Era la una y media de la madrugada cuando Emilia bajó del colectivo, con el corazón latiéndole como un tambor dentro del pecho. El barrio estaba oscuro, silencioso, demasiado callado para su gusto. Sentía que las sombras la miraban, que los árboles susurraban advertencias.
Pero nada importaba.
Tenía que verla.
Tenía que sacar a su hermana de ahí.
El mensaje de Luna había llegado dos días después del llamado de emergencia. Solo una palabra: “Estoy”. Era poco. Pero Emilia sabía leer entre líneas. Sabía que cuando Luna decía "estoy", quería decir "sigo viva". "Aguantá."
"No me olvidés."
Apretó el papel con la dirección que había conseguido hace meses gracias a una vieja conversación de WhatsApp. No se lo había dado nadie. Lo encontró escarbando sola, porque Luna, desde que se fue con Patrick, desapareció del mapa como si nunca hubiera existido.
La casa era pequeña, una planta, paredes grises, rejas altas. Las luces estaban apagadas. Emilia se acercó como un gato, sin hacer ruido, conteniendo el aliento. Golpeó dos veces, suave, en la reja del costado.
Esperó.
Nada.
Volvió a golpear. Esta vez tres veces. El código que usaban de chicas para llamarse sin que sus padres supieran. “Soy yo.”
Entonces escuchó.
Un roce.
Un llanto ahogado.
La reja se abrió apenas. Y la vio.
—Luna… —susurró Emilia, llevándose la mano a la boca.
Su hermana estaba… irreconocible.
Tenía los labios partidos, el pómulo morado, el ojo izquierdo hinchado. Estaba flaca. Flaca como nunca la había visto. La ropa le colgaba del cuerpo como si no fuera suya.
—Shhh —dijo Luna, apenas abriendo la puerta—. Está dormido. No puedo hablar fuerte.
—Ay, hermana… ¿qué te hizo ese hijo de puta? —Emilia la abrazó con fuerza, sintiéndola temblar.
Luna no respondió. Se deshizo del abrazo, temerosa.
—Tengo diez minutos. Después se despierta a buscarme.
—Vamos ya. ¡Te llevo ahora mismo!
—No puedo. Si no estoy cuando él se despierte… va a enloquecer. Y me juró que si me voy… va por ustedes.
Emilia tragó saliva.
—¿Vos confiás en mí?
Luna asintió, con lágrimas.
—Entonces haceme caso. Tenemos que pensar, no actuar con miedo. ¿Podés volver adentro y escribir una lista con lo que necesitás sí o sí para salir?
—Sí… sí. La escondo en el tacho del lavadero. Nadie revisa ahí.
—Perfecto. Yo me quedo cerca. En casa de una amiga. Dame dos días y venís conmigo.
Luna dudó.
—Tengo miedo.
—Y yo tengo miedo de no volverte a ver —le dijo Emilia—. Pero este infierno se termina. ¿Me oís?
Luna la abrazó otra vez. Esta vez, no se soltó tan rápido.
Pasaron dos días. Emilia regresó, esta vez de día, vestida como si fuera una promotora de ventas. Tocó la puerta con una carpeta falsa en la mano. Patrick abrió. Estaba en musculosa, descalzo, con una sonrisa fingida.
—Hola, buenas tardes. Estoy haciendo una encuesta barrial, ¿le puedo tomar un par de datos?
—¿De qué empresa es esto?
—NewLife, programas de salud —improvisó, mostrándole la carpeta vacía.
—No tengo tiempo para estas pavadas —refunfuñó él, cerrando la puerta de golpe.
Pero Emilia ya había visto a Luna, de reojo, pasando por el fondo.
Seguía viva.
Seguía lista.
Esa misma noche, Luna dejó el papel en el tacho. Emilia lo recogió más tarde. Decía:
"Documentos, dos mudas de ropa, medicación, celular viejo, álbum de fotos chico. Salida por el patio trasero. Llave de reja en la maceta con la planta seca. Él duerme con pastillas. 2:30 a 3:00 es seguro."
El plan estaba en marcha.
La noche elegida, Emilia llegó caminando, sin mochila, sin celular encendido. Abrió la reja sin hacer ruido. Esperó junto al fondo.
Luna apareció puntual. Con una bolsa de tela colgando del hombro. Tenía el rostro bañado en lágrimas, pero caminaba firme.
—¿Lista?
—No voy a mirar atrás.
Pero apenas salieron por la esquina, una voz gritó desde la oscuridad.
—¡Luna! ¡Luna, volvé acá!
Patrick.
La siguió.
Corriendo.
Enloquecido.
Pero Emilia tenía el auto esperándolas a media cuadra.
Las dos subieron.
Puerta cerrada.
Arranque.
Frenesí.
Patrick golpeó la ventanilla.
—¡Te voy a encontrar! ¡Vas a ver, puta! ¡Esto no termina!
Luna se tapó los oídos. Emilia aceleró.
No pararon hasta llegar al refugio. Una casita escondida que una amiga le prestó. Allí, por primera vez en meses, Luna durmió… aunque fuera por ratitos. Aunque llorara entre sueños.
Pero estaba a salvo.
Por ahora.
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