Parecía a punto de iniciar una vida nueva, y no precisamente bajo los mejores auspicios. El embate de la guerra, pensaba yo, no tardaría en producirse. Él llegaría
triunfante a la tierra a la que mi padre había huido con el corazón destrozado. Y en ella hallaría a sus infortunados hijos, confiados en vano a su real padre, pobres y miserables. Que llegara a saber de nuestra existencia, y que nos tratara de cerca con el mismo desdén que su padre había practicado desde la distancia y la ausencia, me parecía a mí la consecuencia cierta de todo lo que había sucedido antes. Así pues, yo conocería a ese joven de alta alcurnia, el hijo del amigo de mi padre. Llegaría rodeado de sirvientes; sus compañeros eran los nobles y los hijos de los nobles. Toda Inglaterra vibraba con su nombre y su llegada, como las tormentas, se oía desde muy lejos. Yo, por mi parte, iletrado y sin modales, si entraba en contacto con él, me convertiría en la prueba tangible, a ojos de sus cortesanos, de lo justificado de aquella ingratitud que me había convertido en el ser degradado que era.
Con la mente ocupada por entero en esas ideas, se diría que incluso fascinado por el proyecto de asaltar la morada escogida por el joven conde, observaba el avance de los preparativos y me acercaba a los carros de los que descargaban artículos de lujo traídos desde Londres, que entraban en la mansión. Rodear a su hijo de una magnificencia principesca formaba parte del plan de la que fue reina. Yo observaba mientras disponían las gruesas alfombras y las cortinas de seda, los ornamentos de oro, los metales profusamente cincelados, los muebles blasonados, todo acorde a su rango, de modo que nada que no se revistiera de esplendor regio llegara a alcanzar el ojo de un descendiente de reyes. Sí, lo observaba todo y luego volvía la mirada hacia mis raídas ropas. ¿De dónde nacía esa diferencia? ¿De dónde, sino de la ingratitud, de la falsedad, del abandono, por parte del padre del príncipe, de toda noble simpatía, de todo sentimiento de generosidad? Sin duda a él también, pues por sus venas circulaba asimismo la sangre de su orgullosa madre, a él, reconocido faro de la riqueza y la nobleza del reino, le habrían enseñado a repetir con desprecio el nombre de mi padre, y a desdeñar mis justas pretensiones de protección. Me esforzaba en pensar que toda esa grandeza no era sino una infamia indigna, y que, al plantar su bandera bordada en oro junto a mi gastado y deshilachado estandarte, no estaba proclamando su superioridad, sino su caída.
Y aun así lo envidiaba. Sus preciosos caballos, sus armas de intrincados relieves, los elogios que le precedían, la adoración, la prontitud en el servicio, el alto rango y la alta estima en que lo tenían, yo consideraba que de todo ello me habían despojado a mí por la fuerza, y lo envidiaba todo con renovada y atormentada amargura.
Para coronar la vejación de mi espíritu, Perdita, la visionaria Perdita, pareció despertar a la vida real cuando, transportada por la emoción, me informó de que el conde de Windsor estaba a punto de llegar.
-¿Y ello te complace? -le pregunté, ceñudo.
-Por supuesto que sí, Lionel -me respondió ella-. Ansío verle. Es el descendiente de nuestros reyes y el primer noble de nuestra tierra. Todos le admiran y le aman y se dice que su rango es el menor de sus méritos; que es generoso, valiente y afable.
-Has aprendido una lección, Perdita -le dije- y la repites tan al pie de la letra que olvidas por completo las pruebas de las virtudes del conde; su generosidad se manifiesta sin duda en nuestra abundancia, su valentía en la protección que nos brinda, y su afabilidad en el caso que nos dispensa. ¿Su rango es el menor de sus méritos, dices? Todas sus virtudes derivan sólo de su extracción; por ser rico lo llaman generoso; por ser poderoso, valiente; por hallarse bien servido se lo considera afable. Que así lo llamen, que toda Inglaterra crea que lo es. Nosotros lo conocemos. Es nuestro enemigo, nuestro penoso, traicionero y arrogante enemigo. Si hubiera sido agraciado con una sola partícula de todas las virtudes que le atribuyes, obraría justamente con nosotros, aunque sólo fuera para demostrar que, si ha de luchar, no ha de hacerlo contra un enemigo caído. Su padre hirió a mi padre; su padre, inalcanzable en su trono, osó despreciarlo, a él que sólo se inclinaba ante sí mismo, cuando se dignó asociarse con el ingrato monarca. Nosotros, descendientes de uno y de otro, debemos ser también enemigos. Él descubrirá que me duelen las heridas y aprenderá a temer mi venganza.
El conde llegó días más tarde. Los habitantes de las casas más miserables fueron a engrosar la muchedumbre que se agolpaba para verle. Incluso Perdita, a pesar de mi reciente filípica, se acercó al camino para ver con sus propios ojos al ídolo de todos los corazones. Yo, medio enloquecido al cruzarme con grupos y más grupos de campesinos que, con sus mejores galas, descendían por las colinas desde cumbres ocultas por las nubes, observando las rocas desiertas que me rodeaban, exclamé: «Ellas no gritan “¡Larga vida al Conde!”» Cuando llegó la noche, acompañada de frío y de llovizna, no regresé a casa. Pues sabía que en todas las moradas se elevarían loas a Adrian. Sentía mis miembros entumecidos y helados, pero el dolor servía de alimento a mi aversión insana; casi me regocijaba en él, pues parecía concederme motivo y excusa para odiar al enemigo que ignoraba que lo era. Todo se lo atribuía a él, ya que yo confundía hasta tal punto las nociones de padre e hijo que pasaba por alto que éste podía ignorar del todo el abandono en que nos había dejado su padre. Así, llevándome la mano a la cabeza, exclamé: «¡Pues ha de saberlo! ¡Me vengaré! ¡No pienso sufrir como un spaniel! ¡Ha de saber que yo, mendigo y sin amigos, no me someteré dócil al escarnio!»
El paso de los días, de las horas, no hacía sino incrementar los agravios. Las alabanzas que le dedicaban eran mordeduras de víbora en mi pecho vulnerable. Si lo veía a lo lejos, montando algún hermoso corcel, la sangre me hervía de rabia. El aire parecía emponzoñado con su sola presencia y mi
lengua nativa se tornaba jerga vil, pues cada frase que oía contenía su nombre y su alabanza. Yo resoplaba para aliviar ese dolor en mi corazón, y ardía en deseos de perpetrar algún desmán que le hiciera percatarse de la enemistad que sentía. Era su mayor ofensa que, causándome esas sensaciones intolerables, no se dignara siquiera demostrar que sabía que yo vivía para sentirlas.
No tardó en conocerse que Adrian se complacía grandemente en su parque y sus cotos de caza, aunque nunca la practicaba, y se pasaba horas observando las manadas de animales casi domesticados que los poblaban, y ordenaba que se les dedicaran los mayores cuidados. Allí vi yo campo abonado para mi ofensiva, e hice uso de él con todo el ímpetu brutal derivado de mi modo de vida. Propuse a los escasos camaradas que me quedaban -los más decididos y malhechores del grupo- la empresa de cazar furtivamente en sus posesiones; pero todos ellos se arredraron ante el peligro, de modo que tendría que consumar la venganza en solitario. Al principio mis incursiones pasaron desapercibidas, por lo que empecé a mostrarme cada vez más osado: huellas en la hierba cuajada de rocío, ramas rotas y rastros de las piezas libradas acabaron delatándome ante los custodios de los animales, que incrementaron la vigilancia. Al fin me descubrieron y me llevaron a prisión. Entré en ella en un arrebato de éxtasis triunfal: «¡Ahora ya sabe de mí! -exclamé-. ¡Y así seguirá siendo una y otra vez!» Mi confinamiento duró apenas un día y me liberaron por la noche, según me dijeron, por orden expresa del mismísimo conde.
Aquella noticia me hizo caer desde el pináculo de honor que yo mismo había erigido. «Me desprecia -pensé-; pero ha de saber que yo lo desprecio a él, y que siento el mismo desprecio por sus castigos que por su clemencia.» Dos noches después de mi liberación volvieron a sorprenderme los custodios de los animales, que me encarcelaron de nuevo. Y de nuevo volvieron a soltarme. Tal era mi pertinacia que, transcurridas cuatro noches, me hallaron de nuevo en el parque. Aquella obstinación parecía enfurecer más a los guardianes que a su señor. Habían recibido órdenes de que, si volvían a sorprenderme, debían llevarme ante el conde, y su lenidad les hacía temer una conclusión que consideraban poco acorde con mi delito. Uno de ellos, que desde el principio se había destacado como jefe de quienes me habían apresado, resolvió dar satisfacción a su propio resentimiento antes de entregarme a su superior.
La luna se había ocultado tarde y la precaución extrema que me vi obligado a adoptar en mi tercera expedición me consumió tanto tiempo que, al constatar que la negra noche daba paso al alba, el temor se apoderó de mí. Me hinqué de rodillas y avancé a cuatro patas, en busca de los recodos más umbríos del sotobosque; los pájaros despertaban en las alturas y trinaban inoportunos, y la brisa fresca de la mañana, que jugaba con las ramas, me
llevaba a sospechar pasos a cada vuelta del camino.
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Comments
Celery Mmev
ese pastor buscando dar consuelo y esperanzas a Bernardo y a él mismo aunque no lo reconozca, tratando de no caer en la desesperación ante tan difícil situación 😔😔
2021-09-08
1
Luna Ochoa
Que situación dificil!!😔
2021-08-04
1
:/ °Haruka°
Que situacion de supervivencia pero es muy interesante tu novela.
2021-07-31
1