Fue a partir de allí, que estos hermanos, quedarían famosos en toda la Atlántida, llamándoles:
¡Los infantes del mar!
A veces con sorna algunos y admiración verdadera otros, pero también los más por envidia, lo cual nunca fue una virtud, más bien, algo muy despreciado, pero según recitaban los maestros de las leyes del comportamiento atlante, de "mala educación permitir que esa pasión fuese permitida".
Eso provocaría una cierta calidad de respuesta o efecto negativo y poco deseable en las costumbres de la población.
Pero más, puso a los hermanos, en la mirada que iría arribando al odio.
Se dijo que la aventura aquella, en el mar, fue a propósito para que el reino de Lhiria tomase más importancia que las otras naciones.
Habéis de comprender, joven que leéis esta narración tan íntima de un maravilloso reino perdido, que después, producirá un par de príncipes, magníficos pero envidiados, sencillos pero tomados como farsantes, estudiosos educados y, sin embargo, considerados poco cautos y malcriados.
— Quieren disminuir a nuestros hijos– reclamó Columbia a Tiawuanakus.
— Así veo que está sucediendo– respondería entonces el padre de los infantes.
— Deberéis hacer algo esposo mío.
— Será muy delicado que lleve este asunto al Concilio.
— ¿Por qué?
— Ya se lo ha tomado como veis: en actitudes de orden contradictoria a nuestras leyes de comportamiento.
Dan a entender que lo hacemos a propósito, inclusive se han referido a que vos, señora mía, ordenáis a nuestra hija a que haga ejercicios de varones, entregándose a la mar en vez de, a la naturaleza propia femenina, ya que, desean ver a las mujeres, al lado de flores y vestidos, y que no puede ni deben subirse en una nave y entrar de noche o permitir que las conduzcas en la oscuridad, peor en alta mar.
— Señor mío.
— Así es mi reina.
— Qué haremos.
— Ciertamente, debo mantener las cosas como van. Cumplir con las reglas. No puedo ir en contra aunque me pese ver que Macedonia se pueda tornar incapaz de viajar en naves que vayan a más de la mínima distancia permitida para vosotras las mujeres–.
Tiawanakus, no pudo hacer nada.
Fue cuando la joven Macedonia recibió de la guapa Europa, ese empujón de su rostro hasta hundir su cabeza en el agua.
Esta acción llevaría a la separación amistosa de las dos jóvenes.
La región de Victorias, de donde ella era princesa, quedó muy sentida.
La familia de Europa se resintió al saber que Macedonia se molestó ante una jugarreta de jóvenes.
Singapur, observaba los acontecimientos.
Así pasaron las lunas.
La luna mayor alumbraba fuertísimo que parecían día las noches.
Macedonia fue separada un tanto de su amado hermano.
— ¿Vais a pescar? Os encargo un tiburón pequeño de aquel mar en el cual los tiburones son tan buenos — Pidió la princesa a Singapur.
— ¿Queréis venir conmigo?
— No... nuestro padre está muy molesto.
— Pero por qué si vos no tuvisteis la culpa.
— Ha quedado muy ofendido conmigo por el suceso. Cree que ella no hizo nada...ha creído más en ella que en mí.
— Macedonia hermana, no lloreis. Está bien, dejad así las cosas.
Os traeré un tiburoncillo cachorro para que lo arrojeis en el acuario de corales.
— Tanto que me agrada la mar. Ahora quieren que me dedique a peinar y dejar crecer mis cabellos para levantarlos en moños cada vez más estrambóticos como pasatiempo.
— Caray qué pena. Huiría de aquí con un castigo como aquel.
Apenado por esa situación Singapur se internó en la mar y su nave pequeña, sufrió un desperfecto al chocar contra unos picos de montaña sumergida.
— Nadaréis hasta encontrar ese tiburón cachorro para llevarle a mi hermana.
— ¿Os quedaréis solo?
— Sí.
— Qué haréis estas horas en cuanto la luna menor está en ascenso.
— Estarei aquí.
— Pero os aburriréis.
— Cómo puede aburrir este paisaje, ese viento, esas olas, dejadme que practicarei, nado sobre las olas, tengo esta plancha de madera.
— Está bien príncipe.
— Aún no soy príncipe. Ved, debo practicar ser príncipe. Visionar los días que vendrán. Mientras las dos lunas se aproximan para clarear la bella noche de hoy, miraré por este lente que hizo para mí el astrólogo.
— Qué precioso lente. Le llamarán telescopio o algo así. Según lo dicho por él.
— Cuidaos príncipe de Lhiria. Os amamos.
Sus entrañables amigos Groenlán que aún contaba 25 años, y Madagascar que tenía 18, se fueron tras la pesca solicitada por Macedonia.
Singapur quedó solo y escaló hasta llegar al tope de la montaña sumergida por los siglos.
Desde allí comenzó a indagar el cielo.
Lo primero que pudo ver, eran luces de mil colores, pero más tarde, cuando entremedio de las dos lunas, separadas por sus distancias alrededor del planeta, allá al fondo, vio algo así como una lluvia.
Sí... una preciosa, lejanísima, ya visible en lo último que alcanzó aquel tuvo de cristales o lentes de aumento.
— ¡Oh!
Exclamó Singapur.
Apuró el ruedo de tubos superpuestos uno encima del otro en cinco partes cada una más fuerte hasta la mayor amplitud y entonces pudo tener certeza de lo que estaba observando.
La oscuridad estelar había alcanzado su máximo momento pues las lunas ya permitían mejor visión.
¿Era lo que pensaba?
— Madre mía, padre mío, no es posible que... tengamos que vivir esa belleza universal.
Oh, volvió a repetir asombrado y cada vez más maravillado.
—Es...
Una lluvia...
De,
estrellas –.
—Sí... preciosas, realmente, mar, cielo, estrellas.
La pureza de Singapur le hacía ver las manifestaciones del universo, tan inmensas como aquella, de modo que, parecieran apenas ante sus ojos, minúsculas gotas de lluvia que traerían alegrías a su rostro juvenil.
Singapur cumplía al día siguiente de ese momento: 13 años.
Y había visto como un obsequio del universo, aquella espléndidas y minúsculas líneas del espacio llamado por ellos como el infinito celeste.
Era un regalo divino esa visión fantástica en el momento que entraba a un nuevo año de su nacimiento.
La boca abierta, los ojos prendidos al telescopio, la emoción mostraba la blancura de sus dientes perfectos como perlas.
No podía dejar de mirar, mientras que pasaban los minutos.
Ahí estaba la trascendencia de ese tiempo y ese inmenso continente.
Era el destino de la gran nación comprendida en diez reinos maravillosos, llamada Atlántida.
De un reino... que,
Se perdería,
¿Entonces?
Sí... por el altísimo universal... el infinito no existe ante lo finito.
Era esa lluvia de estrellas el destino de la Atlántida.
Singapur bajo el telescopio lentamente.
Y siguió mirando para el cielo.
Unas lágrimas le rodaron por las mejillas.
Habia visto quizá el final.
Era ese su tiempo.
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