Mi corazón latía más deprisa a medida que me aproximaba al cercado; ya tenía una mano apoyada en él, y me bastaba apenas un salto para hallarme del otro lado cuando dos guardianes emboscados se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos me abatió y empezó a azotarme con un látigo. Yo me incorporé sosteniendo un cuchillo, se lo clavé en el brazo derecho, que tenía levantado, y le infligí una herida ancha y profunda en la mano. Los gritos iracundos del herido, las imprecaciones de su camarada, que yo respondía con igual furia y descaro, resonaban en el claro del bosque. La mañana se acercaba más y más, incongruente, en su belleza, con nuestra batalla tosca y ruidosa. Mi enemigo y yo seguíamos peleando cuando aquél exclamó: «¡El conde!» De un salto me zafé del abrazo hercúleo del guardián, jadeando a causa del esfuerzo y dedicando miradas furiosas a mis captores, y me situé detrás del tronco de un árbol, resuelto a defenderme hasta el final. Llevaba las ropas hechas jirones y, lo mismo que las manos, manchadas de la sangre del hombre al que había herido. Con la izquierda sostenía las aves que había abatido -mis presas con tanto esfuerzo obtenidas- y con la derecha el cuchillo. Llevaba el pelo enmarañado y a mi rostro asomaba la expresión de una culpa que también goteaba, acusadora, desde el filo del arma a la que seguía aferrado; mi apariencia toda era desmañada y escuálida. Alto y fornido como era, debía parecerles -y no se equivocaban- el mayor rufián que hubiera hollado la tierra.
La mención al conde me sobresaltó, y toda la sangre indignada que encendía mi corazón fue a agolparse en mis mejillas. Era la primera vez que lo veía y supuse que se trataría de un joven altivo e inflexible que, si se dignaba dirigirme la palabra, zanjaría la cuestión con la arrogancia de la superioridad. Yo ya tenía lista la respuesta: un reproche que, según creía, se le clavaría en el corazón. Pero entonces se acercó a nosotros y su aspecto desterró al instante, como un soplo de brisa de poniente, mi sombría ira: ante mí se hallaba un muchacho alto, delgado, de tez muy blanca, que en sus rasgos expresaba un exceso de sensibilidad y refinamiento. Los rayos matutinos del sol teñían de oro sus sedosos cabellos, esparciendo luz y gloria sobre su rostro resplandeciente.
-¿Qué es esto? -gritó. Los hombres se aprestaron a iniciar sus defensas, pero él los apartó-. Dos a la vez contra un muchacho. ¡Qué vergüenza! -Se acercó a mí-. Verney -gritó-. Lionel Verney. ¿Es ésta la primera vez que nos vemos? Nacimos para ser amigos, y aunque la mala fortuna nos ha separado, ¿no reconoces el vínculo hereditario de amistad que confío en que, de ahora en adelante, nos lleve a unirnos?
A medida que hablaba, con sus ojos sinceros fijos en mí, parecía leerme el alma; mi corazón, mi corazón salvaje y sediento de venganza, sintió que el manto de una calma dulce se posaba sobre él. Mientras, su voz apasionada,
como la más dulce de las melodías, despertaba un eco mudo en mi interior y confinaba a las profundidades toda la sangre de mi cuerpo. Hubiera querido responderle, reconocer su bondad, aceptar la amistad que me proponía; pero el rudo montañés carecía de palabras a la altura de las suyas; hubiera querido extenderle la mano, pero la sangre acusadora que las manchaba me lo impedía. Adrian se apiadó de mi menguante aplomo.
-Ven conmigo -me dijo-. Tengo mucho que contarte. Ven conmigo a casa. ¿Sabes quién soy?
-Sí -le respondí-. Ahora creo conocerte, y que perdonarás mis errores... mi delito.
Adrian sonrió amablemente y, después de transmitir algunas órdenes a los guardianes del coto, se acercó a mí, entrelazó su brazo al mío y partimos juntos hacia la mansión.
No fue su rango; tras todo lo que he dicho, no creo que nadie sospeche que fuera el rango de Adrian lo que, desde el primer momento, sedujo mi corazón de corazones y logró que todo mi espíritu se postrara ante él. Ni yo era el único en sentir con tal intensidad sus perfecciones, pues su sensibilidad y cortesía fascinaban a todos. Su vivacidad, inteligencia y espíritu benévolo culminaban la conquista. A pesar de su juventud era un hombre muy instruido e imbuido del espíritu de la más alta filosofía, que confería un tono de irresistible persuasión a su trato con los demás y lo asemejaba a un músico inspirado que tañera, con absoluta maestría, la «lira de la mente» y de ese modo causara una divina armonía. En persona apenas parecía ser de este mundo: a su delicada figura se imponía el alma que la habitaba; era todo mente: «Dirige sólo un junco» contra su pecho y conquistarás su fuerza; pero el poder de su sonrisa hubiera bastado para amansar a un león hambriento o para lograr que una legión de hombres armados posara las armas a sus pies.
Pasé todo el día con él. Al principio no mencionó el pasado ni se refirió a ningún hecho personal. Tal vez deseara inspirarme confianza y darme tiempo para poner en orden mis pensamientos dispersos. Me habló de temas generales y expresó ideas que yo jamás había concebido. Nos hallábamos en su biblioteca y me contó cosas sobre los sabios de la antigua Grecia y el poder que habían llegado a ejercer sobre las mentes de los hombres gracias exclusivamente a la fuerza del amor y la sabiduría. La sala estaba decorada con los bustos de muchos de ellos, y fue describiéndome sus características. A medida que hablaba yo iba sometiéndome a él, y todo mi orgullo y mi fuerza quedaban subyugados por los dulces acentos de aquel muchacho de ojos azules. El ordenado y vallado coto de la civilización, que hasta entonces yo, desde mi densa jungla, había considerado inaccesible, me abría sus puertas por intercesión suya, y yo me adentré en él y sentí, al hacerlo, que hollaba mi
suelo natal.
Avanzada la tarde se refirió al pasado.
-He de relatarte algo -me dijo-, y debo darte muchas explicaciones sobre el pasado. Tal vez tú puedas ayudarme a acotarlo. ¿Te acuerdas de tu padre? Yo no gocé nunca de la dicha de verlo, pero su nombre es uno de mis primeros recuerdos; y permanece escrito en las tablillas de mi mente como representación de todo lo que, en un hombre, resulta galante, cordial y fascinador. Su ingenio no se hacía notar menos que la desbordante bondad de su corazón, y con tal prodigalidad la esparcía sobre sus amigos que, ¡ah!, bien poca le quedaba para sí mismo.
Alentado por su panegírico, procedí, en respuesta a su pregunta, a relatarle lo que recordaba de mi progenitor, y él me refirió el relato de las circunstancias que habían llevado al extravío de la misiva testamentaria de mi padre. Cuando, en momentos posteriores, el padre de Adrian, a la sazón rey de Inglaterra, sentía que su situación se tornaba más peligrosa y su línea de acción más comprometida, una y otra vez deseaba contar con la presencia de su amigo, que hubiera supuesto un parapeto contra las iras de su impetuosa reina y habría mediado entre él y el Parlamento. Desde el momento en que había abandonado Londres, en la noche fatal de su derrota en la mesa de juego, el rey no había recibido noticias de él. Y cuando, transcurridos los años, se empeñó en saber de su paradero, todo rastro se había borrado ya. Lamentándolo más que nunca, se aferró a su recuerdo y encomendó a su hijo que, si jamás daba con su apreciado amigo, le brindara en nombre suyo todo el auxilio que pudiera precisar y le asegurara que, hasta el último momento, su vínculo había sobrevivido a la separación y el silencio.
Poco antes de la visita de Adrian a Cumbria, el heredero del noble al que mi padre había confiado su última petición de ayuda dirigida a su real señor, puso en manos del joven conde aquella carta, con el lacre intacto. La había encontrado entre un montón de papeles viejos, y sólo el azar la había sacado a la luz. Adrian la leyó con profundo interés y en ella halló el espíritu viviente del genio y el ingenio de aquél de quien en tantas ocasiones había oído elogios. Descubrió el nombre del lugar en que mi padre se había retirado y donde había muerto. Supo de la existencia de sus huérfanos y, durante el breve intervalo que transcurrió entre su llegada a Ullswater y nuestro encuentro en el coto, se ocupó de realizar averiguaciones sobre nosotros, así como de poner en marcha planes que redundaran en nuestro beneficio, antes de presentarse ante nosotros.
El modo en que se refería a mi padre halagaba mi vanidad: el velo con que cubría su benevolencia, alegando el cumplimiento de un deber para con las últimas voluntades del monarca, constituía un alivio para mi orgullo. Otros
sentimientos, menos ambiguos, los concitaban sus maneras conciliadoras y la generosa calidez de sus expresiones, un respeto rara vez demostrado por nadie hacia mí hasta ese momento, admiración y amor; había rozado mi pétreo corazón con su poder mágico y había hecho brotar de él un afecto imperecedero y puro. Nos despedimos al atardecer. Me estrechó la mano.
-Volveremos a vernos. Regresa mañana.
Yo apreté la suya y traté de responder, pero mi ferviente «Dios te bendiga» fue la única frase que mi ignorancia me permitió pronunciar, y me alejé a toda prisa, abrumado por mis nuevas emociones.
No hubiera podido descansar, de modo que vagué por las colinas, barridas por un viento del oeste. Las estrellas brillaban sobre ellas. Corrí, sin fijarme en las cosas que me rodeaban, con la esperanza de aplacar la inquietud de mi espíritu mediante la fatiga física.
«Ese es el verdadero poder -pensaba-. No ser fuerte de miembros, duro de corazón, feroz y osado, sino amable, compasivo y dulce.»
Me detuve en seco, entrelacé las manos y, con el fervor de un nuevo prosélito, grité:
-¡No dudes de mí, Adrian, yo también llegaré a ser sabio y bondadoso!
Y entonces, abrumado, lloré ruidosamente.
Una vez pasado ese arrebato de pasión me sentí más entero. Me tumbé en el suelo y, dando rienda suelta a mis pensamientos, repasé mentalmente mi vida pasada. Pliegue a pliegue, fui recorriendo los muchos errores de mi corazón y descubrí lo brutal, lo salvaje y lo insignificante que había sido hasta ese momento. Con todo, en ese instante no podía sentir remordimientos, pues me parecía que acaba de nacer de nuevo; mi alma expulsó la carga de sus pecados anteriores para iniciar un nuevo camino de inocencia y amor. No quedaba nada duro o áspero en ella que nublara los sentimientos dulces que las transacciones del día me habían inspirado; era como un niño balbuceando la devoción que siente por su madre, y mi alma maleable cambiaba por mano del maestro, sin desear ni poder resistirse a ello.
Así comenzó mi amistad con Adrian, y debo recordar ese día como el más afortunado de mi vida. Ahora empezaba a ser humano. Era admitido en el interior del círculo sagrado que separa la naturaleza intelectual y moral del hombre de aquello que caracteriza a los animales. Mis mejores sentimientos habían sido convocados para responder convenientemente a la generosidad, sabiduría y cordialidad de mi nuevo amigo. Él, poseedor de una noble bondad, se regocijaba infinitamente al esparcir, generoso, los tesoros de su mente y su fortuna sobre el largamente olvidado hijo del amigo de su padre, el vástago de
aquel ser excepcional cuyas excelencias y talentos había oído ensalzar desde su infancia.
Desde su abdicación, el difunto rey se había retirado de la esfera política, aunque hallaba poco placer en su entorno familiar. La reina destronada carecía de virtudes para la vida doméstica, y el valor y la osadía que sí ostentaba no le servían de nada tras el derrocamiento de su esposo, al que despreciaba y a quien no se molestaba en ocultar sus sentimientos. El rey, para satisfacer sus exigencias, se había alejado de sus viejas amistades, pero bajo su guía no había adquirido otras nuevas. En aquella escasez de comprensión, había recurrido a su hijo de tierna edad. El temprano desarrollo de su talento y sensibilidad hizo de Adrian un depositario digno de la confianza de su padre. Nunca se cansaba de escuchar los relatos -con frecuencia reiterados- que éste refería sobre los viejos tiempos, en los que mi padre representaba un papel destacado; le repetía sus comentarios agudos, y el niño los retenía; su ingenio, su poder de seducción, incluso sus defectos, se magnificaban al calor del afecto perdido, una pérdida que lamentaba sentidamente.
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Comments
Celery Mmev
Ese pastor como muchos otros se le subio💩💩💩 a la cabeza al tener un poquito de poder 😐😐
es triste lo de niño pero cuántos niños no pierden a sus padres después de un desastre natural o provocado 😧, y no a todos los hijos les toca convivir con buenos padres, muchos creen sin el apoyo de ellos
aquí una leyendo poco a poco la novela 😅😜
2021-09-21
0
☆▪︎●ZANIER●▪︎☆
buena decisión, es mejor irse...
2021-08-16
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Chechi♡ ♀️
Sabía decisión Gonzalo.
Yo, como Abigail iría con Gonzalo.
2021-08-08
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