El desierto de arena negra no terminaba nunca. Víctor arrastraba la cadena de palabras (Culpable, Autor, Silencio) como un preso de guerra, las sílabas clavándose en su tobillo con cada paso. El sol —si es que era un sol— colgaba inmóvil en el cielo púrpura, una mancha blanca sin calor. Finalmente, la biblioteca se alzó ante él: una catedral de huesos. Los estantes no eran de madera, sino de costillas humanas entrelazadas. Los escalones de la entrada, tallados en fémures. Y en el dintel, un arco hecho de cráneos sonrientes.
Al cruzar el umbral, el aire cambió. Olía a polvo viejo y carne quemada. Los estantes se extendían hacia lo alto, perdidos en la penumbra. Los libros no tenían lomos de cuero, sino de piel tensada y tatuada. Víctor se acercó a uno: "Las confesiones de un asesino de versos", decía el título, escrito en letras que latían como venas.
—No toques lo que no puedes pagar —una voz áspera, como papel de lija, resonó desde las sombras.
Un hombre emergió tras un mostrador de vértebras apiladas. Era alto, envuelto en un manto de telarañas y vendas amarillentas. Sus cuencas vacías supuraban un líquido negro, y en lugar de manos, tenía garras de pergamino enrollado.
—¿Eres el bibliotecario? —preguntó Víctor, tratando de ocultar el temblor de sus manos.
—Soy el archivista de lo que nunca debió escribirse —respondió el hombre, señalando con una garra hacia los estantes—. Busca tu nombre. Todos terminan aquí.
Víctor recorrió los pasillos. Los títulos eran heridas abiertas: "El diario del hijo olvidado", "Las lágrimas de un poeta sordo", "Elegía para un amor que nunca existió". Hasta que lo encontró. En un estante bajo, casi escondido, un volumen delgado titulado "Víctor H.: Crónica de un Hundimiento".
Al abrirlo, las páginas estaban escritas en una letra temblorosa que reconocía como la suya. Relatos de sus noches en bares miserables, borradores de poemas jamás terminados, confesiones que había quemado en un bidón de basura años atrás. Pero al llegar a las últimas páginas, solo había blanco. Un vacío tan denso que le ardieron los ojos.
—Tu historia está incompleta —dijo el bibliotecario, apareciendo tras él sin hacer ruido—. El Autor dejó espacio para un final... si te atreves a escribirlo.
—¿Qué autor? —rugió Víctor, arrojando el libro al suelo—. ¡No soy un personaje!
El bibliotecario se inclinó, recogiendo el volumen con sus garras de pergamino.
—Todos somos personajes. Hasta él.
Señaló hacia el fondo de la biblioteca, donde una niña de trenzas sucias hojeaba un libro gigante. Su vestido estaba hecho de páginas arrancadas, y sus pies descalzos dejaban huellas de tinta en el suelo.
—La luz duele más que la oscuridad —leyó la niña en voz alta, y Víctor sintió un escalofrío—. Pero la oscuridad... la oscuridad sabe tu nombre.
La reconoció. Era la misma voz que había escuchado en el desierto, la misma risa de hielo.
—¿Qué eres? —susurró, acercándose.
La niña alzó la vista. Sus ojos eran dos pozos negros, idénticos a los del bibliotecario.
—Soy lo que queda cuando apagas la lámpara —dijo, y señaló el libro en sus manos—.Tú también estás aquí. En la página 42.
Víctor miró el libro. Era un bestiario ilustrado con criaturas hechas de versos. En la página señalada, un hombre con su rostro gritaba desde un pozo de tinta, rodeado de ratas que recitaban sus propios poemas.
—Ella es la guardiana de los márgenes —explicó el bibliotecario—. Los espacios en blanco donde el Autor esconde sus miedos.
Víctor retrocedió. Las paredes de la biblioteca comenzaron a cerrarse, los estantes crujiendo como huesos recién rotos. Los libros susurraban ahora, una cacofonía de voces:
—¿Por qué nos abandonaste?
—Era tan fácil terminar el poema...
—Mira lo que nos hiciste convertir.
Tomó el libro de su vida y lo arrojó contra una antorcha cercana. Las páginas ardieron con un chasquido siniestro, liberando gritos agudos. Pero el fuego no se apagó. Las llamas saltaron a sus manos, treparon por sus brazos, le lamieron el rostro.
—¡Detente! —ordenó el bibliotecario, pero era tarde.
Cuando el fuego se extinguió, Víctor yació en el suelo, ileso. Pero al mirar sus manos, vio que las palabras de las páginas quemadas se habían grabado en su piel. "Cobarde", "Fracasado", "Nadie" brillaban en rojo oscuro, como cicatrices recientes.
—Ahora eres parte del archivo —murmuró el bibliotecario, y por primera vez, su voz sonó a lástima—. Las palabras siempre encuentran su hogar.
La niña fantasma se acercó, dejando un rastro de tinta. En su mano sostenía una pluma hecha de una espina.
—¿Quieres escribir el final? —preguntó, ofreciéndosela—. Podemos cambiarlo todo... aquí, en los márgenes.
Víctor dudó. La pluma latía como un corazón diminuto. Pero antes de que pudiera tomarla, la cadena en su tobillo se tensó violentamente, arrastrándolo hacia la salida.
—¡No! —gritó la niña, y su voz se fracturó en mil susurros—. ¡Si sales, nunca podrás escapar!
Las puertas de hueso se cerraron tras él con un estruendo. Víctor cayó de rodillas en la arena negra, ahora marcada con símbolos que no reconoció. La biblioteca comenzó a hundirse, los cráneos del dintel reían mientras desaparecían bajo la arena.
Cuando se levantó, vio que las palabras en su piel habían mutado. "Cobarde" ahora era "Creador". "Fracasado" se había convertido en "Fragmento". Y en su pecho, sobre el corazón, brillaba una nueva frase: "La luz duele más que la oscuridad".
Siguió caminando. La cadena aún pesaba, pero ahora sentía algo más bajo la arena: un pulso lento, rítmico, como si el desierto fuera la piel de un animal dormido. Y en el horizonte, nuevas estructuras esperaban.
Pero antes de llegar, se detuvo. En el suelo yacía otro espejo roto. Al mirarlo, no vio su reflejo, sino a la niña fantasma. Sus ojos negros brillaban con lágrimas de tinta.
—Volverás —murmuró—. Todos vuelven.
Víctor apretó el fragmento hasta que le sangró la mano. Luego, siguió adelante.
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 20 Episodes
Comments