Un joven de cabellera oscura miró su reflejo en el vidrio de una tienda. Su piel se veía tan pálida como de costumbre, sus ojos tenían ese terrorífico rojo escarlata, su cabello estaba corto, ya hace mucho había optado por no llevarlo largo, pues ya eran otros tiempos.
Se concentró en todos los aromas del lugar, para cerciorarse que ningún yōkai curioso lo estuviera siguiendo. Entonces, siguió su camino. Debía verse con su madre.
Al estar lo suficientemente lejos de la ciudad, tomó su forma yōkai, la de un perro gigante con pelaje negro y corrió sin importarle nada.
Cuando al fin llegó al escondite de su madre, la mujer lo observó con asco y le dijo:
—Mírate, eres una parodia del gran demonio que alguna vez fuiste, ¿y todo por qué? —Irase no podía creer lo débil que se había vuelto su hijo.
Sākuru agachó la cabeza. Ya no le importaban las glorias del pasado, no le interesaba en lo absoluto el poder o tener un imperio. En lo único que estaba enfocada su mente era en Erin, su amada, Erin.
—Es repugnante, verte disfrazado de humano. —Irase lo miró con asco.
El joven hace años había dejado de utilizar su típico kimono negro y varonil. Ahora optaba por pantalones, y camisas con colores básicos. De forma momentánea había podido ocultar sus marcas de nacimiento.
—Deja de hacerte el interesante y dime a qué has venido —soltó la mujer de forma cruda.
Sākuru se quedó en silencio. Después de meditar por unos segundos, levantó la cabeza.
—He venido a que le dé fin a mi vida —dijo él, sin más.
Irase arqueó una ceja.
—¿Todo este drama es por la muerte de tu humana? —cuestionó ella, esta vez con voz serena.
—Sí. —Sākuru sentía que el pecho le iba a estallar. No podía soportar más ese inmenso vacío que le dejó haber presenciado la segunda muerte de su adorada, Erin.
—Sabes cómo es la naturaleza de los humanos, tarde o temprano, tu humana volverá a reencarnar y la podrás ver —ella explicó con simpleza.
—No es tan sencillo como suena —susurró Sākuru.
—¿Acaso no te gustó esa Erin?
—Soltarla fue tan desgarrador como la primera vez.
—Lo ves así porque es la primera reencarnación, estoy segura de que después todo será más fácil. —Irase a su manera trató de consolar a su hijo.
—No soportaría volver a perderla. —El hombre estaba de pie, pero por dentro era solo escombros.
—¿Entonces, has pensado en que el suicidio es la mejor solución?
—No, no solo quiero que acabe con mi vida, sino que me dé la capacidad de reencarnar —explicó él.
—Eso es absurdo e imposible, tú eres un demonio, los demonios no reencarnan —dijo la mujer, creyendo que su hijo había enloquecido.
—Sé que puede hacerlo —su voz ronca tenía un tinte de súplica.
—No, no puedo hacerlo. Y aun si pudiera, no lo haré.
—¿Por qué? —preguntó el demonio con la mandíbula ligeramente apretada.
—Porque eso no te da certeza de nada. Imaginemos que puedo separar tu parte demonio, eso no significa que vas a reencarnar, o quizá solo mueras.
—Estoy dispuesto a tomar ese riesgo —dijo él con firmeza.
Irase frunció levemente el entrecejo.
—Lo voy a pensar —dijo ella finalmente.
—Si se niega a mi petición, encontraré la manera de terminar con mi vida por mi propia mano.
—Puedes retirarte —dijo Irase con dureza, ignorando lo que su hijo acaba de declarar.
Sākuru hizo caso, se fue de allí. Consciente de lo devastado que estaba y lo difícil que era para él seguir, después de la muerte de su amada Erin.
El joven demonio se fue a un lugar desolado, allí recordó los bellos momentos que pasó con su esposa. Primero, en la época Sengoku, como siendo una frágil e infortunada huérfana, la pureza de su corazón, había sido pieza clave para que él entendiera mejor a los humanos. Después los años hicieron lo suyo y esa niña se convirtió en una señorita.
Una joven y hermosa mujer, que terminó por robarle el corazón.
El tiempo que vivió a su lado, fue el mejor de toda su existencia, pero por más amor que Sākuru sintiera por ella, la fragilidad humana debía interponerse.
Esa vida fue buena, Erin murió siendo una anciana y aunque, su mente senil no recordaba a Sākuru, el demonio nunca la abandonó.
Muchos años más tarde, Sākuru se apresuró en buscar la reencarnación de su amada esposa. Ahora, en la época moderna, él se presentó ante ella como un pintor. Lo de ellos fue amor a primera vista. La mujer no dudó en entregarle su amor, y todo lo que conlleva eso.
Para mala suerte, esa vida no fue tan larga, pues a la edad de treinta años, la joven, de cabello castaño, fue diagnosticada con cáncer, uno muy avanzado.
Sākuru utilizó cuanto artefacto pudo para conservar su vida, pero años más tarde, esa horrible enfermedad volvió, esta vez atacó su cerebro y se extendió a sus pulmones.
«Lo que está destinado a ser, será» le había dicho su madre, Irase.
Erin falleció de la forma más horrible y lastimosa que un humano puede experimentar.
Sākuru llegó a la conclusión que él no podría más, simplemente no sería capaz de soportar, ver morir a Erin, otra vez.
Años atrás había investigado sobre cómo podía separar su lado demonio y así, poder convertirse de cierta forma en humano. El acto, lo mataría, pero su alma podría reencarnar, o al menos había una posibilidad. Estaba seguro de que su madre podría hacerlo.
…
Una semana después…
El demonio fue hasta la más oculta de las montañas. Allí se encontraba su madre.
—Lo haré —dijo ella, yendo al grano.
Sākuru asintió con la cabeza. Irase le explicó todo lo que necesitaba para comenzar con ese difícil y peligroso proceso.
Luego de una semana, todo estuvo listo.
—Al iniciar con esto, ya no habrá vuelta atrás —dijo la mujer con su semblante serio.
Sākuru se quedó silente.
Irase se levantó de su asiento. Acarició su medallón con la mano derecha.
El demonio se despejó de sus vestiduras.
—Si la suerte te acompaña, nos volveremos a ver —susurró la mujer como despedida.
Sākuru soltó un suspiro, lleno de melancolía.
La yōkai dio inicio. Miró el cráneo del ninja demonio, que le iba a servir de vasija para guardar el lado yōkai de su hijo.
Sākuru comenzó a tomar su forma de perro gigante.
Irase no perdió el tiempo y comenzó a absorber a través de la cabeza del ninja, toda esencia demoníaca de su hijo.
La bestia de pelaje negro comenzó a hacerse pequeño. No podía respirar. Él sintió que lo partían a la mitad. Inhaló con desesperación, ¿acaso moriría sin poder desprenderse de su lado demonio?
Él luchó con todas sus fuerzas, si la muerte llegaba en ese momento, tendría un lugar en el inframundo, pero allí no iba a estar Erin. Rendirse significaba que jamás podría volver a verla.
—Este fue tu deseo, Sākuru, no el mío —dijo Irase. Mientras miraba como su hijo desfallecía.
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