cap 2

EL CASERO (retratos del lado oscuro)

Soy licenciado en Historia, soy diplomado en Magisterio, he trabajado en la enseñanza pública y en la privada, he hecho cursillos, he hecho novillos y hasta he hecho ganchillo, y he hecho mil cosas más, pero, ante todo, soy casero. No, no me refiero con ello a que haya sentido la llamada de la vocación arbitral y juzgue con excesiva benevolencia a los equipos que juegan en su propio feudo (aunque he de reconocer que el fútbol es la mayor de mis aficiones y desde pequeño he sido fiel seguidor de mi equipo local). Y tampoco quiero decir que sea afecto a permanecer todo el día en mi humilde morada, sin salir apenas (aunque no salgo todo lo que yo quisiera, en parte porque no me dejan).

No, nada de eso. Con la palabra casero quiero expresar mi condición -humana, al fin y al cabo- de copropietario de bienes inmuebles arrendados a inquilinos diversos (y perversos, como más tarde se verá). Y es esta ocupación -que algunos creerán morosa, usurera y cruel- la causa de gran parte de las desdichas que diré y de pesadillas que cada vez se están haciendo más pesadas.

Quiso la Fortuna que mi familia poseyera en la postguerra algunos edificios en una estrecha calle de una selecta zona de la ciudad, llamada Ensanche -aunque no sé si el término incluía a nuestra angosta calle- a imitación del Eixample barcelonés, porque todo lo que hacemos en esta ciudad es imitar mal a los demás.

Pero igualmente quiso la Fortuna, que no sólo es ciega sino a veces aciaga, que nos viéramos obligados (bueno, yo no, porque aún no había nacido), por la delicada situación postbélica, a alquilar los pisos de uno de esos edificios a familias modestas pero ejemplares. O al menos eso era lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy adelantados para aquella época y ya pedían estrictas referencias a los aspirantes a inquilinos (como vemos en las películas, cuando buscan a una institutriz inglesa). Los que superaban el casting -perdón, la entrevista- tenían acceso a uno de aquellos pisos, porque la vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil en aquella época. Y como entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de la cosa pública llevaran los mismos apellidos), se fijaron unos alquileres asequibles, es decir, irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la risa fue para los inquilinos, que se encontraron durante años con viviendas supremas a precios ínfimos.

Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y somos las nuevas generaciones de la familia las que colaboramos en las ingratas tareas de recaudación. Por su parte, los inquilinos también han cedido su paso a nuevas generaciones, pero a diferencia de las nuestras, aquellas evidencian un notable declive de la raza y no hubieran pasado bajo ningún concepto el estricto casting de antaño. De todas formas, también hay que reconocer que algunos de los inquilinos primigenios no han resultado ser tan buenas personas como parecían, bien porque se han ido degenerando con la edad y por el trato con sus hijos, bien porque nuestros mayores no disponían de una máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña electoral. Y para complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren (¡ojalá hubieran sido rockeros, que siempre la palman pronto!) y no podemos reemplazarlos por otros nuevos que firmen un contrato de alquiler adaptado a los tiempos y dineros que corren.

Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve pesetas y nunca nos perdonan la diminuta peseta, aunque se tengan que poner la gafas de ver) tenemos que seguir porfiando con esta gente para que nos pague el alquiler de estos bienes inmuebles que poseemos (porque si fueran móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro que habríamos llevado el edificio al borde de un acantilado para abandonarlo allí o dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de suspense, donde todo pende de un delgado hilo fatuo y al final se despeña sin remisión).

Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy en mis cabales, que soy un sádico que hace sufrir a los demás y luego se complace en rememorar sus hazañas, o que soy un masoquista que disfruta sufriendo para recolectar una ínfima cantidad de dinero o, en fin, que estos peculiares inquilinos me han ablandado los sesos como los requesones se lo hicieron a Don Quijote. Pues puede que sí, pero lo cierto es que cada visita a aquel edificio causa en mí una honda impresión. Y de nuevo puede pensar el lector que exagero, pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una vez cada dos meses. A pesar de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún objeto contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico, y cuando empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado los dos meses y tengo que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del mito del eterno retorno. Lo único que consigue mitigar la inminente llegada de la fecha aciaga es que mi familia es numerosa y nos turnamos en esta tarea recaudatoria para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y hermanos. Aún así, ocurre con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con excusas dudosas y me toca a mí bailar con los más feos.

Así pues, recordemos que este repetitivo rito iniciático (bueno, son tantas veces que ya somos unos maestros... o maestres ) de descenso en el Averno (para situarme, siempre releo el final de la Divina Commedia antes de ir allí, por si falla el ascensor) que tan insalubres secuelas me produce, tiene lugar un día (sin duda, el día más largo) en el que dos miembros de la familia (como hemos dicho, yo soy casi siempre titular en las alineaciones), como si fuéramos una pareja de la guardia civil (incluso este cuerpo podría salir descabezado y mutilado de allí, para que el lector se haga una idea de lo que vamos a encontrar), nos dirigimos al vetusto edificio, que a nuestra vista (y no digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo que pueda uno imaginar.

He dicho que vamos en parejas y es siempre así por varias razones. Primero, por el más elemental instinto de supervivencia. Segundo, porque nos permite representar un ardid teatral que parece haber impresionado a algunos de los inquilinos, y hay que explotar hasta el máximo esta pequeña victoria en tan gran guerra. En efecto, como mis hermanos y yo vivimos los conflictivos años de la adolescencia en los conflictivos años setenta, tenemos interiorizados en nuestra consciencia los patrones de comportamiento ilustrados por los telefilmes de la época. Entre ellos abundaban los de signo policíaco, donde era frecuente ver parejas de policías que ejercitaban con los raterillos (porque con los peces gordos no se atrevían) un ardid dual, esquizoide, maniqueo, bífido y carnavalesco, fértil simbiosis de contrarios que hoy recibiría sin duda el apelativo de bicefalia : el de policía malo -irascible, visceral, de mano (y más cosas) tonta- y policía bueno -comprensivo, tolerante, amigo de tratos y desfacedor de los entuertos que estaba a punto de cometer su compañero.

He de advertir al lector que yo siempre desempeñaba el papel de policía bueno, cosa que me exasperaba aún más ante estos siniestros inquilinos. Ahora bien, lo que nunca acabé de comprender es que los inquilinos pensaran que me dedicaba a la abogacía, pues nunca he asociado este oficio con los buenos oficios del policía bueno.

Pero para no entretener al estresado lector con más preliminares, y aprovechando que hace justo dos meses que fuimos a cobrar, le invito a que nos acompañe a esta peculiar casa de los horrores, lo más bajo de la zona alta de la ciudad. Aunque advierto al lector (y el que avisa no es traidor) que esta visita puede agravarles el ya agudo estrés que padecen algunos y, aún más, puede producirles (aunque en casos aislados, como se dice siempre que hay una epidemia) insomnio, úlcera gastroduodenal, jaqueca, hidrofobia, polisemia, parasíntesis, filatelia y serios trastornos de la personalidad. Ahora bien, si quiere acompañarnos, hágalo bajo su completa responsabilidad, coja el chaleco antibalas y el casco de albañil y ahí vamos.

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