Los Chicos No Lloran
Otoño del año 1991. Exactamente el primero de abril, empezaba un nuevo año escolar. Después de tres meses de vacaciones, volvía la etapa más estresante del año (al menos para los escolares). Y para Julián O'Hara, no era solo otro año más. Él tenía que llegar a una nueva escuela, reiniciando todo de nuevo. Sabía que las cosas iban a cambiar, tanto para él como para los demás.
Julián tenía trece años, era un adolescente de estatura mediana y figura delgada. Sus ojos color miel reflejaban mucha desconfianza, sobre todo cuando fruncía el ceño. Su cabello castaño, recién recortado, tenía pequeñas ondas en las puntas, y sus patillas que ya estaban formando grosor enmarcaban sus mejillas.
De temperamento impulsivo casi siempre, solía enojarse con facilidad. Muchas veces, en la escuela o en el barrio se agarraba a golpes cuando lo provocaban. Este año llegaría a una nueva escuela y conocería a nuevos compañeros o a nuevos potenciales enemigos con quienes pelear. Al menos eso pensaba él, y necesitaba volver a empezar.
—¿Y por qué volver a empezar?
¡Y es que él nunca había tenido un lugar fijo donde estar! El año anterior, debido al divorcio de sus padres (que los llevó a un proceso judicial), tuvo que pasar tiempo en casa de sus tíos. Esta situación lo afectó mucho, tanto que reprobó un año escolar.
Preocupados por él, por su bienestar y su salud mental; sus tíos, quienes también lo habían visto crecer, decidieron acogerlo, darle educación en un colegio privado y también mucho amor y cariño.
Fue un año extraño para él; había sufrido, estaba confundido y, por momentos, había dejado de existir. Pero en casa de sus tíos, volvió a sonreír: una nueva escuela, nuevos amigos, chicas que empezaron a gustarle y el inicio de la pubertad.
Todo esto mezclado era muy bueno para él.
Pero hubo un cambio de planes repentino y es por eso que Julián tenía que empezar todo nuevamente, y en otra escuela. Su madre (que había formado una nueva familia) regresó al final del año anterior y buscó recuperar su cariño y confianza, y lo consiguió, pero no por medio de él.
Convenció a los tíos de que podía hacerse cargo de Julián y de sus dos hermanos menores.
Ellos creyeron en sus palabras y en su arrepentimiento y aquí fue que la historia cambió (otra vez). Todo lo que él tenía pensado para su vida en ese corto lapso de tiempo se derrumbó. Los adultos ponían las reglas y era lógico que ellos también las cambiaran.
Y otra vez la transición, coger por enésima vez las maletas y partir. Sobretodo regresar al lugar en que había pasado tanto mal. Pero todo ya estaba decidido.
Julián estaba viviendo los últimos días en casa de sus tios y debía despedirse de aquellos efímeros amigos que hizo. Fue duro otra vez, pero tenía que regresar a su viejo hogar.
Las promesas para un adolescente siempre son medias verdades, su madre no iba a regresar con su padre, ella ya tenía una nueva vida y lo único cierto que le prometió es que su padre iba a encargarse de su educación y que ella iba a estar pendiente de eso pero a la distancia desde su nuevo hogar.
Matricularon a Julián en un colegio nacional en el centro de la capital, algo nuevo para él pues no conocía esa parte de la ciudad. Su abuelo materno (Don Egidio Bernaola) iba a acompañarlo el primer día pues él conocía cómo llegar.
A Julián no le agradaba pasar tiempo con su abuelo porque era un viejo gruñón, pero esta vez, en este primer día no tenía más opción y tenía que ir con él sí o sí, porque de otro modo se perdería.
Julián vivía en el segundo piso de la casa de sus abuelos y mientras se alistaba miraba la casa de sus vecinos al frente. Era un casa de solo un piso y que contaba con un patio grande sin techo. Cada vez que tenía tiempo observaba el día a día de sus vecinos. Era un familia numerosa. Y había una chica que en particular llamaba la atención de él.
Era una joven de casi veinte o veintiún años de edad, y que despertaba en él un deseo carnal. Desesperado, la buscaba con la mirada y con la ilusión de verla, pero ella en ese momento no apareció.
El llamado de su abuelo desde el primer piso lo interrumpió.
—Tal vez mañana tenga más suerte— dijo cogió su mochila y partió.
Caminar al lado de su abuelo fue todo un reto, por cada paso que él daba, Julián tenía que dar tres. El viejo no caminaba, volaba.
Una hora de viaje en el bus sentado al lado de él que no pronunciaba ni una palabra, ni una sonrisa. Fueron los 60 minutos más aburridos de su vida.
—"Ojalá al menos me dejé una propina"— pensó y soñó.
Bajando del bus aún todavía tenían que cruzar la avenida principal. ¡Estaban en la capital del país!
Nunca había visto tanta gente junta.
—Como hormigas, son hormigas—
Avanzaron una cuadra y llegaron a la nueva escuela.
Pero allí la sorpresa fue inmediata para Julián, la nueva escuela era muy pequeña.
—"¿Es realmente esto un colegio nacional? ¿Crei que todos eran grandes?"— refunfuñó.
Su abuelo se apartó a un lado y se dirigió a conversar con el portero del colegio. Era un viejo amigo de él. Al cabo de un momento llamó a Julián. Hubo una pequeña presentación y un poco de charla.
La hora del ingreso de los escolares ya empezaba, así que Don Egidio se despidió de su amigo y acercándose a Julián le dió las últimas indicaciones.
—Okey abuelo Egidio— asentaba con la cabeza cada palabra.
Y estirando un poco la mano para recibir la propina, Don Egidio le dió una palmadita en el hombro y se fue.
—Viejo tacaño—
Y deteniéndose absorto frente a la puerta principal del colegio; suspiró.
—Bueno, aquí vamos otra vez—
Entonces, otra vez como en todos estos años, nuevamente Julián volvía a empezar.
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