Capítulo 2 - Recuerdos con sabor a veneno

Había una época en la que Luna reía con libertad.

Sus carcajadas llenaban la casa de sus padres, una casa modesta pero cálida, donde su madre siempre tenía una canción en los labios y su padre, aunque duro a veces, jamás dejaba de preocuparse por ella.

Era la más chica de 2 hermanas, la mimada, la soñadora, la que creía en las señales del universo y en los amores eternos. Su familia la cuidaba, a veces demasiado. Pero Luna era como el viento: no soportaba estar quieta, tenía mil sueños por delante.

Tenía 22 años cuando conoció a Patrick.

Una noche cualquiera, en una de esas salidas con sus amigas en un barcito del centro. Él estaba con unos compañeros, alto, de sonrisa fácil y mirada encantadora. Tenía esa seguridad envolvente de quien siempre consigue lo que quiere. Y esa noche, la quiso a ella.

—¿Vos sos de acá? —le preguntó, con un acento extranjero que a Luna le sonó exótico.

—Toda la vida —respondió, sonriendo como si supiera que esa conversación iba a cambiarle la vida.

—Entonces tengo suerte de haber venido —le dijo él, y fue suficiente.

La buscó todos los días después. Mensajes, flores, sorpresas. La llamaba "mi reina", "mi sol", "mi futuro". Decía cosas como “Contigo puedo ser mejor” y “Sos todo lo que soñé”. Luna, que siempre había tenido noviecitos tibios, se sintió por primera vez protagonista de su propia historia de amor.

Cuando sus padres empezaron a notar la intensidad con la que Patrick se metía en su vida, intentaron advertirla.

—No te apurés —le decía su madre—. Las cosas verdaderas no tienen apuro.

—Es celoso, Lunita. No es normal que se moleste porque salís con tus amigas —opinó su hermana mayor.

Pero Luna no escuchó. Estaba enamorada. Ciega. Convencida de que nadie entendía lo que ellos compartían.

Se fue a vivir con Patrick seis meses después de conocerlo. Él insistió en que era mejor “comenzar su vida juntos sin interferencias”. Ella, enamorada y testaruda, peleó con todos.

—No necesito su permiso —les gritó a sus padres.

—Es mi vida —les repitió, mientras hacía las valijas con lágrimas en los ojos, pero con el corazón firme.

El casamiento fue rápido, sencillo, casi improvisado. Patrick dijo que no hacía falta gastar en frivolidades.

—Lo importante es que somos uno solo —le susurró al oído cuando firmaron los papeles.

Y ella creyó.

Al principio, todo fue calmo. Extrañaba a su familia, sí, pero él la llenaba de atenciones. Cocinaba, le leía, le hablaba de hijos y viajes, de un futuro brillante. Cuando estaba de buen humor, era el hombre perfecto. Pero bastaba una mínima cosa —una demora, un comentario inocente, una mirada equivocada— para que algo se torciera.

El primer golpe fue una cachetada, seca, en una discusión por una foto vieja en el celular de Luna.

Ella se quedó muda, paralizada. Él se arrodilló a los dos segundos, llorando, rogando perdón.

—Fue el estrés. Es que te amo tanto que me enfermo. No puedo imaginarte con nadie más.

—No va a volver a pasar —le prometió—. Jurado.

Y no volvió a pegarle… durante semanas.

Después vinieron los insultos. Los empujones. Las noches en las que no la dejaba dormir porque quería "hablar". Las mañanas en las que desaparecía con el auto y ella no sabía si volvería con una disculpa o con furia.

Luna pensó en huir muchas veces.

Una vez, incluso, armó una mochila y llegó hasta la terminal. Pero Patrick apareció.

—¿Pensás dejarme? ¿Después de todo lo que hice por vos? —le dijo, llorando, con una herida fingida en la ceja.

—Estaba buscando ayuda. Te amo, Luna. Estoy enfermo, pero puedo cambiar. Vos sos mi medicina.

Y Luna volvió.

Otra vez.

Otra vez, y otra.

Cuando quiso hablar con su madre por teléfono, él lo supo.

—¿Querés volver con ellos? ¿Con los que te dieron la espalda? —le gritó.

Y el celular fue arrojado contra la pared.

La casa se volvió una cápsula de tiempo, donde el reloj sólo se movía cuando él quería.

Ella cocinaba, limpiaba, fingía estar bien para los vecinos, y por dentro… moría de a poco.

Un día, frente al espejo, Luna se dijo algo bajito, como una oración:

—Esta no soy yo. Esta… no es mi vida.

Y ese día, algo empezó a despertar.

No era valor todavía.

Pero era algo.

Algo que no podía apagarse del todo.

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