Capitulo III: El Asilo de los Espejos

La risa lo seguía. No una risa, sino docenas, tal vez cientos, agudas y líquidas, como cuchillos arrastrados sobre cristal. Víctor corrió sin aliento, sus zapatos aplastando espejos rotos cuyos fragmentos le mordían los tobillos. Las calles, antes laberínticas, se habían convertido en un corredor interminable flanqueado por edificios sin rostro. Hasta que lo vio: una puerta de hierro oxidado con un letrero descascarado que rezaba ASILO DE LOS ESPEJOS. La luz de la luna, pálida y enfermiza, se reflejaba en los cristales rotos de las ventanas tapiadas.

Empujó la puerta. El chirrido de los goznes retumbó en un vestíbulo vacío. El aire olía a cloro y humedad podrida, como si las paredes sudaran angustia. En el suelo, manchas oscuras trazaban un camino hacia unas escaleras que se hundían en la penumbra. Víctor descendió, cada escalón crujiendo bajo sus pies como huesos viejos.

El sótano era una sala abovedada con celdas de hierro oxidado. Las paredes estaban cubiertas de espejos empañados, algunos rotos, otros cubiertos con sábanas mugrientas. En las celdas, figuras inmóviles. Víctor se acercó a una: un hombre envuelto en vendajes sucios, sentado en el suelo, meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Sus labios, visibles entre las gasas, murmuraban una letanía:

—Nadie ve mi crimen de ser dos... nadie ve mi crimen de ser dos...

La voz era ronca, como si llevara décadas repitiendo lo mismo. Víctor retrocedió, pero otra risa estalló detrás de él. Se giró. Un niño de unos diez años, descalzo y con un camisón de hospital, señalaba hacia el techo. Sus ojos eran cuencas vacías.

—¿Quieres jugar a las escondidas? —preguntó el niño, y su boca se abrió demasiado ancha, mostrando dientes afilados como agujas—. Aquí siempre ganan los espejos.

Víctor echó a correr. Pasó frente a más celdas: una mujer con el cabello largo y enmarañado cantaba una nana en reversa; un anciano dibujaba círculos en la pared con sus propias heces; una joven con la piel cubierta de cicatrices en forma de versos susurraba: La luz duele más que la oscuridad.

Al final del pasillo, una puerta de metal con una mirilla. Víctor la abrió.

La habitación era blanca, demasiado blanca, como si la luz se hubiera solidificado en las paredes. En el centro, un escritorio de acero. Detrás, un hombre alto y delgado, vestido con una bata de laboratorio manchada de tinta, escribía en un cuaderno. Alzó la vista. No tenía ojos, solo dos agujeros negros que parecían perforar el cráneo.

—Víctor H. —dijo el hombre, y su voz resonó como un susurro dentro de un ataúd—. Llevo siglos esperándote.

—¿Quién... qué eres? —tartamudeó Víctor, notando que sus manos comenzaban a temblar.

—Soy el doctor K. —respondió, cerrando el cuaderno con un golpe seco—. Especialista en enfermedades del alma.

Se levantó y caminó hacia él. En lugar de pies, tenía raíces retorcidas que se arrastraban por el suelo, dejando un rastro de líquido negro. Le colocó un estetoscopio de plata en el pecho. El metal estaba helado.

—Ausculte su vacío —murmuró el doctor—. Latidos irregulares: nostalgia y miedo en compás 4/4. Respiración superficial: asfixia existencial. Diagnóstico final... —hizo una pausa dramática, acercando su rostro sin ojos al de Víctor—: Enfermedad de existir.

—¡Eso no es una enfermedad! —gritó Víctor, apartándose—. ¡Es solo... vida!

El doctor K. sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectamente alineados, demasiado blancos, demasiado humanos.

—La vida es el síntoma. La cura —sacó una jeringa llena de un líquido negro y espeso— es dejar de ser.

Víctor intentó huir, pero dos enfermeros emergieron de las sombras. No eran humanos: sus rostros eran máscaras de arcilla sin rasgos, sus manos garras de alambre retorcido. Lo sujetaron contra la pared mientras el doctor le inyectaba el líquido en la yugular. El mundo se desvaneció en un torbellino de imágenes:

Una máquina de escribir en un ático olvidado.

Un río de tinta donde flotaban cuerpos con la boca cosida.

Una mujer de vestido negro, sus ojos vacíos llenos de estrellas muertas.

Cuando despertó, estaba en una celda. Las paredes, cubiertas de espejos opacos, reflejaban siluetas difusas que no eran la suya. En el techo, alguien había escrito con excrementos secos:

EL INFIERNO ES UNA METÁFORA MAL CONTADA

El tiempo aquí era un animal herido. A veces, las horas pasaban en segundos; otras, los minutos se estiraban como goma podrida. Víctor golpeó la pared, gritando hasta que su garganta sangró. Nadie respondió. Hasta que, en un momento entre el sueño y la vigilia, una voz susurró desde la celda contigua:

—¿También te atraparon las palabras?

Era una voz femenina, áspera pero familiar. Víctor se arrastró hacia la pared.

—¿Lilith? —preguntó, recordando a la mujer del vestido negro.

—Los nombres son jaulas —respondió la voz—. Pero sí, soy yo. La que te advirtió. La que siempre vuelve.

—¿Qué es este lugar?

—Un sanatorio para los que preguntan demasiado. Los que desafían al Autor.

Víctor apoyó la frente contra el muro frío.

—¿Qué autor? ¿De qué hablas?

Lilith rio, un sonido amargo y dulce a la vez.

—El que escribe esto. El que nos condena a repetir nuestros errores en bucle. Tú lo conoces mejor que nadie.

Antes de que pudiera responder, un gemido retumbó en el pasillo. Víctor se asomó por los barrotes de la celda. Al final del corredor, una figura se arrastraba hacia él. Era uno de los pacientes vendados, pero ahora las gasas se habían desenvuelto, revelando una piel cubierta de ojos. Docenas de ojos, todos llorando tinta negra.

— ¿Por qué me abandonaste? —gimió la criatura, arrastrándose más cerca—. ¿Por qué me dejaste pudrirme en tus páginas?

Víctor retrocedió hasta chocar con la pared opuesta. Los ojos de la criatura brillaban con un dolor familiar, como si cada uno guardara un fragmento de su propia alma.

—¡Aléjate! —gritó.

La criatura alzó una mano deforme, y en su palma había un verso tatuado: "Escribir es cavar tu propia tumba con preguntas"

En ese momento, las luces parpadearon. Cuando se encendieron de nuevo, la criatura había desaparecido. Solo quedaba un charco de tinta humeante en el suelo.

—¿Lo ves? —susurró Lilith desde la celda vecina—. Aquí, las metáforas sangran. Las palabras se pudren. Y tú... tú eres el pez que muerde el anzuelo una y otra vez.

Víctor se desplomó en el suelo, exhausto.

—¿Cómo escapamos?

—No escapamos —respondió Lilith, y por primera vez, su voz sonó vulnerable—. Nos transformamos. Nos volvemos parte del poema.

Pasó lo que podrían haber sido horas o días. Víctor perdió la noción. A veces, los enfermeros de arcilla lo sacaban para inyectarle más del líquido negro. Cada vez, las visiones eran más vívidas: veía ciudades enteras escritas en piel, bibliotecas que ardían con sus propios versos, y siempre, siempre, la máquina de escribir en el ático, latiendo como un corazón herido.

Una noche, mientras yacía en el suelo, sintió que algo se movía bajo su camisa. Se levantó y descubrió que las palabras grabadas en su piel —aquellas que había visto en la biblioteca de huesos— se arrastraban como gusanos. "La luz duele más que la oscuridad", decía una. "Nacer fue el primer error", rezaba otra.

—Están vivas —murmuró, horrorizado.

—Claro que sí —respondió Lilith—. Las palabras son parásitos. Se alimentan de tu miedo, de tu duda. Por eso el Autor nos encerró aquí. Porque sabemos demasiado.

—¿Qué sabemos?

—Que esto —hizo un gesto que Víctor no podía ver— es solo un borrador. Un ensayo fallido. Y tú... tú eres el personaje que se dio cuenta.

Antes de que pudiera responder, la puerta de la celda se abrió. El doctor K. estaba allí, sosteniendo un cuaderno abierto.

—Es hora de su sesión de escritura —dijo, y sonrió con aquellos dientes demasiado perfectos—. El Autor quiere un final nuevo.

Los enfermeros lo arrastraron a la sala blanca. En el centro, había una máquina de escribir antigua, la misma del ático.

—Escriba —ordenó el doctor—. Escriba su propia condena.

Víctor se sentó. Las teclas eran frías y afiladas. Escribió:

QUIERO LIBERTAD

La máquina respondió:

LA LIBERTAD ES UNA PALABRA VACÍA

Entonces, las paredes comenzaron a sangrar. No sangre, sino tinta. Tinta que formaba versos, que gritaba maldiciones, que reía con la voz de todos los que había defraudado. Víctor cayó de la silla, retorciéndose mientras la tinta lo cubría, ahogándolo, llenándole la boca con el sabor amargo de sus propias mentiras.

Cuando despertó de nuevo en su celda, Lilith estaba cantando. Una canción sin palabras, solo notas rotas que se enredaban en el aire como hilos de telaraña.

—¿Por qué ayudarme? —preguntó Víctor, escupiendo restos de tinta.

—Porque tú me escribiste —respondió ella—. Y yo te escribo a ti. Así funciona el juego.

En ese momento, un sonido retumbó en el pasillo: el chirrido de una puerta abriéndose. Víctor se asomó. Al final del corredor, una salida que no estaba allí antes: un umbral brillante, dorado, como la página de un libro al amanecer.

—Es una trampa —advirtió Lilith.

—¿Y qué más da? —respondió Víctor, y corrió hacia la luz.

Detrás de él, las risas comenzaron de nuevo.

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