La detención de Fernando Quintero causó revuelo mediático. La noticia de que uno de los empresarios más influyentes del país estaba siendo investigado por el asesinato de Helena Valverde —quien en realidad era su hermana supuestamente fallecida hace una década— sacudió los círculos empresariales y políticos.
Montero no perdió tiempo. Con la declaración de Fernando y las pruebas encontradas en el USB, tenía suficiente para obtener una orden de arresto contra Ernesto Valverde. El problema era localizarlo.
—Ha desaparecido —informó Ortiz, entrando apresuradamente a la oficina de Montero—. Según sus empleados, partió ayer hacia un viaje de negocios urgente, pero no hay registros de ningún vuelo a su nombre.
Montero golpeó el escritorio con frustración.
—Contacta con aeropuertos privados y fronteras. No puede haber ido lejos —ordenó, mientras revisaba nuevamente los archivos del caso—. Y quiero un equipo vigilando a Roberto Valverde las 24 horas.
La protección llegó demasiado tarde. Apenas dos horas después, recibieron la llamada: Roberto Valverde había sido encontrado inconsciente en su apartamento con un disparo en el abdomen. Aún estaba vivo, pero su estado era crítico.
En el hospital, Montero y Ortiz esperaban noticias sobre su estado mientras un equipo forense examinaba el apartamento de Roberto.
—Los vecinos no vieron ni oyeron nada sospechoso —comentó Ortiz—. El disparo debió realizarse con un silenciador. Roberto estaba desplomado frente a su computadora, que seguía encendida.
—¿Pudieron recuperar algo de la computadora?
—Los técnicos están trabajando en ello ahora mismo.
El cirujano apareció finalmente en la sala de espera, quitándose el gorro quirúrgico con un suspiro de cansancio.
—Hemos podido estabilizarlo —informó—. La bala no dañó órganos vitales, pero perdió mucha sangre. Las próximas 48 horas serán cruciales.
Montero asintió gravemente.
—Necesitamos vigilancia permanente en su habitación. El hombre que le disparó podría volver para terminar el trabajo.
Mientras regresaban a la comisaría, el teléfono de Montero sonó. Era el equipo técnico.
—Inspector, hemos encontrado algo interesante en la computadora de Roberto Valverde —la voz sonaba excitada—. Un email que llegó minutos antes del tiroteo. Es de una dirección anónima, pero contiene coordenadas GPS y una nota: "Aquí encontrarás a quien buscas. Se marcha esta noche."
Montero sintió que la adrenalina recorría su cuerpo.
—¿Las coordenadas?
—Corresponden a una propiedad en las afueras, cerca del lago. Una casa rural registrada bajo el nombre de Isabel Mora.
—¿Isabel Mora? —Montero frunció el ceño, recordando los documentos encontrados en el apartamento secreto—. Ese era uno de los alias utilizados por Elena antes de convertirse en Helena Valverde.
—Exacto. Y hay más. Roberto había iniciado una búsqueda sobre vuelos privados desde aeródromos cercanos. Uno despega esta noche a las 23:00 horas con destino a Paraguay.
Montero miró su reloj. Tenían menos de cuatro horas.
—Prepara un equipo táctico —ordenó a Ortiz—. Y consigue una orden judicial. Vamos a hacer una visita sorpresa.
El sol se ponía cuando los vehículos policiales se detuvieron a un kilómetro de la propiedad señalada. El lugar era remoto, rodeado de densos bosques, con una única carretera de acceso.
Perfecto para esconderse o, pensó Montero, para eliminar cualquier evidencia sin testigos.
El inspector dividió al equipo: un grupo bloquearía la carretera de salida, mientras él y Ortiz, junto con dos agentes más, se acercarían a pie para no alertar a los ocupantes.
A través de binoculares, observaron la casa: una construcción sólida de dos plantas con un garaje lateral. Un Mercedes negro —similar al visto en las cámaras de seguridad la noche del asesinato— estaba estacionado frente al porche. Había luces encendidas en la planta baja.
—Parece que tenemos compañía —susurró Ortiz—. ¿Entramos?
Montero asintió, desenfundando su arma.
—Con cuidado. No sabemos si está solo.
Se acercaron sigilosamente, aprovechando la creciente oscuridad. Cuando llegaron a la casa, se dividieron para cubrir las posibles salidas.
Montero y Ortiz tomaron la entrada principal.
Con un gesto silencioso, Montero dio la señal.
Ortiz derribó la puerta de una patada.
—¡Policía! ¡No se mueva! —gritó Montero, entrando con el arma en alto.
Ernesto Valverde estaba de pie junto a una chimenea, con una bebida en la mano y una expresión de sorpresa que rápidamente se transformó en resignación. No intentó huir ni resistirse.
—Inspector Montero —dijo con calma estudiada—. Supongo que era inevitable este momento.
—Ernesto Valverde, queda detenido por el asesinato de Helena Valverde y Ricardo Mendoza, y por el intento de asesinato de Roberto Valverde.
Mientras Ortiz lo esposaba, Montero recorrió la habitación con la mirada. Sobre una mesa había papeles esparcidos, un pasaporte falso y una considerable cantidad de dinero en efectivo.
—¿Pensaba que podría escapar tan fácilmente? —preguntó Montero.
Ernesto sonrió con amargura.
—Casi lo logro, ¿no? Si Roberto no hubiera sobrevivido...
—Fue usted quien le disparó.
—Un error de cálculo —admitió Ernesto—. Debí asegurarme de que estaba muerto antes de marcharme. La prisa es mala consejera.
—Como también lo fue asesinar a su esposa.
La mirada de Ernesto se endureció.
—Ella no era mi esposa. Era Elena Quintero, una mujer que se infiltró en mi vida con una identidad falsa, con el único propósito de destruirme —sus palabras destilaban odio—. ¿Sabe lo que se siente al descubrir que la persona con la que has compartido tu cama durante años es un fantasma, una construcción diseñada para vengarse de ti?
—¿Cuándo lo descubrió?
—Dos semanas antes de su muerte. La escuché hablando por teléfono con Roberto. Mencionó su verdadero nombre y su plan —Ernesto miró hacia el vacío—. Todo cobró sentido entonces: su interés repentino en mis negocios, sus preguntas aparentemente inocentes sobre Fernando, su insistencia en conocer a todos mis socios...
—Así que decidió eliminarla.
—Era ella o yo —respondió con frialdad—. Ya había reunido suficientes pruebas para hundirnos a todos. Si hubiera ido a la policía...
—Pero no fue solo usted —interrumpió Montero—. También mató a Ricardo Mendoza.
—Ricardo era un peón que sabía demasiado.
Carlos lo había colocado para vigilar a Helena, sin saber que yo ya conocía su verdadera identidad.
Cuando Helena murió, Ricardo entró en pánico.
Amenazó con hablar —Ernesto se encogió de hombros—. No podía permitirlo.
Mientras lo escoltaban fuera de la casa, Montero recibió una llamada. Era del hospital: Roberto Valverde había recuperado la consciencia brevemente y había murmurado algo sobre un "archivo oculto" y "la verdadera red" antes de volver a caer inconsciente.
De vuelta en la comisaría, mientras procesaban a Ernesto, Montero contemplaba el tablero del caso.
Algo no encajaba del todo. Las piezas principales estaban en su lugar: Helena/Elena, su plan de venganza, el descubrimiento de su identidad por parte de Ernesto y el consecuente asesinato. Sin embargo, Montero sentía que solo habían rascado la superficie.
—Tengo la sensación de que esto es más grande de lo que parece —confesó a Ortiz mientras revisaban los documentos incautados en la casa rural.
Entre ellos encontraron algo inquietante:
fotografías de políticos de alto nivel reunidos con Fernando Quintero y un hombre cuyo rostro había sido cuidadosamente ocultado en todas las imágenes. En el reverso de una, una nota manuscrita: "La Hidra. Si cortas una cabeza, crecen dos."
—¿La Hidra? —preguntó Ortiz.
—Un nombre en clave, quizás —Montero frunció el ceño—. O una organización.
La inspección de los dispositivos electrónicos de Ernesto reveló comunicaciones encriptadas con contactos identificados solo por iniciales. Las fechas coincidían con importantes decisiones gubernamentales sobre licitaciones y concesiones. El patrón era claro: corrupción a gran escala.
Esa noche, mientras Montero trabajaba hasta tarde en su oficina, recibió una llamada anónima.
—Inspector —dijo una voz distorsionada electrónicamente—. Solo ha visto la punta del iceberg. Elena Quintero descubrió algo mucho más grande que un simple esquema de lavado de dinero. Por eso tuvieron que silenciarla.
—¿Quién es usted? —exigió Montero.
—Alguien que conocía bien a Elena. Busque en el álbum familiar de los Quintero. La respuesta está donde todo comenzó.
Antes de que Montero pudiera hacer más preguntas, la llamada terminó.
A la mañana siguiente, cuando visitó a Roberto en el hospital, lo encontró consciente pero débil.
—Debo contarle algo... —murmuró Roberto con dificultad—. Helena me dio otro USB. Lo escondí... en la biblioteca municipal... libro "Crimen y castigo", sección de clásicos rusos...
—¿Qué contiene?
—La verdad sobre La Hidra... —los ojos de Roberto se cerraron por el agotamiento—. Elena descubrió que su hermano era solo un intermediario... hay alguien más... alguien poderoso detrás de todo...
Justo cuando Montero se disponía a salir hacia la biblioteca, recibió una llamada urgente de la comisaría.
—Inspector —la voz de Ortiz sonaba alarmada—. Fernando Quintero ha sido encontrado muerto en su celda. Aparentemente, se suicidó, pero...
—¿Pero?
—Hay algo raro. La cámara de seguridad se apagó exactamente dos minutos antes del supuesto suicidio. Y el guardia asignado a esa sección fue llamado para atender una emergencia que resultó ser falsa.
Montero sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—No fue un suicidio —concluyó—. Lo silenciaron. Voy para allá.
Mientras conducía hacia la comisaría, Montero comprendió que el caso Valverde era solo el principio. Habían desatado fuerzas poderosas que ahora intentaban cubrir sus huellas. Y si no tenían escrúpulos en eliminar a alguien tan prominente como Fernando Quintero dentro de una prisión de alta seguridad, no se detendrían ante nada.
La verdadera investigación apenas comenzaba.
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