Montero y Ortiz se posicionaron estratégicamente mientras la puerta se abría con un leve chirrido. La silueta de un hombre apareció en el umbral, recortada contra la luz del atardecer.
—¡Policía! ¡Quieto! —ordenó Montero, apuntando con su arma.
El hombre levantó las manos lentamente. Bajo la luz tenue del interior, Montero reconoció el rostro demacrado de Roberto Valverde, el hermano de Ernesto.
—Inspector Montero —dijo Roberto con voz cansada—. Supongo que era cuestión de tiempo que encontraran este lugar.
Ortiz lo registró rápidamente. No estaba armado, pero llevaba un maletín que contenía documentos y una memoria USB.
—¿Qué hace aquí, señor Valverde? —preguntó Montero, sin bajar su arma.
—Lo mismo que ustedes, supongo. Buscar respuestas —Roberto miró alrededor, su mirada deteniéndose en la laptop abierta—. Veo que ya han descubierto quién era realmente Helena.
Montero estudió su rostro. No parecía sorprendido ni alterado, como si hubiera estado esperando este momento.
—¿Desde cuándo lo sabe?
—Desde hace tres meses —Roberto se sentó pesadamente en una silla cercana—. Helena me lo confesó. O debería decir, Elena. Necesitaba un aliado, alguien que la ayudara desde dentro del círculo familiar.
—¿Por qué usted?
—Porque yo también tenía mis razones para querer exponer a Ernesto y los demás —una sonrisa amarga se dibujó en su rostro—. Mi hermano me estafó hace años. Me dejó en la ruina mientras él prosperaba con sus negocios sucios. Cuando Helena me contó quién era realmente y lo que planeaba hacer, decidí ayudarla.
Montero observó a Roberto con escepticismo.
—¿Espera que creamos que no tuvo nada que ver con su muerte?
—Yo no la maté, inspector —la voz de Roberto tembló ligeramente—. Estaba trabajando con ella. La noche que murió, debíamos reunirnos aquí, pero nunca llegó.
Ortiz, que había estado examinando el maletín, interrumpió:
—Inspector, hay grabaciones aquí. Y correos electrónicos impresos entre Roberto y Helena.
Montero tomó uno de los correos. El contenido confirmaba la historia de Roberto: habían estado colaborando para reunir pruebas contra Ernesto, Carlos y Fernando Quintero.
—Explíqueme todo —exigió Montero—. ¿Quién era realmente Helena Valverde y por qué fingió su muerte para convertirse en otra persona?
Roberto suspiró profundamente.
—Elena Quintero, la hermana menor de Fernando, supuestamente murió en un accidente de yate hace diez años. Pero el accidente fue una farsa. Elena descubrió que su hermano estaba involucrado en negocios turbios, incluyendo tráfico de influencias y lavado de dinero. Cuando amenazó con denunciarlo, Fernando planeo el "accidente", pero ella sobrevivió.
—Y decidió vengarse —concluyó Montero.
—Exacto. Cambió su apariencia, creó una nueva identidad y lentamente se posicionó en el mundo empresarial. Se casó con Ernesto, un socio clave de su hermano, para acceder a información privilegiada. Todo era parte de su plan.
—¿Y Ricardo Mendoza? ¿Cómo encaja en esto?
—Ricardo era un peón —explicó Roberto—. Helena lo sedujo para utilizarlo, sin saber que en realidad trabajaba para Carlos Herrera. Ambos la estaban utilizando mutuamente.
Montero conectó mentalmente las piezas. Una red de engaños donde nadie era quien aparentaba ser, donde cada relación escondía un propósito ulterior.
—¿Quién cree que la mató? —preguntó directamente.
—Sospecho de Carlos y Ernesto. Helena me dijo que había encontrado pruebas definitivas contra ellos y planeaba confrontarlos. Debió haber sido demasiado peligroso —Roberto extrajo un memoria USB de su bolsillo—. Esto contiene copias de seguridad de toda la información que Helena recopiló. Me lo envió el día antes de su muerte, junto con instrucciones de entregárselo a la policía si algo le ocurría.
Mientras regresaban a la comisaría con Roberto y las nuevas evidencias, Montero recibió una llamada urgente. Habían encontrado el cuerpo de Ricardo Mendoza en un almacén abandonado a las afueras de la ciudad.
—Según el forense, llevaba muerto aproximadamente 48 horas —informó Ortiz después de colgar—. Lo que significa que murió poco después que Helena.
—Alguien está eliminando testigos —murmuró Montero—. Y creo saber quién podría ser el próximo.
En la comisaría, el equipo trabajaba a contrarreloj analizando la información del memoria USB de Helena. Contenía grabaciones, documentos financieros y, lo más valioso, un archivo de audio fechado el día de su muerte.
Con tensión creciente, Montero reprodujo la grabación. La voz de Helena sonaba clara y firme:
"Es 10 de noviembre. Son aproximadamente las 21:30. Carlos Herrera acaba de salir de mi casa. Me ha confirmado lo que sospechaba: Ernesto ha ordenado mi eliminación. Han descubierto mi verdadera identidad. Carlos me ha advertido a cambio de protección policial. Me reuniré con el inspector Montero mañana para entregarle todas las pruebas..."
La grabación continuaba con detalles sobre la operación de lavado de dinero y los involucrados. Pero lo que heló la sangre de Montero fue la siguiente declaración:
"...Fernando llegará en aproximadamente una hora. Cree que aún no sé quién soy realmente. Piensa que puede manipularme una vez más. Tengo todo preparado para grabar su confesión..."
La grabación terminaba abruptamente.
—Esa noche, Helena esperaba primero a Carlos, luego a Fernando —reflexionó Montero—. Pero según las cámaras de seguridad, solo un vehículo entró a la urbanización: el Mercedes negro.
—Que pertenece a Carlos pero fue conducido por Ricardo —añadió Ortiz.
—Y ahora ambos están muertos —concluyó Montero—. Nos falta Fernando Quintero. Es hora de emitir una orden internacional de búsqueda y captura.
La respuesta llegó más rápido de lo esperado. Fernando Quintero estaba intentando regresar al país en un vuelo privado. Alertados por la orden, las autoridades aeroportuarias lo detuvieron al aterrizar.
Cuando Montero entró en la sala de interrogatorios donde esperaba Quintero, se encontró con un hombre completamente diferente al poderoso empresario que aparecía en las fotografías. Lucía desaliñado, con la mirada perdida de quien ha visto derrumbarse su mundo.
—¿Sabe por qué está aquí, señor Quintero? —comenzó Montero.
—Por Helena... por Elena —respondió con voz hueca—. Mi hermana.
—Su hermana a la que dieron por muerta hace diez años.
Quintero asintió lentamente.
—Nunca pretendí que muriera realmente. Solo quería alejarla, protegerla a mi manera —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Nuestros negocios se estaban volviendo peligrosos. Ella era demasiado idealista, demasiado honesta. Iban a matarla.
—¿Quiénes?
—Nuestros socios. Carteles que utilizaban nuestras empresas para lavar dinero. Elena amenazó con denunciarlos —Quintero se pasó una mano temblorosa por el rostro—. Fingimos su muerte para mantenerla a salvo. Nunca imaginé que ella... que regresaría transformada en otra persona. Que se infiltraría para destruirnos.
—Pero la reconoció eventualmente.
—Hace seis meses. Fue durante una cena. Un gesto, una mirada... De repente vi a mi hermana en los ojos de esa mujer —Quintero parecía perdido en el recuerdo—. La confronté en privado y ella... me reveló todo su plan. Su deseo de venganza no solo contra los carteles, sino contra mí, por haberla alejado de su vida.
—¿Y la noche de su muerte? La grabación muestra que pretendía reunirse con usted.
—Fui a verla, sí. Pero cuando llegué... —la voz de Quintero se quebró—. Cuando llegué, ya estaba muerta. Alguien se me había adelantado.
—¿Y no lo denunció? ¿Simplemente huyó?
—¿Qué otra opción tenía? —sus ojos mostraban genuino dolor—. Si denunciaba su muerte, tendría que explicar quién era realmente. Y eso significaría exponer toda la operación, incluida mi participación. Pero no la maté, inspector. Era mi hermana, a pesar de todo.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Solo puedo pensar en Ernesto. Él tenía más que perder si Elena revelaba todo. Carlos era un subordinado, Ricardo un peón... pero Ernesto era el cerebro detrás de todo el esquema después de mí.
Las últimas piezas del rompecabezas finalmente encajaban. Helena/Elena había sido una mujer jugando un peligroso juego de venganza, infiltrándose en la vida de quienes consideraba sus enemigos. Pero su plan había fallado cuando uno de ellos descubrió su verdadera identidad.
—Deténganlo —ordenó Montero a sus agentes—. Y protejan a Roberto Valverde. Si Ernesto ha estado eliminando testigos, su hermano podría ser el siguiente.
Mientras observaba a Quintero siendo escoltado a una celda, Montero reflexionó sobre la naturaleza del caso. Helena Valverde, o Elena Quintero, había sido muchas mujeres a la vez: víctima y vengadora, manipuladora y manipulada, cazadora que se convirtió en presa.
El verdadero asesino aún tenía que responder por sus crímenes, pero ahora Montero sabía exactamente dónde buscar. Las máscaras habían caído, y la verdad, por dolorosa que fuera, finalmente saldría a la luz.
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