Erin también heredó el oficio de curandera del pueblo. Así que todos los días debía ir hasta otros lugares vecinos para conseguir ciertas hierbas que le servirían en su labor.
Un día, como cualquier otro, la aldea fue atacado por un yōkai, este, tenía cola de serpiente, pero de la cintura para arriba conservaba forma humanoide. Erin hizo lo que pudo para defender a su pueblo, pero la enorme serpiente acorraló a la joven, y comenzó a rodear su cuerpo para asfixiarla. Los exterminadores, nombre que recibían los guerreros de esa aldea, hacían todo lo que estaba en sus manos para vencer, pero la criatura era tan fuerte, que no lograron hacerle ni un solo rasguño. Erin ya no podía respirar, sabía que en cualquier momento su aliento de vida se iría. Sus ojos se llenaron de lágrimas, todo era borroso.
Fue entonces, que una bestia en forma perro gigante con pelaje oscuro, apareció, con sus filosos colmillos partió a la gran serpiente a la mitad. La joven, Erin, cayó violentamente al suelo, muy aturdida. Todos alrededor quedaron inmóviles, incapaces de articular palabra. La colosal bestia fue disminuyendo su tamaño, hasta llegar a su forma humanoide.
—¡Es el gran Sākuru! —exclamaron muchos guerreros, aterrados. Luego se pusieron pecho tierra para suplicar clemencia.
Las fosas nasales del demonio fueron llenadas de un sin fin de aromas, pero entre ellos estaba el de esa pequeña cría humana que ayudó hace varios años. Uno de los guerreros corrió en dirección a Erin, pues la muchacha tenía severas heridas por todo su cuerpo.
Los aterradores ojos color rojo escarlata del demonio, observaron con mucha atención la escena. No cabía duda que la muchachita, en el regazo del humano, era la cría que encontró hace unos años.
—¡Gran Sākuru!, ¿qué podremos darle para que nos perdone la vida? —se atrevió a preguntar uno de los soldados de esa aldea.
El estoico demonio ni siquiera volvió su mirada a ellos. Caminó unos cuantos pasos lejos de la muchedumbre, y volvió a tomar su forma yōkai.
Kohaku le ordenó a sus guerreros que auxiliarían a su prometida. La joven tenía poco tiempo de haber perdido la conciencia.
—Ustedes llévense a Erin, yo tengo que informarle a mi padre que el asqueroso demonio perro está rondando por aquí. —Kohaku apretó los puños, no sabía que tramaba ese abominable ser, pero estaba seguro de que no era nada bueno.
Horas más tarde, Erin despertó de su desmayo.
—Eres una joven muy resistente —dijo señora Taijiya—. Eso me gusta, así sé que tendré nietos sanos.
Erin bajó la mirada, sabía que la señora Taijiya no hacía comentarios de mala fe. Incluso varias jóvenes del pueblo matarían por tener su lugar, pues Kohaku a los ojos de muchas era el hombre perfecto. El problema era que ella quería vivir otras experiencias, quizá viajar, conocer muchas personas, aprender nuevas cosas y no estaba conforme con el papel que se le habían impuesto, aunque tampoco debía ser malagradecida, pues la familia Taijiya se había hecho cargo de ella, la había alimentado, le habían dado techo.
—¿Segura que te sientes bien? —interrogó la señora Taijiya.
—Sí. —Erin le regaló una pequeña sonrisa a su futura suegra.
—Kohaku no tarda en llegar, me ha pedido que te diga que lo esperes aquí.
—Bien.
Erin se recostó de nuevo en su futón, la señora Taijiya salió de allí para dejarla descansar. La joven cerró sus ojos y se quedó dormida.
Horas más tarde, le informaron que Kohaku había regresado y que quería hablar con ella. Erin se cambió sus ropas y fue en busca de su prometido.
Kohaku la esperaba en la entrada de la casa. La muchacha ya sabía el gran sermón que venía, pues el semblante de Kohaku era demasiado serio.
—Hola, me han dicho que quieres hablar conmigo —dijo ella a modo de saludo.
—Estoy cansado de esto. —El rostro de Kohaku estaba serio—. Estoy harto de decirte que yo no quiero una esposa valiente, quiero una esposa viva.
—El pueblo necesitaba ayuda —objetó ella.
—¡Yo te necesito más que el pueblo!, serás la madre de mis hijos, así que deja ya de lado esas locuras de querer pelear, y haste a la idea que tu único deber será ser mi esposa —soltó Taijiya en forma cruda.
Erin apretó los labios. Odiaba con tu ser el hecho de no poder decidir.
—Entendido, señor Taijiya —dijo, reprimiendo sus ganas de llorar.
Tres días después…
La joven aprovechó que la mayoría de los guerreros, incluido su prometido, habían ido a apoyar a un pueblo vecino, para ir a ver el cielo nocturno. Según lo que habían dicho los demás no había rastros de Sākuru, así que todos podían estar en paz.
Ella miró embelesada el cielo.
¿Sería como dicen los relatos? ¿Habría a caso vida después de la muerte?
—Estás muy lejos de tu aldea. —Se escuchó entre la oscuridad una grave voz.
La jovencita no podía reconocer al dueño de esa voz. Y como si el sujeto le leyera los pensamientos, avanzó hacia ella, dando la cara. La muchacha queda helada al posar su mirada en ese par de ojos color rojo escarlata.
—Sākuru —dijo ella en un hilo de voz.
El demonio le sostuvo la mirada. Erin empuñó su daga, sabía que él era más fuerte, más rápido, pero aun así no se iría de ese mundo sin al menos haber tratado de luchar por su vida.
Cuando el yōkai se acercó a ella, la joven intento herirlo con su arma, utilizando toda su fuerza. Obviamente, Sākuru la detuvo sin el más mínimo esfuerzo.
—¿A caso eres muy valiente o solo una tonta suicida? —él pensó en voz alta.
—Ambas —dijo ella, con sinceridad. Para luego volver a intentar atacarlo.
—¿No sería más fácil para ti, arrodillarte y pedir clemencia? —interrogó él, deteniendo cualquier intento de ataque de la chica.
—Pensé que había quedado claro que soy una valiente suicida —se burló ella.
—Tal vez, solo una demente —corrigió él.
—También puede ser —reconoció Erin y volvió a ponerse en guardia para tratar de hacerle, aunque sea, un rasguño.
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