Un Villano Puede Salvar El Mundo Por Amor
Cuando ella abría los ojos, siempre se encontraba en un lugar diferente. Su cabeza estaba confundida, y el olor dulzón que la acompañaba desde que la llevaron por la fuerza, cada vez le provocaba más sueño. En un estado semi inconsciente, de alguna manera se las pudo arreglar para hilvanar algunos pensamientos libres entre todo el ajetreo al que estaba siendo sometida, rememorando sobre dónde había olfateado aquel aroma que ahora la embriagaba y la obligaba a dormir.
Madera dura, pelaje animal y el movimiento oscilante de un carruaje ocuparon las primeras impresiones durante su viaje. Plumas, lo último que recordaba era plumas y el olor del mar, un mar desconocido para ella. No era el mar de Shattar, ese mar nuevo que llegó hasta su nariz olía diferente. El aire también se sentía diferente, con la carga de maná que un noble podía identificar de una calidad pobre, sin embargo, sumida en la bruma de ese olor dulzón que la acompañó durante todo su trayecto, no pudo pensar en nada más ni pudo encontrar alguna pista sobre dónde se encontraba y a dónde la llevaban.
El tiempo corrió inadvertidamente por ella en aquella condición, así, el día en que el olor que la adormecía al fin desapareció y su cabeza dejó de estar sumida en la niebla y la somnolencia, se encontró en una celda.
Una pequeña habitación con una cama de colchón duro, apenas con lo suficiente para cubrir necesidades básicas, sin puertas ni ventanas, sólo unos gruesos barrotes que delimitaban la estancia donde se podía vivir. Era una prisión para nobles, eso era seguro, pues las celdas para plebeyos normalmente no tendrían siquiera una cobija roída para cubrirse, lo sabía por experiencia propia.
A su memoria, llegaron los oscuros días de hacía poco más de cinco años cuando había sido acusada injustamente y encarcelada en una celda más sucia y tenebrosa que en la que se encontraba ahora; el frío se apoderó de su cuerpo debido al trauma que suponía rememorar todo aquello. En verdad, Canaria estaba a punto de colapsar por el estrés que suponía estar en un lugar desconocido, en una situación que le recordaba un trauma pasado, estando embarazada.
Ni siquiera se había dado cuenta de la persona que permanecía más allá de los barrotes, apostada en una vigilancia silenciosa. Tampoco se dio cuenta cuando el guardia sacó una piedra de maná de su bolsillo de cuero del cinturón, la cual se transformó en un ave silenciosa que tomó un pedazo de papel en su pico y salió volando por una de las ventanas de las paredes que no tenían barrotes ni eran parte de la celda personal para nobles. En realidad, Canaria no podía haberse dado cuenta de nada más allá de lo que la droga que le habían suministrado podía permitirle.
Sus ojos llorosos y adoloridos apenas si podían permanecer abiertos, demasiado hinchados y rojos como para que sus iris color aguamarina pudiesen ser vistos siquiera. No tenía la fuerza suficiente para levantarse, y sus manos temblorosas apenas si podían ser guiadas a su rostro con la velocidad de un caracol.
Aun así, Canaria sabía en dónde estaba. Sus recuerdos de lo que había pasado con ella antaño eran la respuesta sobre quién la mantendría cautiva. El hecho de que el trato hubiese mejorado, no le causaba más que miedo y desconfianza sobre lo que la desagradable y malvada persona que estaba detrás de todo tenía planeado.
No era de extrañar también sus lamentaciones. Había vivido cinco tranquilos y felices años junto a su esposo, sin molestar a nadie, pensando que había escapado de la pesadilla a la que la habían sometido desde que tenía recuerdos de su existencia en el mundo, sin embargo, no era así.
Criada como una noble, con un padre ausente debido a su obligación como el escudo y la espada del Imperio, para luego ser asesinado en una revuelta de las colonias y una madre que había sido obligada a casarse nuevamente con alguien tirano y cruel, no esperaba mucho de su vida, sinceramente. Sin embargo, su compromiso con el príncipe Sigurd, de alguna manera, le daba esperanza de poder salir avante en algún momento. Además, tenía conocimientos sobre lo que ocurriría si ella no luchaba por mejorar su situación.
Por supuesto, Canaria, sus recuerdos de un mundo extraño que sólo existía en sus sueños y su habilidad de nacimiento descubierta luego de su bautismo, "libro del destino", no eran infalibles. Ella luchó con uñas y dientes para que lo que estaba escrito en su libro mágico dado por los dioses no sucediera, no obstante, a pesar de todos sus esfuerzos y de la impresión de que había logrado librarse de las dificultades, hubo un factor que ella no pudo ver en su libro: Silvine.
Entonces, cuando Canaria pensó que sería feliz y que su destino marcado por la tragedia se había convertido en un mal sueño, Silvine Irohim apareció con pruebas que incriminaban a Canaria Von Lancet en un complot internacional. El rostro angelical de Silvine lleno de lágrimas debido a la traición de quien consideraba una amiga, se contorsionó de pena y desilusión mientras que la criminal clamaba desesperadamente por su inocencia.
Sin embargo, por bondad y gracia de la angelical Silvine, la madre de Canaria se había salvado de la eliminación. Sólo Canaria tuvo que enfrentarse al enclaustramiento y las penurias de la cárcel común, pues se le había arrebatado su calidad de noble. Al principio, el olor, la suciedad y la mala comida habían sido tan terribles, que Canaria sintió que pudo haber muerto en aquel lugar sólo con la enfermedad que le causaban las condiciones de vida. Por un momento, las ideas sobre el suicidio cruzaron por su cabeza.
Sin poder leer su libro del destino debido a las cadenas de supresión mágica que le había colocado, sin poder dormir por las noches con el asco y el miedo a los animales que rondaban por el sucio piso, culpándose por su ingenuidad y estupidez, Canaria sobrevivió en aquel lugar por casi un mes antes de que sus preguntas fuesen resueltas.
Silvine, la chica que la había acusado de conspiración, la visitó en aquella ocasión; su ropa cara de colores suaves y telas vaporosas que la hacían parecer un hada contrastaron con la precariedad de Canaria, quien luego de un mes de pasar hambre y tortura, había perdido la belleza que la caracterizaba.
La mirada de quien Canaria había considerado una amiga estaba llena de asco y desprecio, y la nariz de Silvine había sido cubierta con un pañuelo perfumado debido al olor pútrido proveniente de la suciedad de la mazmorra. Sin embargo, debajo de todo eso, una sonrisa torcida y burlona se pudo observar.
Silvine, a quien llamaban "el ángel de Lothien", se regodeó ante la vista derrotada y maltratada de Canaria, agachándose un poco, quizá, para ver bien los ojos aguamarina que habían perdido su brillo.
Un susurro de la voz suave de Silvine fue lo que detonó la furia y sacó a Canaria de su sensación de derrota.
—Intentaste cambiar tu destino, intentaste quitarme todo, dime Canaria, ¿qué se siente haber sido regresada a tu función original?
—Sólo quería vivir tranquilamente...
Silencio, un silencio grave que levantó confusión y sorpresa. Un silencio que apenas y tuvo lugar mientras que Silvine continuaba hablando, con la seguridad de la confidencialidad que le había otorgado ser ahora la prometida Imperial y no Canaria.
—Me sorprendí cuando las cosas no iban conforme a lo que se supone debían pasar. ¡¿Cómo te atreves a intentar cambiar la historia donde yo soy la protagonista?! ¡Se suponía que mi llegada a éste mundo gracias al designio de los dioses me traería felicidad! Pero tú... pequeña víbora arrogante, ¿también fuiste traída aquí? Ya lo veo, sólo eso responde el por qué todo había sido tan jodidamente mal, pero ¡logré arreglarlo! Sin embargo, soy una persona benevolente. Realmente, no creo que lo hayas hecho, Canaria.
Los ojos de Canaria se abrieron con sorpresa. Esperaba que las cosas se tornaran violentas, o, al menos, le ayudara a aliviar su sufrimiento y terminara con su vida de una vez. Sin embargo, Silvine estaba allí, con su pañuelo bordado y perfumado contra su nariz, buscando algo en el bolso con una gracia que no podría pertenecer a un miembro de la alta nobleza como ella.
—Tú también... —Dijo al fin, cuando se dio cuenta de que, seguramente, Silvine tendría un libro del destino como ella, que quizá tenía recuerdos de otr vida, como ella. Era una habilidad extraña de por sí, sin embargo, tratándose de Silvine, Canaria pensó que era la respuesta más lógica desde que la chica que estaba frente a ella era la enviada de los dioses.
—Soy una persona que es considerada un santo, y es por eso que soy demasiado benevolente, querida. Pienso que has tenido suficiente castigo, y es por eso que he enviado a tu madre a la frontera. Ella te espera allí. Vete. Vete y ten la vida pacífica que siempre anhelaste.
La cara de Silvine volvió a parecer la de un santo; sus largas pestañas doradas y su mirada impregnada de tristeza podrían hacer llorar a cualquiera, y Canaria, en ese momento, pensó que ella en verdad había sido buena.
Le había arrojado una bolsa pesada de cuero a través de las barras de metal de la celda, la cual se abrió un poco con el impacto contra el piso, dejando entrever unas monedas de oro y parte de unas llaves. Aún con la sorpresa de los acontecimientos recientes, Canaria se apresuró con el cuerpo adolorido a lo que ahora sería su salvación.
—Toma eso y no vuelvas nunca. Si lo haces, no puedo garantizar tu seguridad. Adiós, Canaria.
Cuando Silvine se había ido, Canaria se apresuró a abrir la celda. Como era de esperar, la llave de los grilletes que cortaban su flujo de mana no estaba, pero eso no le importó. En su corazón, Canaria agradecía sinceramente a la que ahora era su salvadora.
Sin vista alguna de guardias imperiales, ella corrió con toda la fuerza de sus piernas tambaleantes hacia la salida. Allí, un soldado la estaba esperando. Su rostro estaba cubierto por un trapo oscuro, como si se tratara de proteger del frío nocturno, sin embargo, en realidad lo hacía para permanecer en el anonimato.
Él había sido rudo y descortés cuando la tomó del brazo y le dijo en jerga soez que tenía el deber de escoltarla hasta la salida de la ciudad, donde le esperaba un caballo que la llevaría a la ciudad fronteriza, sin embargo, no le importó. En realidad, a ella no le importaba nada más que salir del país y volver a ver a su madre, vivir tranquilamente y olvidar todo lo que había sucedido.
Pero no todo lo que ella deseaba podría hacerse realidad.
En el momento en el que Canaria cruzaba las puertas de la ciudad y montaba al caballo que la llevaría al primer puesto de descanso, la ex miembro de la familia imperial, Aethril Von Lancet, murió envenenada.
El castillo había sido atacado por un pequeño escuadrón de rescate para Canaria, quien era un recurso precioso para los miembros del complot en el que estaba urdida. Era de esperarse un movimiento así desde que los países implicados podrían tener que pagar grandes consecuencias si ella se atrevía a hablar. O quizá, los países la intentaron rescatar debido a su gran habilidad para mantener la boca cerrada incluso con tortura y supresión de maná. Lo que sea que haya orillado a sus socios a rescatarla, provocó un deceso memorable: el de Igfrid D'Tyr.
La mañana siguiente a los hechos desafortunados, Canaria escuchó las noticias por medio de unos viajeros. Las carretas de los comerciantes habían llegado a la posada de la ciudad más cercana a la capital, viniendo desde el norte, trayendo noticias fatuas y desesperanzadoras con ellos; cuando ella se enteró, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
Intentó escapar en cuanto se dió cuenta de la verdad inefable, con las piernas apenas firmes debido al impacto emocional.
Había tomado uno de los caballos que ella y su acompañante montaban; corrió, lo más rapido que pudo, azuzando al animal a moverse como si fuese un grifo alado, no obstante, pronto fue alcanzada, o quizá, simplemente la habían emboscado. Como era una novata viajando de esa manera, había elegido seguir la carretera, y antes de llegar a la posada de las afueras de la siguiente ciudad, la apresaron.
Allí, ella se había enterado que todo había sido planeado por Silvine.
Mientras esos hombres salvajes que sólo podían tener el título de mercenarios sin educación bebían y disfrutaban tocando a su presa, quien de todos modos sería vendida a un burdel, sus lenguas se habían soltado.
—Buscaré el burdel al que te vendan, ramerita. —Le dijo uno de ellos mientras relamía sus labios y arrancaba su ropa.
Todos habían tenido su turno, mientras ella se volvía un cadáver viviente. Su ropa rasgada y su mente y cuerpo mutilados fueron abandonados en una esquina de la cueva sucia y pútrida donde la habían llevado mientras tomaban un descanso y rellenaban sus vientres con alcohol y pan duro.
Sus captores, seguros de que ella no escaparía debido a sus heridas y a su aspecto devastado, la habían dejado en una total libertad y desnudez. Felices de haber poseído, al menos una vez, a la señorita noble que los miraba hacia abajo, se regodearon en su actual posición superior y olvidaron montar guardia.
Ebrios por la lujuria y el alcohol, uno a uno cayeron en la inconsciencia, y entonces, ella escapó.
El caballo que había tomado corrió tan fuerte que su entrepierna, lastimada ya por lo que había vivido, empezó a sangrar; la menor de sus preocupaciones eran sus heridas, sin embargo, dolía. Sólo quería huir, sólo quería justicia, y para alcanzarla, debía llegar a su destino a salvo.
Aprendiendo de sus errores, había dejado de lado los caminos y se guió por la montaña y los bosques. Bebió agua de charcos, comió hierbas desconocidas, durmió en cuevas y hoyos llenos de gusanos. Lo que para ella era cuestión de vida o muerte, para su enemigo, era un juego de cacería que estaba disfrutando lo suficiente incluso para soltar perros.
Los había escuchado durante su corta estadía en la mina abandonada de la montaña, con más suerte que astucia, los perros no habían llegado hasta ese lugar, pero los ladridos y el eco de los lobos aullando por el nuevo intruso se podía escuchar desde la lejanía.
Aún no se había podido arrancar el collar de supresión, y con ello, se sentía más indefensa. No tenía armas, lo único que podía hacer era rezar a los dioses por que cegaran a sus enemigos y le permitieran escapar.
Sin embargo, parecía ser que incluso los dioses que antaño la habían bendecido, ahora la abandonaban.
Casi al llegar a la frontera, en cuanto salió del espeso bosque, un escuadrón de soldados la estaba esperando, como si supieran de antemano que ella llegaría a ese lugar.
Cuando los vio, hizo que el caballo que hasta ahora se había quedado a su lado, corriera hasta sacar espuma rojiza por el hocico; pudo escuchar los gritos soeces y maldiciones de los soldados mientras la perseguían, tratando de amedrentarle.
Y entonces, no se dio cuenta cuando el caballo al fin colapsó, disparándola hacia el frente, y haciéndola rodar por una zanja cercana.
Lastimada, Canaria intentó levantarse, sin resultados. Sus piernas se negaban a hacerle caso, quizá, por el miedo, o tal vez por todo el cansancio de lo que hasta ese momento había vivido.
Su esperanza murió, aceptando su destino. Sólo había alargado su final, en ese momento, lo entendía. Quizá Silvine tenía razón, y nunca debió de tratar de cambiar su destino.
Derrotada, golpeada y maldiciendo a los dioses que antaño alababa, de pronto sus ojos vieron algo que parecía imposible.
Un hombre de figura alta y delgada había aparecido frente a ella; su apariencia no era imponente, más bien, irradiaba una especie de tranquilidad, como si fuese una oveja. Su cabello color paja amarrado en una coleta carecía de brillo, y sus ojos grises y amables la observaban con tristeza. Canaria pudo ver cómo los labios de aquel chico se movían lentamente, como si tratara de decirle algo, pero ella no entendía, no podía escucharlo. Lo único que ella tenía en ese momento en mente era pedir auxilio, era tratar de sobrevivir como sea. Su voz de mujer, antaño dulce, ahora parecía un graznido de alguna ave herida, suplicando por ayuda. Una súplica que fue escuchada.
Los guardias que ya la tenían sometida para ese momento, de pronto e inexplicablemente la habían dejado libre, para luego, ser reclamada por la mano nudosa de aquel joven desconocido que la había escuchado; en ese mismo instante, sintió cómo una calidez le envolvía el cuerpo, y una luz cayó encima de ellos. Ella había cerrado sus ojos por acto reflejo, y cuando los volvió a abrir, se encontraba en un lugar diferente.
Estaba oscuro y lleno de cajas, la poca luz que se filtraba de unas rendijas cercanas al techo, parecía la luz nocturna de las dos lunas.
Aún con miedo, Canaria miraba ansiosa cada esquina, cada sombra, temerosa de que aquello fuese otra trampa, algo que alargara innecesariamente su sufrimiento. El joven, al verla así, intentó consolarla tomándola de las manos, haciéndola retroceder al inicio por acto reflejo y el trauma del contacto con un hombre, luego, la voz tranquila y la apariencia bovina del desconocido la reclamó poco a poco, envolviendo al fin sus manos en las suyas.
—Calma... Ya todo está bien. —La voz del hombre desconocido le pareció familiar; la sensación de su tacto era como si ella ya lo conociera de algún lugar, de siempre. El Confort que le brindaba era tan cómodo y familiar que se había dejado llevar.
Fue cuando al fin ella se derrumbó, llorando lo que había guardado por días. Lloró la traición, su decepción, la injusticia a la que había sido sometida. El único pecado que ella había cometido fue confiar en la gente que amaba, en la que se habían denominado sus amigos. ¿Qué es lo que ella debía hacer ahora? ¿En quién debería confiar?
—No temas. —Susurró su salvador mientras sus sollozos se hacían cada vez más fuertes y sus manos se aferraban a su espalda como un hilo salvador. La voz tranquila del joven hombre de cabello color paja era suave y baja, como la de un pastor cantando a sus ovejas en un día tormentoso. —Te ayudaré, lo prometo. Pero, vamos... primero tenemos que hacer algo contigo, estás tan lastimada, estás tan malherida. Mientras tanto, puedes contarme lo que ha sucedido. No te juzgaré, lo prometo. También prometo que buscaré la manera de protegerte, sea lo que sea que hayas hecho.
Al escuchar aquellas palabras, sintió que era demasiado bueno para ser verdad. Canaria tenía miedo de volver a confiar en alguien, a pesar de que algo en su corazón le decía que podía hacerlo con aquella persona. ¿Estaba bien hacerlo? Ese hombre la había salvado a sabiendas de que eran los soldados imperiales quienes estaban buscándola. ¿Por qué aquel hombre le ofrecía tal amabilidad? ¿Era otra trampa? Tembló al pensar de que todo aquello fuese otro artífice más de Silvine como simple entretenimiento.
Cuando al fin se había calmado lo suficiente, el joven se levantó lentamente del lugar donde Canaria se había derrumbado a llorar, y le ofreció su mano amable para que ella hiciera lo mismo. Después de eso, él se había rascado la cabeza como una especie de tic mientras buscaba con la mirada algo sobre las cajas apiladas de aquella habitación, que ahora ella estaba segura, era una bodega.
A pesar de la penumbra, el joven parecía conocer bien el lugar y el contenido de las cajas; cuando pareció encontrar lo que buscaba, caminó hacia una de ellas y sacó lo que parecía un impermeable de color azul. Con su voz amable, empezó a hablar sobre que aquello era un nuevo producto de su compañía, algo emocionado, enlistando los beneficios de utilizarlo en días lluviosos.
—Ah... ¿pero creo que eso no es de interés ahora, cierto? Discúlpame por ser un maleducado. —Terminó diciendo mientras volvía a mostrar su sonrisa suave y rascaba nuevamente su cabeza. Aquello hizo pensar a Canaria que quizá en verdad no era más que un hombre de buen corazón e inofensivo. Su aspecto de por sí lo hacía parecer una oveja dulce y sus movimientos suaves y calmados parecían reforzar aquella idea.
Él ofreció su apoyo mientras le pedía que subiera las escaleras, pues su oficina estaba en la segunda planta. Empezó a contarle sobre dónde estaba y qué lugar era aquel, y Canaria se sorprendió de que en realidad había abierto los ojos en Duat.
Duat era una ciudad de las colonias de Lothien en el nuevo continente, casi a medio mundo de distancia de donde originalmente ella había estado. De pronto, comprendió el por qué todo parecía cubierto de penumbra y la luz que se filtraba por la rendija tan tenue.
—¿Cómo es que...? —Ella no había terminado de formular la pregunta, cuando él le respondió con su tono suave y amable.
—¿Cómo llegamos aquí? Digamos... es sólo un prototipo de herramienta mágica que creé, aunque fue basado en otra que vi en mi juventud. Es peligrosa, así que, ¿por qué no lo mantenemos en secreto? —La última frase la completó en un susurro y una sonrisa refrescante, como si el joven estuviese haciendo todo lo posible para calmarla, y quizá, en efecto, aquel era su propósito.
La oficina de la segunda planta del edificio estaba completamente vacía; de apariencia modesta con tan sólo los muebles necesarios para recibir visitas de quizá comerciantes o inversores, era lo que se esperaba de un hombre calmado como el que le había auxiliado.
Aunque todavía le parecía sospechoso, el saber un poco más del joven misterioso le dió un poco más de tranquilidad a Canaria, sin embargo, aún no sabía siquiera su nombre.
Él la acomodó en un sofá doble bastante cómodo a pesar de su aspecto sencillo y barato; se retiró por un momento, mientras ella cerraba los ojos, esperando a que éste en realidad fuese el oasis del final del camino tortuoso. A poco rato, el joven regresó con una charola llena de artefactos médicos que los plebeyos sin magia solían utilizar.
—No soy muy bueno con las cosas médicas. —comentó, con un tono de resignación. Cuando empezó a limpiar las heridas de Canaria con una bola de algodón empapada en agua, ella inició su historia.
Quizá por su estrés mental, quizá por su cansancio, ella no había omitido nada de lo que sabía que había sucedido; y de pronto, cuando ella llegó a la parte donde se le acusaba de asesinar a su propia madre y al segundo príncipe del Imperio, el joven hombre empezó a reír, como si lo que ella había confesado fuese un chiste.
—Lo siento, —le había respondido con el aliento cortado debido a su ataque de risa ante la cara estupefacta de Canaria. —Es que... es que es muy hilarante. Pfff... Yo estoy muerto. Jajajajaja.
Canaria, entonces, confundida y con una sensación de entumecimiento mental, creyó que el joven frente a sus ojos no era un santo ni un amable ciudadano con complejo de héroe que había decidido salvarla, si no un simple chiflado. Un chiflado que le estaba gastando una broma. Luego, pensó que quizá en realidad su mente era la que le estaba jugando una mala pasada y en realidad ella estaba agonizando en esa zanja, violentada nuevamente por aquellos soldados que la habían alcanzado y derribado, teniendo una alucinación comoun mero acto de escape a su horrible final.
Sin embargo, ninguna de sus suposiciones era cierta.
La suave voz varonil de su salvador empezó a entonar un canto mágico extraño que ella nunca había escuchado a pesar de haberse graduado de la academia noble. Su voz, dulce y suave, cambió a un timbre un poco más grave, sin embargo, seguía igual de tranquilizante; su cabello, color paja y sin brillo de pronto se volvió de un dorado brillante con tonos plateados. Los ojos gris plomo se habían vuelto de un rojo sangre intenso, conservando la amabilidad que habían tenido hasta hacía un momento; aquel rojo que ella conocía bien, el color de los magos fundadores, el de la familia real.
Su rostro se había vuelto conocido, su sonrisa amable era la que siempre aliviaba su soledad en días malos. Él era su mejor amigo, alguien que ella pensó debía proteger. Su corazón latía con fuerza ante el descubrimiento más felíz y doloroso de su vida. Igfrid, el joven príncipe discapacitado, estaba frente a ella, como alguien normal, vivo. ¡Vivo!
—¡¿Igni?! —Gritó sin contener su alegría, sorpresa y conmoción, derramando lágrimas nuevamente. El hermano de quien hasta hace unos meses era su prometido, el tan famoso príncipe tullido que tenía una enfermedad mental que lo hacía actuar como un niño a pesar de su edad, ese chico que ella había cuidado tan amorosamente, ahora estaba frente a ella, diferente a lo que su memoria tenía guardado, pero era él, sin dudas. Aún con el aura amable y tranquila que lo caracterizaba combinada con una sensación de crecimiento y madurez, era él; seguía siendo él incluso a pesar de que un aura oscura se arremolinaba sobre él como una pequeña mancha.
Repitiendo su nombre hasta el cansancio como si fuese una oración a los dioses, Canaria se fundió en un abrazo hasta que lo que le quedaba de fuerza la abandonó. El tacto cálido de la respuesta de Igfrid, le confirmó que aquello no era un sueño, era real.
Cuando el silencio volvió entre ellos, Igfrid le ofreció dos opciones.
—Podemos huir del país a cualquier ciudad del continente más allá, establecernos como comerciantes y tener una vida tranquila y pacífica, olvidando todo, lejos, tan lejos que pensarán que hemos muerto de verdad. —Le susurró, acariciando su cabello plateado. —O puedo volver y armar una revolución; con el dinero y los contactos que tengo ahora, me sería fácil derrocar a mi manipulable hermano y su estúpida amante. Sólo dime, Canaria, ¿qué es lo que quieres?
En ese momento, a pesar de que la muerte de su madre gritaba dentro de ella por venganza, Canaria estaba cansada. Ella no quería que Igfrid se sacrificara por ella, dejando de lado lo que había construido sólo, sea cual fuese su objetivo principal. Ella quería y anhelaba la justicia, pero no quería obligar a Igfrid a ayudarla más de lo que ya lo había hecho.
—Sólo quiero olvidar todo. —Había dicho al final, con su voz rota y casi inaudible.
Más tarde, ella se daría cuenta de que no debió de haber elegido esa opción.
Pasaron cinco años tranquilos, en las lejanas tierras cálidas de Shattar, acercándose uno al otro como un hombre y una mujer que se aman, como una broma del destino que al inicio los obligó a fingir ser una pareja, terminándose convirtiendo en una en toda regla, absortos en la cotidianeidad y el trabajo duro del plebeyo común, con la seguridad de que la pesadilla se había dejado atrás.
No obstante, sólo era una ilusión.
Al fin, cuando todo se hallaba en la oscuridad de las memorias destinadas a olvidarse, Canaria se había embarazado. El festejo por la buena noticia no se hizo esperar, pensando que al fin la recompensa de su dura vida había llegado. Sus sirvientes más leales y amigos compartieron su felicidad, sin embargo, era una trampa.
De pronto ella se había despertado en aquella celda, drogada, con la última imagen en su cabeza de Igfrid envenenado, luchando, tirado sobre la arena, por sobrevivir.
Y todo, por culpa de ella, de Silvine.
—Fue un largo tiempo, Canaria. —Aquel fue su saludo, inyectado con una lengua venenosa, cuando al fin Silvine había llegado a esa celda donde la tenía cautiva. No había cambiado nada; su pecho voluptuoso, su rostro angelical, sus ojos rosas que parecían querer matarla. Era tal y como la recordaba.
La sensación de pérdida se asentó en su pecho. Canaria había pensado que todo había terminado hace tiempo, sin embargo, Silvine era como una garrapata, aferrada a ella hasta su último aliento, hasta cerciorarse de que estaba muerta.
—Debes estar preguntándote, ¿por qué? Tu cara no miente... Eres tán fácil de leer, Canaria. —Soltó un suspiro dramático, mientras que su presa la miraba con ojos llenos de miedo, de ansiedad. —No voy a negar que esa cara asustada y patética tuya exacerba mi corazón. ¡Eres taaan linda cuando sufres!
Canaria, arrastrándose, se acercó a la reja, aferrándose a las barras de metal. Su cara lastimera y sus ojos aguamarina sin brillo hicieron que el corazón de Silvine latiera como si estuviera enamorada.
—¡Por favor! ¡Por favor! Te lo ruego... ¡déjame ir! Te prometo lo que quieras, solo... ¡sólo espera a que nazca mi hijo, por favor, sólo eso! Después... puedes hacerme lo que quieras. ¡Puedes torturarme! ¡Desfigurar ésta cara que odias tanto! Sólo... sólo déjalo vivir, ¡te lo suplico!
—Oh... querida. —Se arrodilló frente a Canaria, a una distancia prudente. Sabiendo que le habían colocado el collar de supresión, aún así Silvine era cautelosa. —Realmente no pienso hacerte daño. No mucho, al menos. Sabes... yo, desgraciadamente, no puedo tener niños propios. Estoy muy triste por eso, pero también aliviada, porque no tendré que parir a los niños de ese nuevo rey idiota con el que tuve la mala decisión de casarme. Pero tú, Canaria... cariño, convenientemente estás embarazada de otro príncipe. Uno más lindo según mi punto de vista, aunque tuvo la desgracia de hacerse pasar por un incapacitado, siempre pensé que era hermoso. Y sus hijos también deberán ser hermosos, imagino.
—No... No puedes... yo...
—Oh, querida, querida. Por supuesto que sí puedo. Tanto, que ya lo estoy haciendo. Obviamente, no te haré daño hasta que nazca el niño... no quiero que sufra ninguna incapacidad, así que estarás bien cuidada, alimentada y monitoreada. No pienso escatimar en gastos, cariño. Imagina que eres como un borrego y tu niño es la importante cría que el pastor necesita... pues eso es. Obviamente, no voy a sacrificar al borrego hasta que tenga a su corderito. Así que, por favor, disfruta de la hospitalidad que pienso darte. Disfrútala hasta el último momento, porque en cuanto nazca ese pequeño, pienso hacer que tomes la responsabilidad por la muerte de mi esposo.
—¿Qué? No... espera. ¡No! —Canaria no sabía qué decir o hacer. ¿Realmente podía hacer algo? No tenía fuerza, no tenía nada con lo que pelear. Asustada y en duelo por el pensamiento de su futuro y lo que ella creía había terminado en la muerte de su esposo, estaba sola y atada de manos. Se sentía como una muñeca a merced del destino, se había dado cuenta de que siempre había sido eso. Nunca había tenido opción, ni siquiera con la herramienta que los dioses le habían otorgado. Pensó que aquel libro que le fue dado era sólo una mala broma, una gota de esperanza para mantenerla a raya.
—Con tu hijo, yo tendré todo el apoyo cuando muera mi estúpido esposo. Entonces, podré casarme con mi verdadero amor. Sabes, al inicio, pensé "oh, el primer príncipe realmente es maravilloso", pero entonces, conocí su verdadera personalidad. Un hombre pequeño, sólo puedo decir eso. Siempre a la sombra de su padre, siempre lamentándose egoístamente de cómo es incapaz y seduciendo a otras mujeres para llenar su vacío. ¡Diablos! ¡Se supone que la historia no debía ser así! Me sentí estafada, ¡me habían prometido un príncipe perfecto y un final feliz, y obtuve a un enclenque sin cerebro! Maldita sea, que es injusto. Fue entonces que conocí a mi amor verdadero... pero él, sabes, es muy leal al emperador. ¡No me hace caso por culpa de ese estúpido mujeriego! Así que pensé y pensé... y entonces, me acordé de ti y me enteré que estabas embarazada ¡Bingo! Obtuve la respuesta: tenía que hacer que todo mundo creyera que tendría un hijo, y cuando naciera, simplemente con matar al Rey bastaba.
Cuando Silvine le había contado todo aquello, la sangre de Canaria empezó a hervir; su falta de fuerza y deseo había sido reemplazada por la rabia que sentía. Toda su vida, todos sus esfuerzos, la vida de tantos, todo había sido destrozado por el puro egoísmo, por mera y burda conveniencia de una mujer que decía estupideces.
—¡Hasta dónde piensas llevar de lejos tu egoísmo, maldita perra! ¡No somos tus juguetes! ¿Cómo, en todo el maldito infierno, los dioses pudieron haber elegido a una mierda como tú?
Silvine, entonces, soltó una carcajada.
—¿Egoísmo? ¿Me vienes a hablar de egoísmo, zorra bastarda? ¿Tú, que conocías la historia como yo, y trataste de tomar ventaja? No me hagas reír, pequeña imbécil. Aprovechaste tu conocimiento de otro mundo, intentaste cambiar la historia y arrebatarme lo que me pertenecía por derecho. ¡No tienes cara para llamarme egoísta, perra!
Furiosa, Canaria trató de levantarse con un grito gutural en su garganta que apenas y se podría llamar como algo humano. Era como un animal lastimado a punto de fallecer.
Y entonces, todo cobró sentido.
—Yo... yo... sólo quería una vida tranquila. —Su voz, ronca debido al cansancio de las cuerdas vocales ocasionado por los gritos del enfrentamiento, era más como un murmullo para sí misma.
—¡Lo sabía! Maldita... ¿Creías que todo se trataba de ti, verdad?
—¿Yo? —Soltó, como si fuese un bufido. Sus ojos lagrimeaban por la ira y el dolor de haber gritado por piedad hasta hace un momento, y luego, por haber sacado lo que la ira al fin le dejó decir, lo que había pensado desde que despertó en ese lugar. —Estúpida, ¡Esto es la realidad! No sé qué tienes en la cabeza, pero ésto no es la historia fantasiosa que piensas que es, este mundo es real, ¡maldita sea! Has arruinado tantas vidas, incluso la tuya, ¿no tienes suficiente ya?
—¿Has terminado? —Respondió Silvine, ignorando sus reclamos. —Espero que sí, porque lo que acabas de decir es la última y única muestra de amistad que puedo darte. Como entenderás, no puedo arriesgarme a que le digas a nadie sobre nuestra conversación, así que pensé en una manera para mantener tu boca cerrada.
Como si sólo esperaba esa línea, una sombra se acercó desde detrás de Silvine. Su cara conocida por Canaria le hizo querer volcar el estómago.
—No puede ser...—El traidor, aquel que había llamado amigo y médico, se acercaba con una pinza y cuchillo en manos. Esa persona con la que Canaria había reído, que la había ayudado y consolado en momentos complicados, estaba lista para cortarle la lengua.
—Lo siento. —Le dijo con la voz entrecortada. —No puedo desobedecer a mi hermana mayor.
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Updated 56 Episodes
Comments
✨ Solecito ✨
Bastante drama en el primer capitulo, me encanta! es perfecto!
2022-05-11
0
laura castaño
wuauu nop esperaba una historia tan increíble
2021-05-24
0
Yamilet esmeralda Jiménez González
Ni un solo dibujo
2021-05-20
0