El umbral dorado no llevaba a la libertad, sino a una caverna. El aire olía a azufre y pergamino quemado. Víctor cayó de rodillas sobre un suelo de losas grabadas con versos ilegibles. Ante él se extendía un puente de huesos sobre un río de ceniza. Al otro lado, una sala abovedada iluminada por antorchas que ardían con fuego negro. Figuras sentadas en un estrado: tres siluetas inmóviles, sus cuerpos eran estatuas de ceniza compacta, con grietas que revelaban gusanos blancos retorciéndose en su interior.
Un graznido rasgó el silencio. Sobre el estrado, posado en un pedestal de cráneos, un cuervo de tres ojos batía sus alas. El ave llevaba un par de anteojos de oro y un rollo de pergamino atado a una pata.
—Víctor H. —el cuervo habló con voz de hombre anciano—, te acusamos de crear realidades peligrosas.
Las estatuas de ceniza giraron sus cabezas en unisonó. De sus bocas abiertas salió un coro de susurros:
—Culpable... culpable... culpable...
Víctor intentó levantarse, pero sus manos se hundieron en la ceniza del río. Estaba atrapado.
—¿Qué tribunal es este? —gritó, escupiendo partículas negras.
El cuervo desenrolló el pergamino con su pata.
— Artículo I: Uso indebido de metáforas. Artículo II: Corrupción de la realidad mediante tinta. Artículo III: Insurrección existencial.
—¡No entiendo! —Víctor forcejeó, sintiendo que la ceniza subía por sus piernas como serpientes sedientas.
El cuervo saltó del pedestal y se transformó. Plumas que se alargaron en miembros, pico que se afiló en nariz huesuda. En segundos, un hombre alto y encorvado, vestido de juez del siglo XVIII, lo miraba con tres ojos brillantes.
—La ignorancia no exime de la culpa —dijo, señalando a Víctor con un dedo que terminaba en pluma—. Has escrito mundos que amenazan el orden del Autor. Confiesa.
—¡No he escrito nada! ¡Soy un fracaso! —rugió Víctor, recordando pilas de manuscritos rechazados bajo su cama.
El juez-cuervo sonrió, mostrando dientes de cuarzo negro.
—Las peores mentiras son las que se escriben sin conciencia —murmuró. Con un gesto, las paredes de la caverna cobraron vida. Escenas de la vida de Víctor se proyectaban en ellas:
Un niño de 8 años escribiendo su primer poema en una servilleta.
Un adolescente quemando diarios llenos de versos de amor.
Un hombre ahogándose en whisky mientras rasgaba una novela.
—Cada palabra abandonada es un pecado —tronó el juez—. Cada silencio, una herejía.
Víctor sintió un ardor en el pecho. Al abrir su camisa, vio que las palabras grabadas en su piel ("La luz duele más que la oscuridad") se movían, reptando hacia su corazón.
—¿Qué quieren de mí? —jadeó, cayendo de nuevo.
—Defiéndete —ordenó el juez—. O serás despojado de tu tinta.
En su bolsillo, Víctor sintió el roce de papel. La servilleta del bar, donde una vez escribió un poema en medio de una borrachera. La sacó con manos temblorosas. Las palabras estaban manchadas de cerveza y ceniza, pero legibles:
El mundo es un borracho
que nos olvidó bajo el mostrador.
Bebemos sueños agrios
y tosemos versos rotos.
El paraíso es un vaso vacío
en un bar que nadie recuerda.
Lo leyó en voz alta.
El silencio fue absoluto. Las antorchas negras parpadearon. Luego, las estatuas de ceniza comenzaron a vibrar. Grietas se propagaron por sus cuerpos, liberando enjambres de gusanos que caían al suelo con un sonido gelatinoso. El juez-cuervo retrocedió, sus tres ojos parpadeando rápidamente.
—Blasfemo... —silbó—. ¿Cómo te atreves a citar a los Malditos?
Víctor no entendía, pero notó que la ceniza que lo inmovilizaba comenzaba a resquebrajarse.
- ¡El veredicto! —gritó el juez, recuperando su forma de cuervo.
Las estatuas, ahora reducidas a montículos de gusanos, emitieron un veredicto en latín:
—Condenatus est ad memoriam.
—Condenado a recordar —tradujo el cuervo, y picoteó el aire frente a Víctor.
Un dolor insoportable atravesó su cráneo. Memorias que había enterrado emergieron como cuchillos:
Su madre, en el lecho de muerte, pidiéndole que le leyera un poema. Él, negándose.
Clara, la chica del cabello rojo, llorando en la lluvia mientras él quemaba sus cartas.
Un editor, arrojando su manuscrito a la basura con una risa.
Cada recuerdo lo atravesaba, dejando heridas que supuraban tinta negra. Víctor gritó, pero su voz se perdió en el eco de la caverna. Cuando el tormento cesó, yació en el suelo, temblando.
—Así sea —dijo el cuervo, y con un aleteo, las antorchas se apagaron.
Víctor despertó en un desierto. La arena bajo sus pies era negra y cálida, como carbón apagado. El cielo, un lienzo púrpura sin estrellas. Ante él, solo dunas que se extendían hasta el infinito. Al intentar caminar, descubrió que llevaba una cadena atada al tobillo. No era de metal, sino de palabras entrelazadas: "Culpable", "Autor", "Silencio".
Siguió adelante, arrastrando el peso. Horas después —o minutos, el tiempo aquí era líquido—, vio una estructura en el horizonte. Una biblioteca gigantesca, sus estantes tallados en huesos de ballena. Sabía, sin saber cómo, que era su próximo castigo.
Pero antes de llegar, se detuvo. En la arena yacía un espejo roto. Al mirarlo, no vio su reflejo, sino a Lilith. Su vestido negro ondeaba en un viento inexistente.
—¿Ves ahora? —dijo ella, y su voz salió del espejo—. Recordar es el peor suplicio.
Víctor levantó el fragmento, cortándose la palma.
—¿Por qué me ayudas?
—Porque tu condena es la mía —respondió Lilith, y su imagen se desvaneció—. Busca la biblioteca. Allí está tu nombre, y el mío.
La cadena de palabras tiró de él, obligándolo a avanzar. Víctor maldijo, escupió sangre negra, pero siguió. En el aire, el eco del cuervo reía.
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Comments
Naruto Uzumaki
Tu historia es como una droga para mí, no puedo esperar para leer más. (💉)
2025-04-07
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