Capítulo 2 — ¿De dónde sacaste una Playboy?

Estaba acostado, mirando el techo descascarado como si esperara encontrar alguna señal divina entre las manchas de humedad. No la había, claro. Solo estaba yo, mi cama medio deshecha, olor a encierro y el eco de dos ausencias: Cloe y Ariana. Ambas me evitaban como si tuviera peste, lo cual, siendo sinceros, era más divertido que preocupante.

Cloe pasaba al lado mío como si no me viera, y Ari… bueno, Ari ni siquiera se dignaba a estar en el mismo pasillo. Qué dramáticas.

Quizá estaban indignadas. Quizá heridas.

O, como diría Fabián, quizá estaban demasiado calientes para admitirlo.

Suspiré, sonriendo. El viejo yo volvía a sentirse cómodo en su piel.

Mi habitación era un caos: ropa tirada, una toalla húmeda colgando de la lámpara, libros sin abrir. Me sentía en casa. El internado podía oler a desinfectante y tener reglas hasta para respirar, pero aquí dentro, este pequeño cubículo era mi santuario decadente.

Golpearon la puerta. Una, dos veces, y luego la voz de siempre:

—¡Liaaaaam! ¡Abrí, tengo pan y noticias calientes!

Rodé los ojos.

—¿Qué clase de pan? —grité sin moverme.

—Del robado. El más sabroso —respondió, y pude imaginar su sonrisa de hiena.

Me levanté con flojera y abrí. Fabián entró como si fuera su casa, con una sonrisa desvergonzada y una revista vieja escondida bajo el brazo.

—¿Esa es una Playboy? —pregunté, alzando una ceja.

—Shhh, llamala literatura visual —dijo, arrojándola sobre mi escritorio como si fuera material de estudio.

Fabián era un desquiciado con carisma. Cabello siempre despeinado, ojos de quien no ha dormido en tres días por voluntad propia, y esa sonrisa constante que uno no sabe si es de amigo o de psicópata funcional. No lo cambiaba por nada.

Se sentó en mi silla giratoria, robó mi botella de agua y empezó a hojear la revista como quien repasa apuntes antes de un examen.

—Entonces… ¿ya te diste cuenta de que ambas te odian? —soltó, sin levantar la vista.

—¿Qué te hace pensar que no lo disfruto? —respondí, sentándome en la cama.

—Lo sé por tus ojeras y tu cara de "me hicieron ghosting dos flacas al mismo tiempo". Clásico. ¿Qué pasó? ¿Las confundiste de nombre en la cama o solo fuiste vos mismo?

—Qué gracioso —murmuré, aunque tuve que reprimir la risa—. No las llamé ni una vez. Estoy dejando que la tensión crezca. Las chicas adoran eso, ¿no?

—Sí, claro. Nada excita más que ser ignorada por un antisocial con tendencias narcisistas.

Nos reímos. Él se reclinó hacia atrás hasta que casi se cae.

—A ver si entendí —dijo—: abrazas a la mejor amiga de la chica que te gusta, en público, sin ningún plan de daño colateral, y ahora estás confundido porque ninguna te habla. ¿Estoy siguiendo bien?

—Sí, bueno… —me rasqué la nuca—. No fue tan… estratégico.

—Bro, se están matando entre ellas. Lo más probable es que ambas estén celosas. Pero tranquilo amiguito, esto no va a terminar bien para vos. Nunca termina bien para nosotros.

Me quedé pensando un segundo.

—¿Nosotros?

—Sí, los que jugamos con fuego mientras usamos pantalones de papel.

Solté una carcajada. Después de todo, tenía razón.

—¿Vamos afuera? Me estoy asfixiando con tu perfume de testosterona encerrada.

Salimos al pasillo. Estaba casi vacío. El sonido lejano de una alarma marcaba el desayuno, y los chicos empezaban a asomar las cabezas de sus habitaciones como topos con sueño. El internado, con sus paredes manchadas y su olor a cereal barato, cobraba vida a su manera triste y mecánica.

La luz matinal se filtraba por los ventanales rotos. Afuera, el patio de cemento parecía una prisión con flores mal cuidadas. Dos monitores caminaban con cara de que no les pagaban lo suficiente, y un grupo de chicos ya jugaba a empujarse cerca de las mesas de hierro.

—¿Sabés qué? —dijo Fabián, sacando un panecillo de su chaqueta como por arte de magia—. Con todo este caos, igual me cae bien la vida.

—¿Por qué? —pregunté, dándole un mordisco.

—Porque incluso en este reformatorio de mierda, todavía se puede encontrar una Playboy entre las paredes agrietadas.

Me reí. Y mientras caminábamos hacia el comedor, con las manos en los bolsillos y sin más certezas que el pan robado y una revista vieja.

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