La cafetería olía a comida rancia y frustración adolescente. El aire estaba tan cargado de tensiones hormonales que cualquier chispa podía comenzar un incendio. Fabián y yo caminábamos con nuestras bandejas en mano como si estuviéramos cruzando una zona de guerra.
Buscábamos una mesa vacía, pero mi vista, de forma automática, ya se deslizaba por encima de las cabezas buscando a dos personas. Cloe, que me miraba como si yo fuera un error de cálculo en su vida, y Ariana, que me miraba con desdén. Pero hoy... ninguna de las dos estaba.
—Genial. Mi club de fans se tomó el día libre.
—Deben estar ocupadas rascándose los ojos entre ellas —comentó Fabián, dándole un mordisco a su pan—. Ojalá se graben. Digo, por ciencia.
Solté una risa seca.
—¿Qué tenés ahí? —le pregunté, mirando la carpeta que llevaba bajo el brazo.
—Material didáctico —dijo sin vergüenza—. De anatomía aplicada.
No llegué a responder. Tropecé. O mejor dicho, me hicieron tropezar. Sentí el pie antes de verlo. Mi bandeja voló, mi desayuno se convirtió en una instalación de arte abstracto en mi campera, y yo terminé de rodillas frente a toda la maldita cafetería.
Carcajadas. Muchas. No hacía falta mirar para saber quién fue.
Camilo.
Ese simio con sobrepeso que se creía mucho sólo porque podía comer seis porciones en menos de cinco minutos y aún tener espacio para postre. Se reía con la boca llena de cereal, como si su sentido del humor se hubiera quedado atrapado en primaria.
—Fijate por dónde vas, idiota —dijo, sin dejar de reírse.
Me puse de pie despacio. Muy despacio. No por vergüenza. Por efecto dramático. Lo miré. Él me miró. Su cara era todo lo que estaba mal con el sistema educativo.
—Camilo —dije, en tono casi amistoso—. ¿Sabés qué es lo peor de tener una cara así?
Parpadeó.
—¿Qué?
—Que no te puedo romper otra.
Y le pegué. Un puñetazo limpio, sin dudar. Cayó de espaldas, ruidoso como un costal de carne, con los brazos abiertos como si esperara una resurrección.
—¡Pelea, Pelea! —gritó alguien.
Camilo intentó levantarse, su cara una mezcla de sorpresa, dolor y cereales aplastados. Yo ya estaba en camino.
—¡Este es por hacerme perder el desayuno! —grité, y mi rodilla se encontró con su nariz.
Sangre. Gritos. Gente huyendo. Las bandejas volaban como proyectiles. El caos era hermoso.
—Eso te pasa por subestimar el arte moderno.
Fabián se acercó, aplaudiendo como si acabara de ver una obra maestra en el teatro.
—¡Brutal! —exclamó—. Liam, te lo juro, si fueras una serie, tendría todos los episodios descargados.
—Vámonos antes de que aparezcan los vigilantes con sus palos de plástico —le dije, limpiándome la sangre del brazo con un trozo de servilleta.
Nos sentamos en una mesa lejos de la escena del crimen. Fabián sacó su “material didáctico” y lo abrió como si estuviéramos en una biblioteca.
— Me agradas mucho más así, rompiendo narices en lugar de corazones.
Sonreí con gusto.
No había nada como un desayuno interrumpido por violencia gratuita. Y esta vez, ni siquiera me sentía culpable.
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