Jaime Alcalá era un hombre de mediana edad cuando le presentaron a Mercedes Castillo, hija de una de las familias más distinguidas del país. Diez años menor que él, Mercedes destacaba por encima de todas las jóvenes de la alta sociedad: su belleza era clásica, su inteligencia, aguda, y su compasión genuina. Desde muy joven se había dedicado a la caridad, convirtiéndose en figura habitual de obras benéficas. Pese a tener varios pretendientes, fue el apuesto heredero de Industrias Alcalá quien ganó su atención. La boda entre Jaime y Mercedes fue, sin duda, el evento social del año.
Desde el comienzo, el matrimonio estuvo marcado por diferencias profundas. Mercedes no era una mujer sumisa; tenía convicciones firmes y una voluntad que no se doblegaba fácilmente. Sin embargo, fue una esposa leal, presente y elegante. Con el tiempo, y casi sin darse cuenta, Jaime comenzó a desarrollar verdaderos sentimientos por ella. Como muestra de afecto, le compró una elegante villa en la zona este de la capital, que Mercedes decoró con exquisito gusto.
Dos años después, nació su primer hijo: Javier.
Mercedes fue una madre excepcional. Colmó al pequeño de amor y cuidados, junto con la ayuda constante de Carmen, su fiel ama de llaves. Jaime, por el contrario, se mostró como un padre severo, exigente. Esa dualidad —el amor incondicional de la madre y la frialdad del padre— marcó el carácter de Javier para siempre.
Para Jaime, su hijo debía ser perfecto. Lo presionaba constantemente para destacar, para ser firme, fuerte, reservado. Con el tiempo, Javier dejó de sonreír. Su ternura fue relegada a escondites silenciosos, porque cualquier muestra de sensibilidad molestaba a su padre.
Cuatro años más tarde, llegó Ricardo. Desde sus primeros días, fue evidente que era distinto. Alegre, indomable, imposible de encajar en el molde rígido que Jaime había diseñado. Las reglas estrictas se deshacían con él como el agua entre los dedos.
Para Javier, Ricardo fue un soplo de aire fresco. Aunque dejó de ser hijo único, descubrió el placer de ser hermano mayor. Ricardo, con su risa fácil y su simpatía natural, conquistaba corazones allá donde iba.
Desde pequeño, Javier adoptó una actitud protectora hacia su hermano Ricardo. Cada vez que Jaime lo reprendía con dureza —a veces por travesuras, otras por el simple hecho de ser diferente— era Javier quien se interponía. Muchas veces, incluso asumía el castigo destinado a su hermano menor, con tal de evitarle el mal rato.
Un año después, nació el tercer y último hijo de los Alcalá: Luis Arturo. Por razones que nadie terminaba de comprender, el recién nacido se convirtió en el favorito de Jaime desde el primer instante.
Luis Arturo lloraba con frecuencia, y por eso sus hermanos mayores solían molestarlo con cierta crueldad juguetona, a pesar de saber que serían castigados si su padre los descubría. En la intimidad, lo apodaban el mocoso. Sin embargo, ninguno de los dos envidiaba su lugar privilegiado. Todos conocían la historia: al heredero de la familia Alcalá se le preparaba desde muy joven. Y esa preparación era un camino de exigencias brutales. Las anécdotas que circulaban entre los parientes sobre el entrenamiento del “sucesor” provocaban escalofríos en los tres niños.
Durante un tiempo, todos creyeron que Javier sería el elegido. Pero su carácter protector fue interpretado por Jaime como debilidad. Ricardo, a pesar de ser el más inteligente, era indisciplinado y rebelde. Luis Arturo, por el contrario, era noble, obediente y aplicaba al pie de la letra cada instrucción de su padre. Fue él quien terminó siendo designado como sucesor.
Pero eso no significó que Jaime bajara sus exigencias con Javier y Ricardo. Al contrario. Se volvió más implacable.
Mercedes no estaba de acuerdo. Sentía que su esposo les robaba la infancia a sus hijos. Pero Jaime era intransigente: los muchachos llevaban el apellido Alcalá, y debían ser ejemplares en todo.
Pese a todo, los tres hermanos lograron construir una infancia feliz a su manera. Javier, siempre serio y maduro. Ricardo, el bromista incansable cuya inteligencia pasaba desapercibida tras sus travesuras. Y Luis Arturo, obediente hasta el exceso, que crecía sin saber del todo si ese “privilegio” era en realidad una carga disfrazada.
Mercedes los miraba con orgullo, aferrándose a los momentos felices que aún podían rescatar en medio de tanta rigidez. Jaime, en cambio, parecía cada vez más obsesionado con formar herederos… en lugar de criar hijos.
Desde muy pequeño, Javier supo que los negocios no eran lo suyo. Los temas financieros lo aburrían, y aunque sabía que su apellido lo ataba a una empresa gigantesca, su corazón estaba en otro lugar: las leyes. Soñaba con ser juez de la Corte Suprema. Se lo dijo a su padre, casi con temor, pero para su sorpresa, Jaime no solo no lo desaprobó… lo apoyó. A partir de entonces, Javier recibió tutorías especializadas para prepararse en ese camino.
Ingresó a la secundaria más prestigiosa del país, donde estudiaban los hijos de empresarios, diplomáticos, militares y figuras políticas. Tenía doce años cuando conoció a Natalia Carmona, hija del entonces candidato presidencial Juan Carmona. Era su compañera de clases. Brillante, alegre… distinta.
Unos meses más tarde, sus padres fueron asesinados. El país quedó conmocionado. Javier, aún joven, insistió en acompañarla en los actos fúnebres. Convenció a su madre y asistió. Fue el único compañero de clase que se presentó.
Al llegar, la vio en un rincón de la sala, abrazando a su hermana menor con los ojos perdidos.
—Natalia… siento mucho lo de tus padres —dijo él, con respeto.
—Gracias, Javier —respondió ella, con voz fría, distante.
Cuando Natalia regresó a clases, sintió el hielo. Sus compañeros evitaban hablarle, como si la muerte de sus padres la hubiera vuelto contagiosa. Excepto Javier. Él se acercaba. Le preguntaba cómo se sentía. Le dejaba espacio, pero no indiferencia.
—Hice unas notas para ti —le dijo un día, tímido.
Sacó de su mochila unas hojas con apuntes detallados.
—Gracias, Javier —respondió ella, bajando la mirada con un hilo de voz.
A ojos de los demás, Natalia era invisible. Desgarbada, callada, inexpresiva. Pero para Javier… había algo en ella que lo desarmaba. No sabría explicarlo. Solo sabía que, cuando estaban juntos, todo lo demás hacía menos ruido.
En ocasiones coincidían en las actividades culturales del colegio. Natalia volvía a ser ella misma solo en dos escenarios: cuando hablaba con su hermana… o cuando participaba en el club de debates. Entonces su voz recuperaba fuerza. Sus ojos brillaban, aunque fuera por poco tiempo.
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