El Hijo de la Luz

Muchos años después, en una granja alejada de toda ciudad, un humilde campesino criaba a su hijo varón bajo la fe de la Luz. Cada día, al amanecer, agradecían en silencio a aquella fuerza sagrada que, según los antiguos relatos, había salvado el mundo en eras pasadas.

El niño creció soñando con ser un paladín, con portar el martillo de la justicia y defender a los inocentes, como los héroes de las leyendas que su padre le contaba junto al fuego. Pero era solo eso: un sueño. Para el hijo de un campesino, la senda del paladín parecía lejana e imposible.

Sin embargo, las historias nunca avanzan en línea recta. A veces, el destino espera en silencio, y cuando despierta… lo hace con violencia.

Los años pasaban, y el joven crecía bajo las enseñanzas simples pero sabias de su padre. Desde la tranquilidad de su granja, veía el mundo como un lugar justo, guiado por la Luz y la bondad. Su corazón inocente se aferraba al sueño de algún día ser un paladín, de blandir el martillo en nombre de la justicia.

Pero la realidad era otra…

Las sombras no siempre llegan con espadas o fuego. A veces se presentan con ropajes nobles y sellos reales. Los impuestos dictados por los lores aumentaban cada estación, asfixiando poco a poco a los campesinos. El sudor en la tierra ya no bastaba. Y como si no fuera suficiente, el señor feudal se burlaba abiertamente del joven, riendo con crueldad ante su deseo de ser paladín.

—Lo más cerca que estarás de un martillo, mocoso —escupió una vez—, será cuando estés clavando estacas en el campo.

El muchacho bajó la mirada. Pero algo dentro de él no se rompió. Algo ardió.

Un día, llegó una noticia desde la capital, traída por un jinete exhausto y cubierto de polvo. Los grandes señores de la guerra, los orcos, habían roto los antiguos pactos y comenzado una cruzada contra la raza humana. Las ciudades del norte ardían, y las fronteras ya no eran seguras.

El joven sintió por primera vez el peso real de la palabra "guerra". Pero su padre, con voz serena y manos curtidas por la tierra, puso una mano en su hombro.

—No temas, hijo mío —le dijo—. La guerra no llegará a estos campos. La Luz nos protegerá, como siempre lo ha hecho.

El muchacho quiso creerle. Miró al cielo, buscando consuelo en esa luz dorada que su padre veneraba cada mañana.

Pero la fe, por fuerte que sea, no siempre detiene las llamas. Llegó la fatídica noche.

Los cielos estaban cubiertos de nubes negras y la luna apenas iluminaba los campos cuando el retumbar de tambores de guerra rompió el silencio. Luego vinieron los gritos. No de soldados… sino de campesinos, madres, niños. Las tierras que parecían olvidadas por el mundo, ya no estaban a salvo.

Los orcos habían llegado.

Con furia desatada y fuego en sus ojos, arrasaban con todo a su paso. La granja fue una de las primeras en caer. La puerta fue derribada como si fuera papel, y las llamas comenzaron a devorar los recuerdos antes de que pudieran reaccionar.

El joven, apenas de diez años, temblaba… pero no huyó.

Por primera vez, sus manos se cerraron sobre el pesado mango del martillo de trabajo de su padre. No era un arma, pero en ese instante, era todo lo que tenía. Con los ojos llenos de miedo, pero también de algo más—algo que ni él mismo entendía—se enfrentó a la sombra de una criatura que lo doblaba en tamaño y lo triplicaba en fuerza.

El golpe fue inevitable…

Pero los héroes no nacen invictos… nacen cuando se levantan, incluso tras caer.

En un instante, la bestia orca alzó su hacha, dispuesto a acabar con el niño. Pero antes de que el golpe cayera, su padre se interpuso como escudo humano. El filo desgarró su cuerpo sin piedad, partiéndolo en dos frente a los ojos del muchacho.

El mundo se detuvo.

El niño cayó de rodillas, llorando desconsoladamente. El orco, con una risa salvaje y cruel, se burló:

—Pronto te reunirás con él.

Pero en un arrebato de furia y dolor, el niño se alzó y, con el viejo martillo de su padre, golpeó con fuerza. El impacto destrozó el rostro del orco, arrancándole un ojo. La bestia rugió de ira y alzó su arma para dar el golpe final.

El niño cerró los ojos, implorando a la Luz, aunque no sabía si ella aún escuchaba.

Y entonces… sucedió lo imposible.

Un escudo de luz pura apareció, deteniendo el ataque. El orco, enceguecido por la furia, volvió a arremeter. El niño se preparó para morir, los ojos cerrados una vez más.

Pero no sintió dolor.

Un estruendo lo sacudió. Abrió los ojos… y ahí estaba. Una figura envuelta en luz, con armadura plateada y una capa dorada como el oro. El paladín. Con un solo golpe, aplastó el cráneo del orco con su martillo sagrado.

—Eres valiente —le dijo con voz firme—. Da un entierro digno a tu padre, y ven conmigo. Te enseñaré a ser un verdadero paladín.

Entre lágrimas, el niño dio fuego a la granja. Las llamas lo iluminaron todo mientras caminaba hacia su destino… dejando atrás su pasado entre cenizas.

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