CAPÍTULO 16

La mudanza a la nueva casa fue un evento cargado de emoción. Cada caja representaba no solo pertenencias, sino recuerdos, decisiones y pequeños pasos hacia una vida compartida. Jazmín y Esteban habían decidido hacerlo sin ayuda profesional: querían armar su hogar con las propias manos. Entre risas, tropiezos y discusiones por dónde ubicar el sofá, parecía que todo marchaba bien.

Pero la vida —como suele hacer— tenía otros planes.

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El primer obstáculo surgió apenas una semana después de la mudanza. Esteban, como CEO, debía tomar una decisión crucial sobre una fusión millonaria con una empresa extranjera. La operación requería viajes constantes, reuniones hasta la madrugada y un nivel de presión que no había sentido en años.

Jazmín lo veía llegar cada noche más tenso, más distante. A veces, ni siquiera cenaban juntos.

—No tenés que explicarme todo, lo entiendo —le dijo una noche mientras lo esperaba en la cocina con la comida casi fría—. Solo me gustaría compartir un rato con vos sin que tu teléfono suene cada cinco minutos.

Esteban la miró con ojos cansados. Sabía que ella tenía razón, pero no encontraba la forma de equilibrar todo.

—Perdón. Te juro que esto no va a durar para siempre.

—¿Y mientras tanto?

El silencio entre ellos fue breve pero denso. Esteban se acercó, la abrazó por la espalda, apoyó la cabeza en su hombro.

—Te necesito conmigo. No me aflojes ahora.

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El segundo obstáculo vino de parte de Teresa, la madre de Jazmín. Al principio, se mostró feliz con el avance de la relación, pero al ver cómo su hija se iba adaptando al nuevo nivel de vida, comenzó a inquietarse. Teresa no podía evitar sentir que estaba perdiendo a su hija.

—No te olvides de quién sos, Jazmín —le dijo en una visita—. No todo lo que brilla es oro. Ese mundo en el que te estás metiendo… no es fácil.

—No me estoy “metiendo” en ningún mundo, mamá. Estoy construyendo uno nuevo.

—Sí, pero me preocupa que pierdas tus raíces.

Jazmín se sintió herida. Teresa no entendía que su amor con Esteban no tenía que ver con lujo ni ambiciones, sino con conexión real. Pero también la entendía. Era su madre. Y el miedo era su idioma más frecuente.

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El tercer obstáculo fue inesperado y devastador.

Esteban recibió una llamada una mañana mientras desayunaban juntos. Su madre, quien vivía en Mendoza, había sufrido un infarto. En cuestión de horas, él voló al interior del país, sin saber si la volvería a ver con vida. Jazmín quiso acompañarlo, pero él insistió en que se quedara.

—No quiero que pierdas días en la oficina. Vos también tenés responsabilidades —le dijo antes de irse—. Solo… esperame.

Durante esa semana, Jazmín vivió en una mezcla de ansiedad y soledad. La casa, que hasta entonces les había parecido un nido cálido, se sentía enorme y vacía. Dormía poco, comía mal, y su mente no dejaba de pensar en Esteban, en su dolor, en si estaría conteniéndolo alguien más.

Cuando él volvió, diez días después, su rostro había cambiado. Más ojeras. Más silencio. Más sombra.

—¿Cómo está tu mamá? —le preguntó apenas lo vio.

—Estable… pero va a necesitar rehabilitación intensiva. No puede vivir sola. Estoy evaluando trasladarla acá.

Jazmín asintió. Lo abrazó. Pero no dijo lo que pensaba: que la dinámica entre ellos ya estaba siendo difícil… y que ahora, una tercera persona —en situación delicada— se sumaría al hogar que apenas empezaban a compartir.

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Los días siguientes fueron tensos. Jazmín se esforzaba por acompañarlo, por contenerlo, por no reclamarle nada. Pero a veces se sentía sola en su propia casa. Esteban pasaba horas en la oficina, o hablando con médicos, o gestionando el traslado de su madre.

Una noche, mientras doblaba ropa en la habitación, encontró una pequeña caja de terciopelo en uno de los cajones de Esteban. La abrió con manos temblorosas.

Un anillo.

Un hermoso anillo de compromiso.

Se quedó en silencio, con la caja en la mano. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿La propuesta había sido parte de sus planes antes del caos? ¿Todavía lo era?

Cuando Esteban llegó, lo enfrentó con dulzura pero sin rodeos.

—¿Esto era para mí?

Él la miró, sorprendido, y luego bajó la vista.

—Sí. Iba a pedírtelo hace unas semanas. Pero todo se complicó. No parecía el momento.

—¿Y ahora?

—Ahora… ni siquiera sé si tengo cabeza para eso. —Se sentó en la cama, visiblemente agotado—. Jazmín, estoy haciendo lo que puedo, pero siento que no llego a nada.

Ella se sentó a su lado. Lo miró largo. Lo amaba, sí. Pero también empezaba a entender que el amor no siempre era suficiente cuando la vida se desbordaba.

—Yo también estoy haciendo lo que puedo, Esteban. Pero me estoy empezando a sentir invisible.

Él levantó la vista y la tomó de la mano.

—No quiero que te sientas así. Te juro que voy a recuperar el equilibrio.

—No me jures nada. Solo… volvé a mirarme como antes.

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Al día siguiente, Jazmín se fue a trabajar en silencio. Pero en su interior, algo se movía. Sentía que estaban al borde de una grieta. Que o la sellaban… o se quebraban.

En la oficina, las miradas volvieron a volverse incómodas. Algunas secretarias murmuraban al verla pasar. Y Carla, la secretaria más antigua —quien nunca la había querido— le lanzó un comentario en el ascensor.

—Parece que la vida de princesa se te está complicando, ¿no?

Jazmín respiró profundo. No respondió. Ya no tenía energía para batallas inútiles.

Esa misma tarde, mientras revisaba unos papeles, recibió un ramo de flores. Rosas blancas. Y una tarjeta.

"No tengo todas las respuestas, pero tengo claro que no quiero perderte. Esperame esta noche en casa. Esteban."

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Cuando llegó, la casa estaba iluminada con velas. Música suave, aroma a comida casera, y Esteban esperándola en la cocina con delantal puesto y sonrisa de disculpa.

—No voy a pedirte matrimonio hoy. No todavía. Pero sí voy a pedirte algo igual de importante.

Ella lo miró con el corazón encogido.

—¿Qué?

—Paciencia. Y que no te vayas. Que te quedes conmigo a pesar del caos. Que sigamos haciendo esto, incluso cuando no es perfecto.

Jazmín dio un paso hacia él.

—¿Y vos? ¿Vas a quedarte conmigo también cuando no sea todo felicidad?

—Hasta el último día.

Se abrazaron largo. Lloraron un poco. Rieron otro tanto. Y comieron esa cena con la sensación de que, aunque la vida se complicara, lo que tenían valía el esfuerzo de sostenerlo.

Ese día no resolvieron todos los problemas.

Pero eligieron seguir eligiéndose.

Y eso, ya era una victoria.

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