Javier admiraba a Natalia en silencio. Pero su padre, Jaime Alcalá, siempre le advertía que no se acercara demasiado a ella. El motivo era claro: desconfianza absoluta hacia su tío, Carmelo Carmona. No era un prejuicio sin fundamento, sino una intuición férrea de un hombre que conocía de sobra a los ambiciosos.
Por su parte, Natalia trabajaba para Carmelo desde muy joven. Lo hacía no por elección, sino por estrategia. Necesitaba estar cerca, observarlo, encontrar las pruebas del crimen de sus padres. Soñaba con estudiar Derecho. Por eso, la mayoría de las veces se la veía absorta entre libros, esforzándose por mantener los mejores promedios. Si fallaba, Carmelo la reprendía sin compasión, mientras que a sus propios hijos, Roberto y Mireya, apenas los corregía.
Lo irónico era que, ante los medios, fingía sentirse orgulloso de su sobrina. En privado, la despreciaba. Y Natalia lo sabía. Pero ella tampoco disimulaba su desprecio: simplemente aprendió a ocultarlo tras una expresión neutral, imperturbable. Fingir se convirtió en una forma de protección… y de resistencia.
Durante toda la secundaria, hasta su graduación, Javier nunca se atrevió a confesarle a Natalia lo que sentía. Y ella, inmersa en los problemas de su casa y víctima constante de acoso en la escuela, nunca notó su interés. Además, su corazón ya tenía dueño: su primo Rómulo. A ojos de Natalia, él era un reflejo de bondad en medio del caos familiar… y los demás chicos simplemente no existían.
Mientras tanto, la figura de Carmelo crecía. Cada vez más popular, más imponente, más peligroso. Pero el periodista Armando Ramírez no estaba dispuesto a callar. Desde su diario La Verdad, publicaba editoriales que denunciaban las prácticas de los aliados de Carmelo para desestabilizar al gobierno. Las columnas encendían a la opinión pública… y la ira de Carmelo.
—Cuando gane la presidencia, me las van a pagar todos —dijo Carmelo con frialdad.
—¿De quién hablas? —preguntó Margarita.
—De Armando Ramírez, Carlos López… y Jaime Alcalá.
Jaime Alcalá era el empresario más poderoso del país. Dueño del coloso Industrias Alcalá, su fortuna era tal que no necesitaba rendirle cuentas a ningún político. Por eso se mantenía neutral. Y por eso Carmelo lo odiaba… y lo necesitaba al mismo tiempo.
Armando Ramírez, por su parte, era un oponente sin miedo. Tenía dinero, sí, pero sobre todo tenía voz. Y la usaba.
Carlos López era el más difícil de encasillar. Empresario popular, salido de uno de los barrios más pobres del país, pero también líder de una de las organizaciones más temidas. Su influencia era incalculable. Para Carmelo, fue una decepción descubrir que López tenía un pensamiento liberal y que jamás apoyaría a un líder de tendencias retrógradas como él.
—Carmelo —dijo Margarita con cautela—, lo mejor sería no provocar a esas personas.
—Cuando sea presidente, voy a poder hacer lo que me dé la gana —respondió él, con soberbia.
—Fui con una vidente —susurró Margarita—. Me dijo que ganarías, que tendrías poder, pero que lo perderías todo si desafiabas a tus enemigos…
—¡Deja de ser tan supersticiosa! —cortó Carmelo, molesto.
Mientras tanto, Rómulo Jr., aún resentido por la muerte de su madre, comenzaba a ver a su padre con otros ojos. Durante los años de enfermedad de Mireya, había estado presente, cuidándola, viendo cómo sufría. Y nunca pudo perdonar que Carmelo se negara a divorciarse de su madre a pesar de sus súplicas y casarse con Margarita por conveniencia política y con el tiempo, ese desencanto se transformó en desprecio.
Y al ver la entereza de su joven prima Natalia, tan parecida a su madre… la admiración se volvió algo más profundo, tal vez lo que sentía… ya no era solo compasión.
La relación entre Carmelo y su hijo mayor, Rómulo, siempre fue compleja. Aunque su favorita era Mireya, por alguna razón, Carmelo ansiaba la validación de Rómulo. Lo respetaba profundamente, pero no lograba acercarse a él. Y el distanciamiento se intensificó cuando, apenas un año después de la muerte de Mireya Moncada, Carmelo se casó con Margarita. No era que a Rómulo le desagradara su nueva madrastra —todo lo contrario— la quería mucho. Margarita había sido una figura materna para él durante años. Por eso, le dolía profundamente ver que su padre replicaba con ella la misma frialdad con la que había destruido a su madre. No quería verla apagarse del mismo modo.
Cuando Rómulo se graduó de secundaria, ingresó a la facultad de Arquitectura. Poco tiempo después, decidió mudarse a una residencia estudiantil para alejarse de su padre. Para Natalia y Verónica fue un golpe duro. Él era su único apoyo dentro de esa casa, y su partida las dejó aún más vulnerables al acoso de sus primos y al maltrato de Carmelo.
Aun así, Rómulo y Natalia mantenían contacto en secreto. Si Carmelo se enteraba, ambos pagarían las consecuencias. Rómulo esperaba con ansias el día en que Natalia se graduara. Entonces, podría sacarlas de esa casa. Pero, por ahora, eran menores de edad… y Carmelo era su tutor legal.
Carmelo finalmente alcanzó su objetivo: fue elegido presidente del país con un abrumador 70% de aprobación. Natalia, de 17 años, y Verónica, de 13, pasaron de ser huérfanas, ignoradas a figuras públicas admiradas. Compañeros que antes las evitaban ahora las elogiaban y les sonreían, como si el poder de su tío borrara todo lo anterior. Aquella hipocresía despertó en las hermanas un resentimiento profundo.
Ya en el poder, Carmelo necesitaba eliminar a sus adversarios. Pero antes de ir tras su objetivo principal —el periodista Armando Ramírez—, decidió hacer una jugada para consolidar su imagen de incorruptible: destruir a su propio padre.
Hizo públicos los delitos de Rómulo Carmona y lo llevó a prisión junto a Claudia, su madrastra. Además, cuando su madre murió en circunstancias sospechosas, Carmelo acusó a Claudia del crimen. Aunque solo existían pruebas circunstanciales.
La ciudadanía quedó impresionada. Admiraban a Carmelo por su aparente firmeza: un presidente lo suficientemente íntegro como para enviar a la cárcel incluso a miembros de su propia familia. Lo veían como un símbolo de rectitud, un líder implacable ante la corrupción. Nadie —o casi nadie— imaginaba que detrás de aquel gesto ejemplar se ocultaba algo mucho más oscuro: una estrategia calculada para aplastar a sus enemigos y lavar su propia imagen. Porque Carmelo no hizo justicia. Hizo teatro. Y lo más aterrador… es que lo hizo muy bien.
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