla enrollada en la cabeza y los ojos pegados a la televisión. Lloraba a moco tendido viendo su novela, esa donde todos se enamoran del mismo tipo musculoso que parece no saber qué es una camisa , nada de la vida.

Camilo puso los ojos en blanco, suspiró resignado y trató de caminar con cuidado para pasar directo a la cocina sin ser detectado. Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, el piso chirrió bajo su pie, como si la casa misma lo hubiera traicionado y entregado sin piedad .

—Ya llegó el inútil —exclamó Angie con voz de trueno, sin girarse—. ¿Consiguió trabajo o sigue siendo una decoración viviente?

—No pasé la entrevista, contenta —gruñó Camilo entre dientes, a punto de perder los estribos—. Me dijeron que no estaban buscando empleados con “cara de derrota”.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a tener que vender tu virginidad a una mafiosa para poder comer? —siguió Angie con una carcajada que hizo temblar la lámpara—. Aunque pensándolo bien, ni gratis te la compran por ser inútil.

En la cocina, Lucrecia estaba revolviendo la olla de arroz mientras su hija Lucía picaba cebolla. Al oír la carcajada de la abuela, ambas estallaron en risas contenidas.

—Mamá —dijo Lucía, limpiándose una lágrima de la risa—, la abuela se pasa con el pobre Camilo. Lo trata como si fuera el enemigo número uno de la humanidad y el trapero de la casa.

—Pobre chico… pero tampoco le falta la razón , solo que ha sido de malas para encontrar un trabajo—dijo Lucrecia encogiéndose de hombros—. Tiene veintisiete años y parece que todavía está esperando que la vida le dé instrucciones.

—Pero está lindo… —confesó Lucía con una sonrisa traviesa mientras seguía picando la cebolla—. Lindo sí es, mamá volvió a decirlo . Tiene esa carita de cachorro atropellado que da ganas de adoptarlo.

—¿Lucía, te gusta Camilo? —preguntó Lucrecia alzando una ceja, más interesada que sorprendida.

—Sí, mamá. Me gusta… y mucho. Pero ni se te ocurra decírselo a la abuela, que en menos de un minuto organiza la boda o lo echa de la pensión por "pecador".

Ambas rieron bajito, mientras afuera, en la sala, Camilo se dejaba caer en una silla con la expresión de quien ha sobrevivido a una guerra… verbal.

—¿Qué estás mirando, camaleón sin futuro? —le lanzó Angie, todavía con la novela de fondo—. Ponte a hacer algo útil muchacho. Mira a ese galán de la tele musculoso, millonario y sin una pizca de flojera. No como tú.

—¿Ese? Si hasta yo lloro viendo cómo se sobre actúa —murmuró Camilo, sin valor para levantar la voz—. Seguro le pagan por levantar cejas, no por actuar.

—Y a ti te deberían pagar por respirar sin hacer nada. Eso sí es talento —disparó Angie con una risa ronca—. Anda, ve a lavar los platos, que por lo menos ahí no tienes que pensar.

Mientras Camilo se arrastraba hacia la cocina con cara de funeral, Lucía lo miró de reojo y sonrió. Tal vez, pensó, detrás de ese chico apaleado por la vida y por la abuela, había un corazón que valía la pena conquistar.

Lucrecia la miró de lado y susurró entre risas.

—Si lo vas a enamorar, hazlo rápido, ya que con tu abuela en modo sabueso no le queda mucha vida social.

Lucía rió, mientras Camilo tropezaba con la alfombra y casi besaba el piso.

—¡Y torpe! ¡También salió torpe! —se escuchó desde el fondo la voz implacable de Angie.

Así era la vida en la pensión para Camilo , entre gritos, novelas, cebollas y alguna que otra confesión secreta… y el pobre Camilo, tratando de sobrevivir a la abuela Angie sin perder la poca dignidad que le quedaba...

Continuara...

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Comments

Rosa Pandui

Rosa Pandui

Es una historia excelente y divertida,,,al pobre Camilo nada le sale bien y su abuelo más que nada quiere que aprenda a ser una persona útil que vea que sin dinero hay que aprender a sobrevivir

2025-06-30

2

Elvira Fretes

Elvira Fretes

excelente, bella Mar, no paro de reírme, el abuelo anda detrás de los pasos de su nieto, obvio no lo va a dejar a la deriva de hecho se asegura que al menos lo está intentando, la abu Angie se pasa 😂😂😂

2025-06-20

1

Cinzia Cantú

Cinzia Cantú

Pobre Camilo la abuela se está divirtiendo como loca, ojalá consiga trabajo rápido y les tape la boca a todos. Angie eso lo vas a pagar

2025-07-10

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