El Hijo de las Sombras

Mientras unos nacían bendecidos por la Luz que bañaba la tierra, otros venían al mundo bajo el manto de sombras que ocultaba el día. En el corazón del vasto reino, entre los callejones olvidados de la capital, un niño crecía lejos del resplandor de los palacios, pero no del valor.

Criado por su abuelo, un viejo constructor que alguna vez alzó torres para reyes que ahora lo habían olvidado, el joven aprendió a sobrevivir entre la miseria con dignidad. Aunque la pobreza marcaba su día a día, la sabiduría del anciano forjaba en él un carácter firme y silencioso.

A temprana edad, demostró un talento innato para el sigilo, el arte del movimiento invisible y la precisión mortal. Sabía usar dagas como una extensión de su cuerpo, y poseía un vasto conocimiento sobre venenos capaces de dormir a un dragón… o silenciar a quienes lo despreciaban. Pero jamás usó su don para el mal.

En su alma, brillaba una llama tenue pero constante: la voz de su abuelo, recordándole que incluso en la oscuridad se puede caminar con honor.

Era el hijo de las sombras, pero su corazón, aunque oculto, no estaba perdido.

Ninguno de esos grandes lores, envueltos en seda y arrogancia, sabía lo que el hambre podía hacerle a un niño. Mientras su abuelo, con manos temblorosas pero dignas, pescaba en los canales y aceptaba cualquier trabajo que pudiera encontrar, el joven aprendía a moverse entre las sombras no por deseo… sino por necesidad.

No robaba por ambición. Robaba para comer.

Porque nadie, ni siquiera los sacerdotes de la ciudad, sabían cuánto dolía una panza vacía… o un corazón que ya había aprendido a aguantar demasiado.

El joven deslizaba sus dedos entre bolsas de mercaderes distraídos, recogía pan robado como si fuera oro, y aprendió a caminar sin hacer ruido, a observar sin ser visto. Se volvió un fantasma entre la multitud, un susurro en los callejones. Nunca hería, nunca mataba, aunque ya sabía cómo hacerlo.

Usaba su don no para escalar por codicia, sino para sostener a quien más amaba: su viejo abuelo.

Y en las noches, cuando el mundo dormía y los ricos brindaban, él limpiaba sus dagas en silencio, pensando en un futuro que no parecía llegar jamás.

Un futuro que, sin que él lo supiera… se acercaba con pasos invisibles.

Pero un día, la suerte —esa vieja aliada de los que viven entre sombras— lo abandonó.

Mientras intentaba robar un pedazo de pan de un puesto de mercaderes, su mano fue atrapada con fuerza. El grito del comerciante atrajo a los guardias como buitres al cadáver. El joven, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, corrió por las callejuelas, deslizándose entre multitudes, saltando techos y trepando paredes. Escapó… pero apenas.

Sangrando, jadeando, con el orgullo hecho trizas, se escondió entre los tejados, justo frente a la gran capilla de la Luz.

Y ahí, sobre la silueta de piedra, lo vio…

Una figura solitaria, vestida con una capa oscura, lo observaba en silencio. El rostro cubierto por una máscara, su postura serena, como si supiera todo sobre él. No necesitó palabras. El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda: ese no era un hombre cualquiera. Era él.

El fantasma entre asesinos. La sombra sin nombre.

El líder del gremio de asesinos… una leyenda viva.

El muchacho no supo si temer o rendirse.

Pero el hombre asintió con lentitud. No como quien amenaza… sino como quien reconoce a un igual.

Y en ese instante, el muchacho entendió: su destino ya no caminaba solo entre calles rotas y pan robado. Estaba por pisar el sendero de las sombras verdaderas.

A la edad de tan solo diez años, el joven pícaro realizó su mayor hazaña… un acto que sellaría su destino bajo el manto de la larga y fría noche. Los bardos la llamarían la hora del lobo, ese instante oscuro donde los valientes tiemblan y los lobos cazan.

Aquella noche, el muchacho, movido por el hambre y el desafío, apuntó alto: la mansión de uno de los grandes lores del reino. Entró como un susurro, más sigiloso que la sombra de una pluma cayendo. Ni los perros ladraron. Ni los guardias parpadearon. Recorrió pasillos como un fantasma, sin dejar huella.

Y en la cámara del tesoro, bajo la luz tenue de la luna, tomó joyas tan finas que ni el mismo rey podría vestirlas con más gracia.

El robo fue perfecto.

Salió por la ventana, como si nunca hubiera estado allí. Pero en el tejado, bajo la mirada de las estrellas, lo esperaba alguien.

El líder del gremio de asesinos, rodeado de figuras encapuchadas, lo observaba sentado, aplaudiendo con una sonrisa apenas visible bajo su capucha.

—Tienes talento, niño —dijo con voz profunda—. Cuando no quieras sufrir más hambre… únete a nosotros.

Y antes de desvanecerse en la noche, agregó:

—Mira tu bolsillo.

El joven bajó la vista. Una bolsa de oro reposaba en sus ropas, ligera pero pesada en destino. Era un regalo. No de un hombre cualquiera… Sino del mismísimo Rey de los Asesinos.

Con la bolsa de oro aún palpitando en su bolsillo, el joven regresó a casa… pero lo que encontró lo hizo detener el aliento.

La humilde cabaña estaba rodeada por guardias reales, armados hasta los dientes. Su rostro, su talento, su audacia… ya no eran un secreto. Su hazaña había despertado admiración entre sombras, pero también la ira de los poderosos.

Desde la ventana, el anciano lo vio llegar. Con el corazón hecho cenizas, comprendió que el destino de su nieto ya estaba marcado. No pudo hacer nada mientras los soldados lo apresaban, lo empujaban con violencia, como si fuera una bestia, no un niño.

—¡Solo tiene diez años! —gritó el viejo, con voz temblorosa—. ¡Es solo un niño!

Pero no hubo compasión. El muchacho no resistió. No gritó. No lloró. Solo bajó la mirada y aceptó su suerte.

Fue llevado ante el rey —no al trono de justicia, sino al de castigo— y condenado sin juicio, sin defensa.

El hijo de las sombras, con apenas diez años, fue arrojado a la prisión del reino. Un lugar donde la luz no entraba, donde la esperanza se perdía y donde los condenados olvidaban sus nombres. Allí, entre reos y alimañas, el muchacho dormía con una daga oculta bajo la lengua… y un futuro aún más afilado que ella.

Pasaron seis meses.

Seis lunas, seis tormentas, seis inviernos sin piedad.

La lluvia golpeaba la piel del joven como látigos, y las sombras de la prisión lo abrazaban con crueldad. Había sido torturado… no por crímenes sangrientos, sino por haber tenido hambre. Por atreverse a sobrevivir.

Pero el destino no lo olvidó.

Una noche, mientras dormía sobre el suelo frío y húmedo, su celda se abrió sin un solo ruido. Una figura imponente se reveló entre la niebla del encierro: el Rey de los Asesinos.

—Ven conmigo —dijo con voz firme—. Conviértete en lo que eres: la sombra…

O muere como un perro, golpeado y crucificado.

El joven no dudó. Huyó con él como un susurro en la noche. Pero antes de desaparecer, pidió una sola cosa:

—Déjame ver a mi abuelo… una última vez.

El rey asintió.

Al llegar a la vieja casa… solo el silencio los recibió. Polvo, telarañas… ausencia. El niño buscó desesperado. Gritó. Lloró. Hasta que un viejo vecino, con el rostro marchito, se acercó y dijo con tristeza:

—Mi niño… la Dama de la Noche lo reclamó. Su corazón no resistió el dolor de verte preso. Está muerto.

El joven cayó de rodillas, sin palabras.

El mundo, por segunda vez, se lo arrebataba todo.

Se puso en pie, con sus arapos manchados de lágrimas y barro. Y sin mirar atrás, partió con su nuevo maestro.

Listo para desaparecer…

Aunque algo había cambiado dentro de él.

El odio a la Luz… comenzaba a arder.

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