Me escabullí de la cafetería antes de que Fabián empezara a lanzar sus teorías sobre por qué la leche estaba “ligeramente agria” y si eso era parte de un experimento del reformatorio. Fui al baño con la excusa de lavarme la cara, pero en realidad necesitaba unos segundos sin el ruido de charlas, cuchillos raspando bandejas y esa sensación constante de que alguien te está juzgando por cómo comés el pan.
El pasillo estaba tan silencioso que podía escuchar mi propio juicio interno con eco.
Y justo cuando pensaba que por fin iba a tener un momento de paz...
—¿Y este quién es? ¿Porqué tan solito? —La voz me llegó desde la sombra de una columna. Sarcástica. Burlona. Inconfundible.
Me giré. Ahí estaba ella, apoyada contra la pared con los brazos cruzados, auriculares blancos colgando del cuello y una media sonrisa que gritaba problemas. Lara.
—La rubia escénica —dije en voz baja, más para mí que para ella.
—¿Así saludás a las chicas? ¿O solo a las que te ignoran? —contestó, caminando hacia mí con esa mezcla de confianza y fastidio.
Tenía los ojos grandes, café claro, pero había algo detrás: una especie de chispa peligrosa, como si estuviera pensando en cómo arruinarte el día... por deporte.
—Solo saludo a las que no tienen complejo de influencer en prisión —solté, cruzando los brazos.
Ella rió como si le hubiese contado un chiste de verdad.
—Tranquilo, Liam. Me caés bien. Tenés esa vibra de perrito callejero… medio perdido, pero con actitud.
Se sacó el chicle y lo pegó en la pared sin culpa. Asqueroso. Pero le quedaba.
—Dicen por ahí que andás rompiendo corazones… aunque parece que Cloe y Ariana se saltaron la parte donde te prestan atención —tiró con media sonrisa.
Me reí. No porque fuera gracioso, sino porque me gustaba cómo lo decía, como si todo le importara poco.
Ahí supe que venía con ganas de jugar.
—Eso no es asunto tuyo, mal teñida —solté.
—Oh, Liam... —bajó la voz —. Si necesitás... desahogo, yo estaría dispuesta. Ya sabés...
Me di media vuelta y seguí caminando, dejándola ahí, con su media sonrisa.
Entré al baño, abrí la canilla y me eché agua en la cara. Necesitaba despejarme. Pero mi momento zen duró lo mismo que la batería de los auriculares inalámbricos de Fabián.
¡PAF!
Un estruendo retumbó desde la cafetería. Gritos. Sillas volando. El caos había empezado.
Corrí.
Al llegar, me encontré con la versión adolescente de una batalla campal. En el centro: Cloe y Lara, como dos leonas rabiosas. Cloe, normalmente zen y de frases tipo “todo pasa por algo”, ahora parecía una luchadora con sed de venganza.
—¡Perra manipuladora! ¡Siempre metiéndote en todo! —gritaba, lanzándose puñetazos al aire.
Lara, por su parte, se movía con gracia. Sonriente, esquivando como si no le costara.
—Qué decepción. Esperaba más.
Fabián miraba todo mientras mordía una tostada.
—¿Esto cuenta como desayuno con show? —me preguntó con la boca llena.
Intenté acercarme, pero Cloe logró conectar un golpe en la mejilla de Lara. El “clac” del impacto se oyó hasta el fondo. La sonrisa de Lara se desfiguró por un segundo.
Lara respondió con un cachetazo que hasta mi abuela habría aplaudido.
—Digan lo que quieran, pero esto está mejor que Netflix —dijo Fabián, riéndose como si fuera el público de un programa en vivo.
Corrí hacia Cloe, la agarré por los brazos para detenerla.
—¡Ella me provocó! —gritó Cloe, entre llanto, sudor y furia.
—¿Yo qué? —intervino Lara, tocándose la cara con una sonrisa maquiavélica—. Si fueras menos patética, quizás tu novio no te habría engañado con tu amiga.
Y justo cuando pensaba que eso era suficientemente intenso...
—¡HIJO DE PUTA!
Apareció Marcos como si alguien lo hubiera invocado. Caminaba directo hacia mí, con los puños apretados y la cara deformada por la furia.
—¿Otra vez? —pregunté, levantando una ceja. Ya me había olvidado que este tipo existía.
—¡Dejá de jugar con Cloe, idiota!
—¿Eso es una amenaza o tu manera de coquetear conmigo? —repliqué, en tono ácido.
No respondió. Solo corrió hacia mí como un toro con problemas emocionales. Esquivé el primer golpe —por suerte— pero el segundo me dio de lleno en la mandíbula. Caí al piso, pero me levanté con una sonrisa.
Me lancé hacia él y le metí un puñetazo en el estómago que lo hizo doblarse. Pero ahí no terminó. Él me empujó contra una mesa, cuando todo estaba por subir de nivel... llegaron los monitores.
—¡CORTEN LA PELEA, YA! —rugió uno de ellos, mientras otros tres irrumpían en la sala como si fueran policías.
—¡Vienen los monitores! —gritó alguien, y entonces… el apocalipsis.
Bandejas volando, sillas volcadas, gente corriendo como si el desayuno hubiera sido envenenado. Fabián me agarró del brazo.
—¡Hora de irse!—gritó, arrastrándome entre la estampida.
Reíamos entre jadeos, adrenalina y un poquito de miedo.
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