En mitad de la calle, protegido por la barricada de sacos de arena puesta a las prisas por los ingenieros de combate, la situación del pelotón era tan caótica como la de las demás unidades. Comprometidas sus vidas por los francotiradores en los tejados y ventanas de los pisos altos, ninguno de ellos podía observar lo que sucedía al frente sin ponerse en riesgo a que una bala les atravesase el cráneo bajo esta interminable lluvia de proyectiles. Sería estúpido intentarlo, por lo tanto, dependen del pelotón que se refugia detrás de un edificio aledaño. Estos hombres son los únicos que pueden ayudarlos con algo de fuego de cobertura, más solo dos soldados pueden disparar desde la esquina; un tercero supondría un peligro, ya que tendría que exponer su cuerpo además de la cabeza. En tal situación, quedaría depender de la batería, pero...
—¡Joder! —Connor no puede ni maniobrar bien su arma en tan poca cobertura. A rastras busca un ángulo para poder disparar desde uno de los lados de los sacos, pero tan pronto asoma el casco es como si se pusiese una diana en la cabeza.
—No hay como responder al fuego sin morir en el intento sargento, deberíamos volver e intentarlo por otro sitio.
—¡La artillería dijo que se demoraría, debemos esperar! No podemos dejar la posición —«Ellos defienden este lugar acérrimamente porque si lo pierden habremos ganado; no podemos retirarnos aún». El sargento hizo uso de su radio para pedirle a la batería que se apresurase, ya que mientras más rápido saliesen de ese embotellamiento, las probabilidades de éxito de la misión aumentarían, aunque fuese un poco.
Se produjo una explosión cerca de la barricada, y advirtió Connor el sonido de una plataforma lanzagranadas. Miró a Arturo y este le devolvió la misma mirada aterrada. No pueden salir del lugar, no rápidamente, solo les queda rezar porque el enemigo sea malo usando el artefacto. Afortunadamente así pareció ser, puesto las otras cinco granadas siguientes impactaron en todos lados de la calle menos dónde ellos estaban. Aun así, uno de los impactos fue a dar muy cerca de ellos.
—Podrán ser personas sin entrenamiento, pero si les damos tiempo, aprenderán. No podemos quedarnos aquí.
Un estruendo a la lejanía les hizo alzar la vista, encontrando que el cielo estaba siendo atravesado por una columna de humo dejada por un misil focalizado en su misión. Esto le desvió la atención a todo hombre presente; todos observaron la ojiva que cantaba con voz ronca una melodía apocalíptica mientras se alejaba.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NOOOO! —Gritó el sargento del pelotón que se refugiaba en las ruinas cercanas, pegando los alaridos en el cielo con las manos en la cabeza y corriendo un corto trecho antes de detenerse en medio del campo de batalla.
Una alarma estridente reverberó por toda la ciudad. Se escuchaba incluso por encima de las explosiones, los disparos y silbidos de la muerte; es una señal de que una catástrofe está por ocurrir, que ya está en curso. Segundos después se escuchó en la radio la transmisión de un mensaje repetitivo que predicaba:
—A todas las unidades en el campo de batalla: varias bombas de hidrógeno han sido lanzadas. Repito: varias bombas de hidrógeno, clasificadas como termonucleares, han sido lanzadas a vuestra posición... Escapen si pueden hacerlo. Buena suerte. Que Dios nos ampare.
Todo esto pareció no solo detener los corazones de los soldados aliados, sino que también terminó helando los del enemigo. Los disparos y las explosiones cesaron casi de manera abrupta, hundiendo el lugar bajo el desesperanzador ruido de las sirenas que alertaban del ataque masivo inminente. El campo de batalla cesó, y con ello las diferencias, las nacionalidades, los ideales y los juramentos; nada de eso parecía ser importante ya. Ante tal funerario escenario, los soldados fueron saliendo de sus trincheras, de sus coberturas, se levantaron del suelo, todo humano se incorporó. A pesar de que todos estaban a la vista de todos, nadie hacía amague de querer seguir con el conflicto; ya para qué, se había terminado. Lo único que los unía, y con razón suficiente, era la humana sensación de que todos sus esfuerzos han terminado por ser infructuosos, resignándose a aceptar la muerte en este lugar mugre y devastado hasta los cimientos.
—¡¡IDIOTAS!! ¡¡IMBÉCILES!! ¡¡TODOS SOIS IDIOTAS!! Se acabó, hijos de puta, ¡se acabó! —El Sargento Muvdi despotricaba contra todos los enemigos, aunque ninguno de estos entendiese su lengua, y, aun así, estos parecían comprenderlo todo—. ¡¿Qué estabais protegiendo, ah?! ¿Qué protegíais?, ¿vuestro honor, bandera, familias, vidas? ¡Bien, lo han conseguido, muy bien! —Trataba Muvdi de imitar un tono jovial a través de su cólera y frustración mientras aplaudía abiertamente en el aire para que todos le vieran—. ¡Esta es su recompensa por lograrlo, descerebrados!: ¡La muerte de todos!, eso es lo que habéis conseguido. Mis hijas morirán y las suyas también; mis padres morirán y los suyos también; mis sueños no se cumplirán, ni los suyos. Muy bien idiotas, ¡muy bien!
Muvdi se retiró el casco y lo pateó luego de dejarlo caer, se quitó la correa del fusil y tiró el mismo a algún sitio lejos de él. Muvdi se fue caminando a morir a algún lugar lejos de allí, con la derrota pesándole en los hombros.
El lugar comenzó a ser abandonado, enemigos y aliados se retiraban por igual. Dejaban sus armas tiradas en el suelo, porque ¿ya para qué portar una? De igual manera van a morir; lo que tengan en manos no será importante para nadie de ese momento en adelante.
Algunos han de correr con la suerte de estar en helicópteros o aviones en ese momento y podrán alargar su vida al menos por unos contados días más. En cuanto a Connor, aunque tuviese una máquina de esas para salvarse, no la usaría, puesto que este es el inicio del fin y no hay marcha atrás. Sería, piensa él, un intento inútil por evitar lo inevitable.
Muchos corrían despavoridos hacia un inexistente lugar seguro, entre ellos varios de los integrantes del pelotón veintiséis, y los que no, estaban resignados a espectar lo siguiente a ocurrir.
Connor se echó nalgas a tierra, dejó el fusil de guerra a un lado de sus pies, se quitó el casco y lo colocó entre sus pies, se quitó el antifaz, puso sus brazos sobre sus rodillas dejando colgar las manos y descansó. Sus ojos grisáceos reflejaban el hermoso color naranja del atardecer y el horroroso color naranja de las lenguas de fuego que lamen el cielo, producto de la destrucción.
—Así que nos rendimos —señaló Arturo luego de lamerse los labios resecos y heridos de suciedad. Se acercó a Connor y con despreocupada actitud se colocó una mano en la cadera viendo el mismo horizonte que el Sargento observaba.
—Se acabó hermano. Igual ya estoy hasta los teques; si así debe terminar, amén.
Un ataque nuclear conlleva una respuesta de igual o mayor magnitud, nunca menos, lo cual acarreará una reacción en cadena destructiva para las naciones implicadas. La cosa es que, mientras más bombas de destrucción masiva sean lanzadas, más insostenible y desequilibrado se vuelve el planeta, volviéndolo inhabitable. Si alguien ha dado una respuesta nuclear, lo hizo consciente de que ese sería el resultado: la aniquilación mutua arrastrando consigo a todo el género humano y a toda la vida en la tierra.
—Pues si la muerte llega, que me agarre acostado, sí señor —Bill, un hombre de rostro adusto con cincuenta años de edad, expresó aquello a la vez que tiraba su Galil al asfalto y se quitaba el casco. El cabo se acostó cerca del Sargento y se dejó el casco sobre el pecho—. ¿Quién se va con remordimientos? Que levante la mano —Él fue el primero en levantarla, le siguió Connor y luego el tirador de precisión Arturo... En total fueron seis quienes levantaron la mano. Estos seis constituyen la totalidad de ellos, debido a que el resto han huido. En esa calle no queda nadie más— Una esposa a la cual le prometí un hijo cuando la guerra terminase, ¿ustedes?
—Nunca tuve sexo —Wiqar, hombre de cara cuadrada y una barba que tenía una semana o dos de ser rasurada, fue quien respondió.
—Estás jodiendo.
—Quisiera.
Los hombres rieron bajo la sombra de la muerte que se avecinaba segundo a segundo y la bulla de las sirenas que no paraban de recordarlo.
—¡Díganme quién más no ha follado para descojonarme de la risa! —exclamó Bill—. Seguro el Sargento en su vida ha visto una vagina, y si el novato dice que ya mojó el palito a sus dieciséis años voy y me arrodillo ante él en mi lecho de muerte.
—¿A qué viene esa falta de respeto? El trasero de Arturo es mejor que el de cualquier mujer —Bromeó el Sargento mirando a su compañero, quien le respondió con severa mirada.
—No, no he tenido relaciones sexuales.
—Y nunca tendrás, porque estamos en esencia muertos.
Nadie se molestó al escuchar la respuesta de Bill ante la confesión de Yuno; la muerte ha sido aceptada pacíficamente. Están saboreando estos últimos momentos de vida tanto como puedan, puesto son los últimos. No habían experimentado tal dilatación del tiempo antes. Esperan los minutos que faltan para que estallen las bombas mientras sienten que han hablado por horas. Nada mejor que una conversación banal y soez para despedirse de la vida: es el sentimiento de todos.
—En todo caso, de lo único que me arrepiento de verdad es no tener nada de lo que arrepentirme. Nunca hice nada malo porque nunca salí de casa, nunca supe que quería hacer con mi vida, y a pesar que ser soldado es una experiencia única, no puedo hablar mucho de ello solo con seis meses de experiencia —Expuso Yuno, un adolescente de apenas dieciséis años con los ojos caídos y rasgados.
—Siempre quise un Lamborghini o un Camaro... —habló después Marx, joven de cara larga y cachetes esbeltos, quien se había quedado a esperar su muerte junto a los otros cinco—. Algo de ese estilo, ¿sabes?, deportivo. Ir a velocidad alta. Algún que otro comparendo no me parecía mala idea.
—Si reencarno diez veces, diez veces sería soldado —le llegó el turno a Arturo, de la misma edad de Connor, con cara de rasgos delicados y ojos tan oscuros que parecían negros, quien inspeccionaba su M4A1 por última vez—, pero solo me gustaría una segunda oportunidad para amar a alguien. Del sexo opuesto, aclaro.
Y eventualmente quedó Connor, el último, que respondió con la verdad a la pregunta Bill al igual que los demás.
—Prometí que esta sería la última misión que haría y después me retiraría para cuidar de mis hermanas. Solo cumplí la primera parte y no como acordé hacerlo —«¡Se suponía que debía ser vivo!» se lamentó para sus adentros—. Pero al menos podré disculparme con ellas.
Connor tomó el radio y cambió la frecuencia como Mia le había enseñado a hacerlo para poder dejar un último lo siento a su pequeña hermana.
—¿Hermanas? ¿No tenías solo una? ¿No estaba muerta?
—Tú lo has dicho. Por algún puñetero milagro sobrevivió. Adopté a otra niña, su amiga... O lo había hecho. Oye Mia, ¿estás ahí?
—¡Connor...! Yo... Lo siento tanto —luego de que en la línea se escuchase que la conexión había sido exitosa, Connor llamó y Mia respondió.
—No tengo mucho tiempo, lo has de saber ya, así que graba, necesito decirle algo a Luz antes de irme.
—Adelante, te escuchará —Mia respondió tan rápido que parecía como si la próxima a morir fuese ella. Cosa verdadera a último término.
—Yo... te he fallado, Luz. Le he fallado como a trece mil millones de personas, a todo el género humano que existió y al que por mi ineptitud nunca podrá existir, pero principalmente te he fallado a ti, hermanita. Te prometí volver, y no podré hacerlo. Te prometí un lugar tranquilo para vivir, y no pude evitar la destrucción del mundo donde se encuentra ese lugar. Lo siento tanto. Prometí siendo incapaz de cumplir, eso me avergüenza. Voy a morir y... Lo siento. Es lo único que puedo decir: lo siento.
—La hermana Malai nos dijo que había un cielo al que iríamos si moríamos...
A través del radio se escuchaba la voz temblorosa y entrecortada de una niña cuyos sentimientos han sido rotos. Connor no previo que esto pudiera pasar y quedó perplejo. Escuchar la voz de su hermana sollozando, sabiendo que es lo último que oirá, lo quebrantó, no pudo aguantar las lágrimas y las derramó mientras trataba de secarlas inútilmente.
—Luz... ¿Qué haces ahí? —Eso no le importaba en lo absoluto, solo quería escuchar la voz de su hermana, fuese cual fuese el tema de conversación
—La hermana Milai dijo que ahí nos reencontraríamos con los que habíamos amado en vida —prosiguió la pequeña— y que solo era cuestión de encontrarnos en el cielo... —presencio entonces Connor un destello de luz tan potente como el sol mismo a la lejanía. Entonces comprendió que el tiempo se había acabado— Prométeme, que en el cielo me buscarás.
No tenía tiempo para pensar, debía ser rápido, debía decirlo rápido. En ese instante, en el horizonte lejano, pero más cerca que el anterior y a la derecha de este, hubo un segundo estallido de luz, sin sonido aún.
—Prometo que te encontraré, ya sea en el cielo o en otro plano. Si soy enviado al infierno, escalaré hasta lo alto con las yemas de los dedos y te buscaré. Avanzaré, siempre adelante, y te encontraré algún día...
Entonces un fulgor tan brillante como si el sol mismo hubiese quedado a ras del suelo se posó delante de él.
Las comunicaciones fallaron, y en la pantalla al frente de Luz y Mia, apareció una advertencia de «No Signal».
Mia Brown rodeó con los brazos a la pequeña niña, quien lloraba a moco tendido. El abraso era un consuelo de Mia para Luz, pero también le era una autoayuda para aceptar que todo estaba perdido y que por muy lejos que se encuentre de las detonaciones nucleares, la muerte la encontrará de una manera u otra más temprano que tarde. Estima que le han de quedar unas semanas de vida como mucho a toda la humanidad.
¿Qué tiene sentido ahora? Debería quedarse donde está y llorar, dejarse morir, esperar a que la radiación la mate cuando el momento le llegue. Pero algo, ese instinto intrínseco de supervivencia le dice que no puede hacerlo, que aún hay esperanza, en alguna parte.
Mia tomó a Luz después de haber enjugado las lágrimas de la pequeña. Apagó los aparatos, se colocó una chaqueta y salió al pasillo. Todo era un auténtico caos. Las personas corrían de un lado a otro, vestidos de verde camuflaje, llevando papeles de un lado a otro: informes, gráficos, o más probablemente peticiones de renuncia, «como si el ejercito les fuera a dar el visto bueno para que se vayan a casa». En una sala algo espaciosa se encontraron con Sara, quien no comprendía qué era lo que estaba pasando.
—¿Pasó algo grave? ¿Debemos huir? —Sara observaba como soldados, de viejos a jóvenes, se hallaban atareados, gritando, peleándose los unos a los otros.
Mia y Luz guardaron silencio.
Es cruel, pero piadoso. Es mejor darle a un niño hasta las últimas esperanzas, aunque estas sean falsas.
Mia tomó a las niñas en ambas manos, y caminó con ellas por los pasillos hasta salir de aquel centro de inteligencia militar.
Alguien que necesitaba de los servicios de Mia Brown fue hasta su puesto de trabajo para pedirle que lo ayudase en algo. Tal vez un superior; tal vez un desesperado. Pero no la halló, ni ahí ni en ninguna otra parte. Mia Brown había desaparecido junto a Luz y Sara Kataoka.
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