Se multiplicaron las amenazas. No solo de Mamani y su mafia, sino de los otros empresarios que integraban el directorio y a quienes boté a patadas. Era gente poderosa, de muchos recursos económicos y que manejaban otras empresas, sin embargo preferían sangrar a El Destello porque el consorcio navegaba en un mar de dinero. Mi padre fue condescendiente con ellos, ya que al fin y al cabo, todos los negocios del conglomerado eran rentables y dejaban demasiadas ganancias. Jamás conocimos de pérdidas. Mi madre, incluso, amplió los horizontes en Europa y tras el deceso de papá se fue con mi hermana a Alemania para dirigir los negocios en el viejo mundo, huyéndole al inmenso dolor que le provocó la partida de quien fue lo que más amó en este mundo.
Janeth, mi secretaria, me mostraba las cartas escritas en sangre, amenazando con hacerme polvo, cajas con excrementos y hasta con ratas muertas. Yo me reía, balanceándome en mi silla giratoria.
-Eso me gusta-, decía divertida. Ya les he dicho cómo me encanta la adrenalina.
Es que no solo despedí a los empresarios que formaban la cúpula de mando de El Destello, sino que les entablé juicio por desfalco y aprovechamiento ilícito. En contabilidad encontré forados enormes, robos sistemáticos y hasta evidentes delitos de colusión y organización criminal. Robaban a manos llenas, a espaldas de mi padre.
Nombré contador general a mi primo Gerd, el hijo del tío Helmut, y él descubrió no solo forados, sino abismos sin fondo de robos, cuitas, fraudes, engaños y todo tipo de delito habido y por haber.
Fueron cincuenta accionistas a los que despedí y además les quité hasta el último centavo, ganándole los juicios, arruinándoles sus empresas, gracias a que el personal de seguridad, de mucha confianza de mi padre, amigos incluso de infancia, tenía videos grabados de sus robos descarados.
-¡Morirás, perra!-, gritaban cuando todos eran llevados esposados a la cárcel
Pocos se salvaron de ir a prisión. A Willy Carpio, Mauro León, Kevin Douglas, Uwe Overtah y Luis Valenciano les comprobaron sus delitos pero el juez solo los sentenció con cárcel suspendida por cuatro años. Pagaron fortunas considerables por daños y perjuicios a El Destello y juraron matarme.
-Nadie, ni tu padre, se atrevió a tanto-, me dijo mi seguridad personal, Rodolfo.
Yo me reía, coqueta y sexy, restándole importancia a las amenazas.
La purga y la limpieza en la empresa continuó. En una semana salieron de El Destello 623 funcionarios de todas las áreas porque habían confabulado en esos robos sistemáticos, facilitando los desfalcos y haciéndose de la vista gorda. Casi todos terminaron sus días en la cárcel.
Pero también perdoné a muchísimos. Recuerdo a un señor de edad, de bigotes canos que se encargaba de logística en el astillero que tenemos en el Callao. Había inflado recibos y facturas, según descubrió Gerd.
-Mi esposa se contagió de Covid al comienzo de la pandemia y me pedían 400 dólares por un balón de oxígeno-, lloró a gritos delante de mi oficina.
-No te preocupes, Jeremías, le dije, a Dios gracias tu esposa salió bien. Vuelve a tu trabajo y cuando necesites algo, me pides-
Cuando salió, Janeth se molestó conmigo.
-Cometió un grave delito, se aprovechó de la empresa-, me dijo seria, cruzando los brazos, tamborileando uno de sus pies en el piso.
-Sí, lo sé, pero estoy segura que no volverá hacerlo-, reí chupando mi lapicero.
No me equivoqué. Jeremías ha ganado, ya, cinco años seguidos el título de mejor empleado del año, galardón que empecé a entregar apenas asumí el mando del Grupo, evaluando a todos los trabajadores, los casi 8 mil, que laboran en El Destello.
*****
El capitán Elías Robledo arrugó su boca cuando le informaron que las joyas robadas por el fantasma habían sido entregadas a la policía y se había descubierto que la víctima del peculiar hurto era, en realidad, un audaz traficante de diamantes. -Las dejó en nuestras propias narices con una nota. Estaba escrita en computadora. Ya la tienen los peritos, ojalá encontremos huellas o algo que nos ayude-, le detalló el teniente Méndez.
Robledo prendió un cigarrillo. -Analicen el mensaje, el tipo de letras, el papel, el listoncito también, la bolsa, todo, no dejen nada sin que pase bajo la lupa-, ordenó echando largas balotas de humo. Miró a Méndez con ironía.
-¿Quién puede ser este sujeto? O es un imbécil o está jugando con nosotros-, dijo arrugando su boca.
-Seguramente se arrepintió o se alucina el justiciero vengador-, especuló Méndez.
-No. No es eso, es alguien que está empecinado en dejarnos en ridículo-, masculló él con enfado.
*****
El primer intento por asesinarme, fue de un tal Piedrahita. Era el jefe de logística en una de las fábricas. Robaba a sus anchas en la empresa, incluso con el mayor descaro y vivía a cuerpo de rey, gracias a todo lo que desfalcaba en contabilidad. Cuando entré, repentinamente, a su oficina, encontré lujos extremos desde un refrigerador, aire acondicionado de alta gama, alfombra persa, macetas con platas exóticas y cortinas elegantes. Eso me llenó de ira.
-Tu oficina es mejor que la de muchos gerentes-, le dije paseándome frente a él, mirando todos esos gastos superfluos.
-Me gusta estar cómodo-, me dijo encendiendo un habano.
-Pero a la empresa no le gusta pagar para que tú estés cómodo-, lo enrostré.
-No puedes echarme, soy tu empleado más valioso-, me desafió.
Sonreí. -Muchachos-, dije y entró el personal de seguridad. Lo tomaron de los brazos a Piedrahita, recogieron sus cosas personales y lo sacaron para siempre de El Destello.
Piedrahita tuvo el descaro de hacernos juicio y Gerd demostró que había desfalcado a la empresa por casi un millón de dólares. Perdió su casa, su carro, sus ahorros y hasta la ropa que tenía puesta, para cumplir con la indemnización a mi empresa.
Furioso me esperó cerca a mi casa y cuando me dirigía hacia la oficina, en la camioneta, abrió fuego con una UZI, ametrallando las puertas. Pero mi vehículo es blindado. Las balas rebotaban en el acero y Piedrahita quedó aún más furioso. Intentó romper los vidrios con su arma, hasta que llegó la policía y lo llevó detenido.
Fue condenado a 35 años de prisión por intento de homicidio, pero a los quince días se ahorcó, por no soportar la humillación de estar metido en un calabozo después de haber vivido mejor que un jeque.
Después, otro sujeto, un tal Malásquez, que fue despedido también al comprobarse que inflaba las facturas para su beneficio personal, intentó atacarme en la tribuna de socios del hipódromo, armando de un machete enorme, pero Rodolfo, mi seguridad personal, logró derribarlo antes que pudiera asestarme algún golpe. Vencido, corrió hacia el filo de las graderías y se lanzó de cabeza al pavimento, muriendo en el acto.
Otro tipo que cobraba cupos a los obreros, ardió como bonzo al querer lanzarme una bomba molotov y un sujeto estalló en mil pedazos preparando una bomba casera que pretendía enviarme de regalo en una caja de bombones.
-Se ha hecho muy odiosa, señorita Márquez-, me dijo Janeth mientras comíamos un delicioso chifa en la oficina.
-Pensaban que jamás se les acabaría las gollerías-, sonreí.
Janeth limpió su boca con una servilleta. -Después que usted pasó el e-mail dando la prerrogativa de que aquellos que tienen la conciencia cochina mejor renuncien antes de ir a la cárcel, presentaron su dimisión mil 345 personas-, sonrió con la mirada.
Me dio risa. -Corrieron igual que las cucarachas-, dije y brindamos con la limonada que mi secretaria había preparado.
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