Las Dos Caras de la Moneda

Mientras la historia se tejía en rincones opuestos del mundo, dos almas crecían sin saber que el destino las haría cruzarse.

Uno, forjado por la fe, la pérdida y la esperanza: el hijo de la Luz.

El otro, moldeado por el hambre, el abandono y la oscuridad: el hijo de las Sombras.

Ambos nacieron en la misma tierra, bajo el mismo cielo, pero con caminos tan diferentes como el día y la noche.

El joven paladín entrenaba entre templos, aprendiendo que la Luz no solo cura, sino también guía y castiga. Cada golpe de su martillo estaba lleno de propósito, cada rezo, de fervor. Pero en su corazón aún ardía la imagen de su padre muriendo por él.

Mientras tanto, el joven pícaro desaparecía del mundo. Su rostro ya no era recordado por el pueblo. Bajo la tutela del Rey de los Asesinos, se convertía en una sombra silenciosa, un fantasma entre los tejados. Detrás de cada sonrisa falsa y banquete de los nobles, se movía él, oculto entre las mentiras del reino.

Ambos jóvenes, aún sin conocerse, avanzaban por caminos contrarios… pero sus pasos eran marcados por el mismo tambor de guerra, el mismo fuego que ardía en sus pasados. Dos rostros de una misma moneda: uno dorado por la esperanza, el otro ennegrecido por el dolor.

Y el destino, caprichoso, ya comenzaba a girar esa moneda en el aire...

El joven de la Luz viajaba con su maestro, cruzando aldeas arrasadas, templos olvidados y campos de batalla donde los ecos de la guerra aún resonaban. Día tras día entrenaba su cuerpo, su fe y su voluntad. Cada noche, ante el altar de la Luz, pedía fuerza… no para vengarse, sino para proteger.

Su alma, sin embargo, aún estaba herida. La muerte de su padre le pesaba como una armadura rota, pero el paladín que lo rescató le recordaba:

—La Luz no borra el dolor, lo transforma.

Al otro lado del reino, en la ciudad de sombras, el niño que alguna vez robó pan ahora aprendía a desaparecer entre la multitud, a leer a los hombres por sus ojos, a matar sin dejar huella. Bajo la mirada del Rey de los Asesinos, su entrenamiento era cruel, exigente, implacable.

Pero incluso entre el acero envenenado, su corazón cargaba la voz de su abuelo… y la rabia contra el mundo que lo olvidó.

Ambos muchachos crecían en la cuerda floja del destino, uno buscando justicia, el otro buscando respuestas. Cada uno forjado por la tragedia.

Pero el mundo no es blanco o negro… y pronto aprenderían que la Luz puede cegar, y las Sombras también pueden ocultar verdades nobles.

Sus pasos, aunque distintos, ya comenzaban a dirigirse hacia un mismo campo de batalla.

El sol caía lentamente tras los montes cuando el joven aprendiz, ya con 16 años y el cuerpo marcado por entrenamiento y disciplina, se acercó al gran maestro mientras este observaba el horizonte desde la torre del monasterio. Con voz firme, pero cargada de inquietud, preguntó:

—Maestro… cuando se desate la guerra… ¿los paladines atenderemos a ella?

El anciano lo miró con calma, sus ojos reflejaban años de batallas y silencios. Apoyó una mano sobre el hombro del muchacho y respondió:

—La Luz estará donde más la necesiten, pero recuerda esto: no somos esclavos de reyes… somos sirvientes de los inocentes y los abandonados.

Te recogí a la edad de diez años… y en estos seis largos años has aprendido a escuchar la Luz, a blandir tu martillo con honor. Eres uno de los miembros más jóvenes de nuestra hermandad…

No temas.

La Luz te protegerá, mi joven aprendiz.

Las palabras del maestro no sólo calmaron su corazón, sino que también encendieron una nueva llama en su interior. La guerra se acercaba. El destino no perdona…

Pero él no sería un niño más atrapado en la oscuridad. Esta vez, estaría listo para iluminarla.

Mientras tanto, en las entrañas de la capital, otro joven entrenaba bajo un manto distinto. El muchacho, una sombra afilada por el hambre y la pérdida, vivía entre callejones y tejados bajo la tutela del Rey de los Asesinos.

Una noche, el muchacho preguntó:

—Cuando comience la guerra, ¿para quién lucharemos? ¿Para esos gordos vestidos de seda o para el mejor postor?

El rey le respondió desde las alturas:

—Lucharemos para el mejor postor… y ese es el pueblo. No te confundas. En seis años has perfeccionado tu don. Pero sigues siendo un niño. Pelearás sólo en las guerras que yo diga.

Ambos jóvenes habían crecido… pero en mundos distintos. Uno en la luz, el otro en la sombra. El destino no tardaría en cruzar sus caminos.

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