La noche era tranquila, demasiado tranquila para el corazón inquieto de una niña que no parecía tener solo once años. Arien contemplaba el techo de su habitación con la mirada vacía, con las sábanas cubriéndole hasta el pecho mientras el viento de la noche agitaba con suavidad las cortinas de terciopelo púrpura. La luna derramaba su luz plateada sobre el suelo de mármol.
Habían pasado cuatro años desde que despertó en ese cuerpo infantil, con la conciencia intacta de una adulta que había vivido en otro mundo. En ese entonces, era una joven que había dedicado sus días al trabajo en una oficina gris, con cafés mal hechos y reuniones infinitas. No tenía familia, ni amigos cercanos. Apenas una planta medio muerta en su departamento que siempre olvidaba regar. Su única compañía eran los videojuegos, y entre ellos, el más apasionante: Crimson Hearts, el juego de harem inverso +19 en el que ahora, de alguna manera inexplicable, se encontraba atrapada.
—¿Por qué yo? —susurró con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oír sus pensamientos—. ¿Por qué reencarnar en la villana más odiada de todas?
Arien se incorporó en la cama, dejando que sus pies descalzos tocaran el suelo frío. Caminó hasta el enorme espejo de cuerpo entero, enfrentando su reflejo. Piel blanca como la nieve. Cabello azabache que caía en suaves ondas hasta su cintura. Ojos tan oscuros como el abismo. Se veía como un personaje sacado de un cuento gótico, una muñeca de porcelana a punto de quebrarse. Y aún así, cada vez que se miraba, no podía evitar sentir lo ajeno que le resultaba ese rostro.
Una inquietud extraña le revolvía el estómago, como si el destino estuviera a punto de tocar su puerta. Se alejó del espejo y caminó descalza hasta el balcón de su habitación, empujando suavemente las puertas de cristal. El aire fresco de la noche le acarició el rostro. Inhaló profundamente.
Entonces lo vio.
El vampiro.
Alto, de cabello blanco como la nieve y ojos de un rojo profundo que brillaban incluso en la penumbra. Su expresión era tranquila, casi elegante, pero Arien no se engañaba: esa criatura era peligrosa y poderosa.
—¿Qué haces aquí? —con una mezcla de curiosidad y cautela.
Él dio un paso hacia ella, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Quería verte —dijo con voz baja, como un susurro que acariciaba el oído.
Arien alzó una ceja, sin moverse.
—No sabía que eras tan cursi.
Él soltó una leve risa, elegante y breve.
Ella se quedó en silencio.
—No tienes permitido estar aquí. Si alguien te ve…
—No me verá nadie. No si tú no quieres.
Arien frunció el ceño. Esa respuesta la descolocó.
—¿Qué quieres de mí?
El vampiro no respondió de inmediato. Se acercó hasta quedar frente a ella, lo suficientemente cerca como para que su aliento frío acariciara su rostro.
—Quiero ofrecerte un contrato.
Arien retrocedió un paso.
—¿Qué clase de contrato?
Él levantó la mano y la giró lentamente. De su palma brotó una luz rojiza, que tomó forma de un símbolo antiguo y elegante: un círculo con runas grabadas y un lazo de sangre en el centro.
—Un contrato de sangre. Si lo aceptas, estaremos conectados por la eternidad. Compartiremos energía. Serás parte de mí… y yo, parte de ti. Nadie podrá tocarte sin enfrentarme. Tu vida estará ligada a la mía. No habrá lugar en este mundo donde no pueda protegerte.
Arien tragó saliva.
Sabía lo que eso significaba. En el juego, ese contrato era uno de los eventos más importantes de la ruta del vampiro. Y, según recordaba, era irreversible.
—¿Y por qué me lo estás ofreciendo?
El vampiro inclinó ligeramente la cabeza.
—Porque te observo desde hace tiempo. No eres como antes. Cambiaste. Tu alma no pertenece del todo a este mundo… y eso me interesa.
Arien se estremeció. ¿Lo había notado? ¿Acaso sabía que ella era una reencarnada?
—¿Estás enamorado de mí? —preguntó con ironía, intentando recuperar el control de la conversación.
Él la miró con una sonrisa ladeada.
—Tal vez lo esté. Tal vez no. Pero eso no importa ahora. Lo que importa… es que este contrato te protegería.
El silencio se extendió entre ambos.
Arien miró la marca flotante en el aire. Tenía un brillo hipnótico. Su mente comenzó a correr: si aceptaba, tal vez aseguraría su supervivencia… pero también se ataría a una criatura inmortal, sin saber cuáles serían las consecuencias reales de eso.
—No puedo darte una respuesta ahora —dijo al fin, firme.
El vampiro entrecerró los ojos, y por un momento, el aire se volvió más frío. Pero luego asintió, sin perder su serenidad.
—Tómate tu tiempo, Arien. Pero recuerda… hay fuerzas en movimiento. Y no todos serán tan generosos como yo.
Dicho eso, retrocedió un paso y desapareció entre las sombras, como si nunca hubiera estado allí.
Arien se quedó mirando el cielo nocturno, con el corazón latiendo con fuerza. El viento movió suavemente su camisón.
Un contrato de sangre…
Era la primera vez que alguien le ofrecía una elección.
Volvió al interior de su habitación, cerrando el balcón con cuidado. Luego se sentó de nuevo en la cama, mirando la oscuridad.
Sabía que su vida no sería fácil. Pero también sabía que no quería morir como lo hizo la villana del juego.
Al día siguiente. El sol apenas despuntaba sobre las colinas cuando los primeros rayos se colaron entre las cortinas pesadas de la habitación de Arien. Su rostro, normalmente sereno, ahora estaba cubierto por un gesto cansado, pues bajo sus ojos se dibujaban unas profundas ojeras que delataban la batalla interna que había librado durante la madrugada.
—Ugh... —gruñó mientras se sentaba lentamente en la cama y se frotaba los ojos.
Miró el espejo ovalado de su tocador. Y ahí estaba: una niña de once años con el rostro pálido, los labios secos y la mirada ojerosa de quien ha debatido su vida entera entre almohadas.
—¿Por qué no podía ser un pacto con un conejo mágico en lugar de un vampiro eternamente atractivo? —murmuró, resignada.
El recuerdo volvió con claridad. El balcón, la noche estrellada, y ese joven de mirada escarlata, cabello blanco como la nieve y sonrisa enigmática que parecía haber salido directamente de una historia gótica. Él, el vampiro, uno de los protagonistas del juego que tantas veces había evitado. Y ahora, él quería... un pacto. Un contrato de sangre. Un lazo eterno.
—¿Qué clase de niño piensa en un vínculo de por vida a esta edad...? —bufó, dejando caer su frente sobre el tocador.
Arien se levantó, arrastrando los pies hasta la ventana, donde el fresco de la mañana le golpeó el rostro y la despertó un poco más. A lo lejos, el jardín del ducado estaba cubierto de rocío, y algunos sirvientes ya comenzaban su rutina diaria. Ella seguía en pijama, con el cabello hecho un desastre y una montaña de pensamientos revoloteándole como pájaros inquietos en la cabeza.
—¿Y si solo está jugando conmigo? Tal vez quiere ver cuánto me asusto antes de huir... —refunfuñó.
Aunque, si algo había notado en sus encuentros anteriores, era que el vampiro no tenía el tipo de personalidad que disfrutara de bromas pesadas. Era sereno, frío y elegante... demasiado maduro para su edad. Esa madurez le daba escalofríos. ¿Qué niño hablaba como si tuviera siglos de vida? Bueno... en su caso, probablemente sí los tenía.
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