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Un Villano Puede Salvar El Mundo Por Amor

El comienzo

Cuando ella abría los ojos, siempre se encontraba en un lugar diferente. Su cabeza estaba confundida, y el olor dulzón que la acompañaba desde que la llevaron por la fuerza, cada vez le provocaba más sueño. En un estado semi inconsciente, de alguna manera se las pudo arreglar para hilvanar algunos pensamientos libres entre todo el ajetreo al que estaba siendo sometida, rememorando sobre dónde había olfateado aquel aroma que ahora la embriagaba y la obligaba a dormir.

Madera dura, pelaje animal y el movimiento oscilante de un carruaje ocuparon las primeras impresiones durante su viaje. Plumas, lo último que recordaba era plumas y el olor del mar, un mar desconocido para ella. No era el mar de Shattar, ese mar nuevo que llegó hasta su nariz olía diferente. El aire también se sentía diferente, con la carga de maná que un noble podía identificar de una calidad pobre, sin embargo, sumida en la bruma de ese olor dulzón que la acompañó durante todo su trayecto, no pudo pensar en nada más ni pudo encontrar alguna pista sobre dónde se encontraba y a dónde la llevaban.

El tiempo corrió inadvertidamente por ella en aquella condición, así, el día en que el olor que la adormecía al fin desapareció y su cabeza dejó de estar sumida en la niebla y la somnolencia, se encontró en una celda.

Una pequeña habitación con una cama de colchón duro, apenas con lo suficiente para cubrir necesidades básicas, sin puertas ni ventanas, sólo unos gruesos barrotes que delimitaban la estancia donde se podía vivir. Era una prisión para nobles, eso era seguro, pues las celdas para plebeyos normalmente no tendrían siquiera una cobija roída para cubrirse, lo sabía por experiencia propia.

A su memoria, llegaron los oscuros días de hacía poco más de cinco años cuando había sido acusada injustamente y encarcelada en una celda más sucia y tenebrosa que en la que se encontraba ahora; el frío se apoderó de su cuerpo debido al trauma que suponía rememorar todo aquello. En verdad, Canaria estaba a punto de colapsar por el estrés que suponía estar en un lugar desconocido, en una situación que le recordaba un trauma pasado, estando embarazada.

Ni siquiera se había dado cuenta de la persona que permanecía más allá de los barrotes, apostada en una vigilancia silenciosa. Tampoco se dio cuenta cuando el guardia sacó una piedra de maná de su bolsillo de cuero del cinturón, la cual se transformó en un ave silenciosa que tomó un pedazo de papel en su pico y salió volando por una de las ventanas de las paredes que no tenían barrotes ni eran parte de la celda personal para nobles. En realidad, Canaria no podía haberse dado cuenta de nada más allá de lo que la droga que le habían suministrado podía permitirle.

Sus ojos llorosos y adoloridos apenas si podían permanecer abiertos, demasiado hinchados y rojos como para que sus iris color aguamarina pudiesen ser vistos siquiera. No tenía la fuerza suficiente para levantarse, y sus manos temblorosas apenas si podían ser guiadas a su rostro con la velocidad de un caracol.

Aun así, Canaria sabía en dónde estaba. Sus recuerdos de lo que había pasado con ella antaño eran la respuesta sobre quién la mantendría cautiva. El hecho de que el trato hubiese mejorado, no le causaba más que miedo y desconfianza sobre lo que la desagradable y malvada persona que estaba detrás de todo tenía planeado.

No era de extrañar también sus lamentaciones. Había vivido cinco tranquilos y felices años junto a su esposo, sin molestar a nadie, pensando que había escapado de la pesadilla a la que la habían sometido desde que tenía recuerdos de su existencia en el mundo, sin embargo, no era así.

Criada como una noble, con un padre ausente debido a su obligación como el escudo y la espada del Imperio, para luego ser asesinado en una revuelta de las colonias y una madre que había sido obligada a casarse nuevamente con alguien tirano y cruel, no esperaba mucho de su vida, sinceramente. Sin embargo, su compromiso con el príncipe Sigurd, de alguna manera, le daba esperanza de poder salir avante en algún momento. Además, tenía conocimientos sobre lo que ocurriría si ella no luchaba por mejorar su situación.

Por supuesto, Canaria, sus recuerdos de un mundo extraño que sólo existía en sus sueños y su habilidad de nacimiento descubierta luego de su bautismo, "libro del destino", no eran infalibles. Ella luchó con uñas y dientes para que lo que estaba escrito en su libro mágico dado por los dioses no sucediera, no obstante, a pesar de todos sus esfuerzos y de la impresión de que había logrado librarse de las dificultades, hubo un factor que ella no pudo ver en su libro: Silvine.

Entonces, cuando Canaria pensó que sería feliz y que su destino marcado por la tragedia se había convertido en un mal sueño, Silvine Irohim apareció con pruebas que incriminaban a Canaria Von Lancet en un complot internacional. El rostro angelical de Silvine lleno de lágrimas debido a la traición de quien consideraba una amiga, se contorsionó de pena y desilusión mientras que la criminal clamaba desesperadamente por su inocencia.

Sin embargo, por bondad y gracia de la angelical Silvine, la madre de Canaria se había salvado de la eliminación. Sólo Canaria tuvo que enfrentarse al enclaustramiento y las penurias de la cárcel común, pues se le había arrebatado su calidad de noble. Al principio, el olor, la suciedad y la mala comida habían sido tan terribles, que Canaria sintió que pudo haber muerto en aquel lugar sólo con la enfermedad que le causaban las condiciones de vida. Por un momento, las ideas sobre el suicidio cruzaron por su cabeza.

Sin poder leer su libro del destino debido a las cadenas de supresión mágica que le había colocado, sin poder dormir por las noches con el asco y el miedo a los animales que rondaban por el sucio piso, culpándose por su ingenuidad y estupidez, Canaria sobrevivió en aquel lugar por casi un mes antes de que sus preguntas fuesen resueltas.

Silvine, la chica que la había acusado de conspiración, la visitó en aquella ocasión; su ropa cara de colores suaves y telas vaporosas que la hacían parecer un hada contrastaron con la precariedad de Canaria, quien luego de un mes de pasar hambre y tortura, había perdido la belleza que la caracterizaba.

La mirada de quien Canaria había considerado una amiga estaba llena de asco y desprecio, y la nariz de Silvine había sido cubierta con un pañuelo perfumado debido al olor pútrido proveniente de la suciedad de la mazmorra. Sin embargo, debajo de todo eso, una sonrisa torcida y burlona se pudo observar.

Silvine, a quien llamaban "el ángel de Lothien", se regodeó ante la vista derrotada y maltratada de Canaria, agachándose un poco, quizá, para ver bien los ojos aguamarina que habían perdido su brillo.

Un susurro de la voz suave de Silvine fue lo que detonó la furia y sacó a Canaria de su sensación de derrota.

—Intentaste cambiar tu destino, intentaste quitarme todo, dime Canaria, ¿qué se siente haber sido regresada a tu función original?

—Sólo quería vivir tranquilamente...

Silencio, un silencio grave que levantó confusión y sorpresa. Un silencio que apenas y tuvo lugar mientras que Silvine continuaba hablando, con la seguridad de la confidencialidad que le había otorgado ser ahora la prometida Imperial y no Canaria.

—Me sorprendí cuando las cosas no iban conforme a lo que se supone debían pasar. ¡¿Cómo te atreves a intentar cambiar la historia donde yo soy la protagonista?! ¡Se suponía que mi llegada a éste mundo gracias al designio de los dioses me traería felicidad! Pero tú... pequeña víbora arrogante, ¿también fuiste traída aquí? Ya lo veo, sólo eso responde el por qué todo había sido tan jodidamente mal, pero ¡logré arreglarlo! Sin embargo, soy una persona benevolente. Realmente, no creo que lo hayas hecho, Canaria.

Los ojos de Canaria se abrieron con sorpresa. Esperaba que las cosas se tornaran violentas, o, al menos, le ayudara a aliviar su sufrimiento y terminara con su vida de una vez. Sin embargo, Silvine estaba allí, con su pañuelo bordado y perfumado contra su nariz, buscando algo en el bolso con una gracia que no podría pertenecer a un miembro de la alta nobleza como ella.

—Tú también... —Dijo al fin, cuando se dio cuenta de que, seguramente, Silvine tendría un libro del destino como ella, que quizá tenía recuerdos de otr vida, como ella. Era una habilidad extraña de por sí, sin embargo, tratándose de Silvine, Canaria pensó que era la respuesta más lógica desde que la chica que estaba frente a ella era la enviada de los dioses.

—Soy una persona que es considerada un santo, y es por eso que soy demasiado benevolente, querida. Pienso que has tenido suficiente castigo, y es por eso que he enviado a tu madre a la frontera. Ella te espera allí. Vete. Vete y ten la vida pacífica que siempre anhelaste.

La cara de Silvine volvió a parecer la de un santo; sus largas pestañas doradas y su mirada impregnada de tristeza podrían hacer llorar a cualquiera, y Canaria, en ese momento, pensó que ella en verdad había sido buena.

Le había arrojado una bolsa pesada de cuero a través de las barras de metal de la celda, la cual se abrió un poco con el impacto contra el piso, dejando entrever unas monedas de oro y parte de unas llaves. Aún con la sorpresa de los acontecimientos recientes, Canaria se apresuró con el cuerpo adolorido a lo que ahora sería su salvación.

—Toma eso y no vuelvas nunca. Si lo haces, no puedo garantizar tu seguridad. Adiós, Canaria.

Cuando Silvine se había ido, Canaria se apresuró a abrir la celda. Como era de esperar, la llave de los grilletes que cortaban su flujo de mana no estaba, pero eso no le importó. En su corazón, Canaria agradecía sinceramente a la que ahora era su salvadora.

Sin vista alguna de guardias imperiales, ella corrió con toda la fuerza de sus piernas tambaleantes hacia la salida. Allí, un soldado la estaba esperando. Su rostro estaba cubierto por un trapo oscuro, como si se tratara de proteger del frío nocturno, sin embargo, en realidad lo hacía para permanecer en el anonimato.

Él había sido rudo y descortés cuando la tomó del brazo y le dijo en jerga soez que tenía el deber de escoltarla hasta la salida de la ciudad, donde le esperaba un caballo que la llevaría a la ciudad fronteriza, sin embargo, no le importó. En realidad, a ella no le importaba nada más que salir del país y volver a ver a su madre, vivir tranquilamente y olvidar todo lo que había sucedido.

Pero no todo lo que ella deseaba podría hacerse realidad.

En el momento en el que Canaria cruzaba las puertas de la ciudad y montaba al caballo que la llevaría al primer puesto de descanso, la ex miembro de la familia imperial, Aethril Von Lancet, murió envenenada.

El castillo había sido atacado por un pequeño escuadrón de rescate para Canaria, quien era un recurso precioso para los miembros del complot en el que estaba urdida. Era de esperarse un movimiento así desde que los países implicados podrían tener que pagar grandes consecuencias si ella se atrevía a hablar. O quizá, los países la intentaron rescatar debido a su gran habilidad para mantener la boca cerrada incluso con tortura y supresión de maná. Lo que sea que haya orillado a sus socios a rescatarla, provocó un deceso memorable: el de Igfrid D'Tyr.

La mañana siguiente a los hechos desafortunados, Canaria escuchó las noticias por medio de unos viajeros. Las carretas de los comerciantes habían llegado a la posada de la ciudad más cercana a la capital, viniendo desde el norte, trayendo noticias fatuas y desesperanzadoras con ellos; cuando ella se enteró, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

Intentó escapar en cuanto se dió cuenta de la verdad inefable, con las piernas apenas firmes debido al impacto emocional.

Había tomado uno de los caballos que ella y su acompañante montaban; corrió, lo más rapido que pudo, azuzando al animal a moverse como si fuese un grifo alado, no obstante, pronto fue alcanzada, o quizá, simplemente la habían emboscado. Como era una novata viajando de esa manera, había elegido seguir la carretera, y antes de llegar a la posada de las afueras de la siguiente ciudad, la apresaron.

Allí, ella se había enterado que todo había sido planeado por Silvine.

Mientras esos hombres salvajes que sólo podían tener el título de mercenarios sin educación bebían y disfrutaban tocando a su presa, quien de todos modos sería vendida a un burdel, sus lenguas se habían soltado.

—Buscaré el burdel al que te vendan, ramerita. —Le dijo uno de ellos mientras relamía sus labios y arrancaba su ropa.

Todos habían tenido su turno, mientras ella se volvía un cadáver viviente. Su ropa rasgada y su mente y cuerpo mutilados fueron abandonados en una esquina de la cueva sucia y pútrida donde la habían llevado mientras tomaban un descanso y rellenaban sus vientres con alcohol y pan duro.

Sus captores, seguros de que ella no escaparía debido a sus heridas y a su aspecto devastado, la habían dejado en una total libertad y desnudez. Felices de haber poseído, al menos una vez, a la señorita noble que los miraba hacia abajo, se regodearon en su actual posición superior y olvidaron montar guardia.

Ebrios por la lujuria y el alcohol, uno a uno cayeron en la inconsciencia, y entonces, ella escapó.

El caballo que había tomado corrió tan fuerte que su entrepierna, lastimada ya por lo que había vivido, empezó a sangrar; la menor de sus preocupaciones eran sus heridas, sin embargo, dolía. Sólo quería huir, sólo quería justicia, y para alcanzarla, debía llegar a su destino a salvo.

Aprendiendo de sus errores, había dejado de lado los caminos y se guió por la montaña y los bosques. Bebió agua de charcos, comió hierbas desconocidas, durmió en cuevas y hoyos llenos de gusanos. Lo que para ella era cuestión de vida o muerte, para su enemigo, era un juego de cacería que estaba disfrutando lo suficiente incluso para soltar perros.

Los había escuchado durante su corta estadía en la mina abandonada de la montaña, con más suerte que astucia, los perros no habían llegado hasta ese lugar, pero los ladridos y el eco de los lobos aullando por el nuevo intruso se podía escuchar desde la lejanía.

Aún no se había podido arrancar el collar de supresión, y con ello, se sentía más indefensa. No tenía armas, lo único que podía hacer era rezar a los dioses por que cegaran a sus enemigos y le permitieran escapar.

Sin embargo, parecía ser que incluso los dioses que antaño la habían bendecido, ahora la abandonaban.

Casi al llegar a la frontera, en cuanto salió del espeso bosque, un escuadrón de soldados la estaba esperando, como si supieran de antemano que ella llegaría a ese lugar.

Cuando los vio, hizo que el caballo que hasta ahora se había quedado a su lado, corriera hasta sacar espuma rojiza por el hocico; pudo escuchar los gritos soeces y maldiciones de los soldados mientras la perseguían, tratando de amedrentarle.

Y entonces, no se dio cuenta cuando el caballo al fin colapsó, disparándola hacia el frente, y haciéndola rodar por una zanja cercana.

Lastimada, Canaria intentó levantarse, sin resultados. Sus piernas se negaban a hacerle caso, quizá, por el miedo, o tal vez por todo el cansancio de lo que hasta ese momento había vivido.

Su esperanza murió, aceptando su destino. Sólo había alargado su final, en ese momento, lo entendía. Quizá Silvine tenía razón, y nunca debió de tratar de cambiar su destino.

Derrotada, golpeada y maldiciendo a los dioses que antaño alababa, de pronto sus ojos vieron algo que parecía imposible.

Un hombre de figura alta y delgada había aparecido frente a ella; su apariencia no era imponente, más bien, irradiaba una especie de tranquilidad, como si fuese una oveja. Su cabello color paja amarrado en una coleta carecía de brillo, y sus ojos grises y amables la observaban con tristeza. Canaria pudo ver cómo los labios de aquel chico se movían lentamente, como si tratara de decirle algo, pero ella no entendía, no podía escucharlo. Lo único que ella tenía en ese momento en mente era pedir auxilio, era tratar de sobrevivir como sea. Su voz de mujer, antaño dulce, ahora parecía un graznido de alguna ave herida, suplicando por ayuda. Una súplica que fue escuchada.

Los guardias que ya la tenían sometida para ese momento, de pronto e inexplicablemente la habían dejado libre, para luego, ser reclamada por la mano nudosa de aquel joven desconocido que la había escuchado; en ese mismo instante, sintió cómo una calidez le envolvía el cuerpo, y una luz cayó encima de ellos. Ella había cerrado sus ojos por acto reflejo, y cuando los volvió a abrir, se encontraba en un lugar diferente.

Estaba oscuro y lleno de cajas, la poca luz que se filtraba de unas rendijas cercanas al techo, parecía la luz nocturna de las dos lunas.

Aún con miedo, Canaria miraba ansiosa cada esquina, cada sombra, temerosa de que aquello fuese otra trampa, algo que alargara innecesariamente su sufrimiento. El joven, al verla así, intentó consolarla tomándola de las manos, haciéndola retroceder al inicio por acto reflejo y el trauma del contacto con un hombre, luego, la voz tranquila y la apariencia bovina del desconocido la reclamó poco a poco, envolviendo al fin sus manos en las suyas.

—Calma... Ya todo está bien. —La voz del hombre desconocido le pareció familiar; la sensación de su tacto era como si ella ya lo conociera de algún lugar, de siempre. El Confort que le brindaba era tan cómodo y familiar que se había dejado llevar.

Fue cuando al fin ella se derrumbó, llorando lo que había guardado por días. Lloró la traición, su decepción, la injusticia a la que había sido sometida. El único pecado que ella había cometido fue confiar en la gente que amaba, en la que se habían denominado sus amigos. ¿Qué es lo que ella debía hacer ahora? ¿En quién debería confiar?

—No temas. —Susurró su salvador mientras sus sollozos se hacían cada vez más fuertes y sus manos se aferraban a su espalda como un hilo salvador. La voz tranquila del joven hombre de cabello color paja era suave y baja, como la de un pastor cantando a sus ovejas en un día tormentoso. —Te ayudaré, lo prometo. Pero, vamos... primero tenemos que hacer algo contigo, estás tan lastimada, estás tan malherida. Mientras tanto, puedes contarme lo que ha sucedido. No te juzgaré, lo prometo. También prometo que buscaré la manera de protegerte, sea lo que sea que hayas hecho.

Al escuchar aquellas palabras, sintió que era demasiado bueno para ser verdad. Canaria tenía miedo de volver a confiar en alguien, a pesar de que algo en su corazón le decía que podía hacerlo con aquella persona. ¿Estaba bien hacerlo? Ese hombre la había salvado a sabiendas de que eran los soldados imperiales quienes estaban buscándola. ¿Por qué aquel hombre le ofrecía tal amabilidad? ¿Era otra trampa? Tembló al pensar de que todo aquello fuese otro artífice más de Silvine como simple entretenimiento.

Cuando al fin se había calmado lo suficiente, el joven se levantó lentamente del lugar donde Canaria se había derrumbado a llorar, y le ofreció su mano amable para que ella hiciera lo mismo. Después de eso, él se había rascado la cabeza como una especie de tic mientras buscaba con la mirada algo sobre las cajas apiladas de aquella habitación, que ahora ella estaba segura, era una bodega.

A pesar de la penumbra, el joven parecía conocer bien el lugar y el contenido de las cajas; cuando pareció encontrar lo que buscaba, caminó hacia una de ellas y sacó lo que parecía un impermeable de color azul. Con su voz amable, empezó a hablar sobre que aquello era un nuevo producto de su compañía, algo emocionado, enlistando los beneficios de utilizarlo en días lluviosos.

—Ah... ¿pero creo que eso no es de interés ahora, cierto? Discúlpame por ser un maleducado. —Terminó diciendo mientras volvía a mostrar su sonrisa suave y rascaba nuevamente su cabeza. Aquello hizo pensar a Canaria que quizá en verdad no era más que un hombre de buen corazón e inofensivo. Su aspecto de por sí lo hacía parecer una oveja dulce y sus movimientos suaves y calmados parecían reforzar aquella idea.

Él ofreció su apoyo mientras le pedía que subiera las escaleras, pues su oficina estaba en la segunda planta. Empezó a contarle sobre dónde estaba y qué lugar era aquel, y Canaria se sorprendió de que en realidad había abierto los ojos en Duat.

Duat era una ciudad de las colonias de Lothien en el nuevo continente, casi a medio mundo de distancia de donde originalmente ella había estado. De pronto, comprendió el por qué todo parecía cubierto de penumbra y la luz que se filtraba por la rendija tan tenue.

—¿Cómo es que...? —Ella no había terminado de formular la pregunta, cuando él le respondió con su tono suave y amable.

—¿Cómo llegamos aquí? Digamos... es sólo un prototipo de herramienta mágica que creé, aunque fue basado en otra que vi en mi juventud. Es peligrosa, así que, ¿por qué no lo mantenemos en secreto? —La última frase la completó en un susurro y una sonrisa refrescante, como si el joven estuviese haciendo todo lo posible para calmarla, y quizá, en efecto, aquel era su propósito.

La oficina de la segunda planta del edificio estaba completamente vacía; de apariencia modesta con tan sólo los muebles necesarios para recibir visitas de quizá comerciantes o inversores, era lo que se esperaba de un hombre calmado como el que le había auxiliado.

Aunque todavía le parecía sospechoso, el saber un poco más del joven misterioso le dió un poco más de tranquilidad a Canaria, sin embargo, aún no sabía siquiera su nombre.

Él la acomodó en un sofá doble bastante cómodo a pesar de su aspecto sencillo y barato; se retiró por un momento, mientras ella cerraba los ojos, esperando a que éste en realidad fuese el oasis del final del camino tortuoso. A poco rato, el joven regresó con una charola llena de artefactos médicos que los plebeyos sin magia solían utilizar.

—No soy muy bueno con las cosas médicas. —comentó, con un tono de resignación. Cuando empezó a limpiar las heridas de Canaria con una bola de algodón empapada en agua, ella inició su historia.

Quizá por su estrés mental, quizá por su cansancio, ella no había omitido nada de lo que sabía que había sucedido; y de pronto, cuando ella llegó a la parte donde se le acusaba de asesinar a su propia madre y al segundo príncipe del Imperio, el joven hombre empezó a reír, como si lo que ella había confesado fuese un chiste.

—Lo siento, —le había respondido con el aliento cortado debido a su ataque de risa ante la cara estupefacta de Canaria. —Es que... es que es muy hilarante. Pfff... Yo estoy muerto. Jajajajaja.

Canaria, entonces, confundida y con una sensación de entumecimiento mental, creyó que el joven frente a sus ojos no era un santo ni un amable ciudadano con complejo de héroe que había decidido salvarla, si no un simple chiflado. Un chiflado que le estaba gastando una broma. Luego, pensó que quizá en realidad su mente era la que le estaba jugando una mala pasada y en realidad ella estaba agonizando en esa zanja, violentada nuevamente por aquellos soldados que la habían alcanzado y derribado, teniendo una alucinación comoun mero acto de escape a su horrible final.

Sin embargo, ninguna de sus suposiciones era cierta.

La suave voz varonil de su salvador empezó a entonar un canto mágico extraño que ella nunca había escuchado a pesar de haberse graduado de la academia noble. Su voz, dulce y suave, cambió a un timbre un poco más grave, sin embargo, seguía igual de tranquilizante; su cabello, color paja y sin brillo de pronto se volvió de un dorado brillante con tonos plateados. Los ojos gris plomo se habían vuelto de un rojo sangre intenso, conservando la amabilidad que habían tenido hasta hacía un momento; aquel rojo que ella conocía bien, el color de los magos fundadores, el de la familia real.

Su rostro se había vuelto conocido, su sonrisa amable era la que siempre aliviaba su soledad en días malos. Él era su mejor amigo, alguien que ella pensó debía proteger. Su corazón latía con fuerza ante el descubrimiento más felíz y doloroso de su vida. Igfrid, el joven príncipe discapacitado, estaba frente a ella, como alguien normal, vivo. ¡Vivo!

—¡¿Igni?! —Gritó sin contener su alegría, sorpresa y conmoción, derramando lágrimas nuevamente. El hermano de quien hasta hace unos meses era su prometido, el tan famoso príncipe tullido que tenía una enfermedad mental que lo hacía actuar como un niño a pesar de su edad, ese chico que ella había cuidado tan amorosamente, ahora estaba frente a ella, diferente a lo que su memoria tenía guardado, pero era él, sin dudas. Aún con el aura amable y tranquila que lo caracterizaba combinada con una sensación de crecimiento y madurez, era él; seguía siendo él incluso a pesar de que un aura oscura se arremolinaba sobre él como una pequeña mancha.

Repitiendo su nombre hasta el cansancio como si fuese una oración a los dioses, Canaria se fundió en un abrazo hasta que lo que le quedaba de fuerza la abandonó. El tacto cálido de la respuesta de Igfrid, le confirmó que aquello no era un sueño, era real.

Cuando el silencio volvió entre ellos, Igfrid le ofreció dos opciones.

—Podemos huir del país a cualquier ciudad del continente más allá, establecernos como comerciantes y tener una vida tranquila y pacífica, olvidando todo, lejos, tan lejos que pensarán que hemos muerto de verdad. —Le susurró, acariciando su cabello plateado. —O puedo volver y armar una revolución; con el dinero y los contactos que tengo ahora, me sería fácil derrocar a mi manipulable hermano y su estúpida amante. Sólo dime, Canaria, ¿qué es lo que quieres?

En ese momento, a pesar de que la muerte de su madre gritaba dentro de ella por venganza, Canaria estaba cansada. Ella no quería que Igfrid se sacrificara por ella, dejando de lado lo que había construido sólo, sea cual fuese su objetivo principal. Ella quería y anhelaba la justicia, pero no quería obligar a Igfrid a ayudarla más de lo que ya lo había hecho.

—Sólo quiero olvidar todo. —Había dicho al final, con su voz rota y casi inaudible.

Más tarde, ella se daría cuenta de que no debió de haber elegido esa opción.

Pasaron cinco años tranquilos, en las lejanas tierras cálidas de Shattar, acercándose uno al otro como un hombre y una mujer que se aman, como una broma del destino que al inicio los obligó a fingir ser una pareja, terminándose convirtiendo en una en toda regla, absortos en la cotidianeidad y el trabajo duro del plebeyo común, con la seguridad de que la pesadilla se había dejado atrás.

No obstante, sólo era una ilusión.

Al fin, cuando todo se hallaba en la oscuridad de las memorias destinadas a olvidarse, Canaria se había embarazado. El festejo por la buena noticia no se hizo esperar, pensando que al fin la recompensa de su dura vida había llegado. Sus sirvientes más leales y amigos compartieron su felicidad, sin embargo, era una trampa.

De pronto ella se había despertado en aquella celda, drogada, con la última imagen en su cabeza de Igfrid envenenado, luchando, tirado sobre la arena, por sobrevivir.

Y todo, por culpa de ella, de Silvine.

—Fue un largo tiempo, Canaria. —Aquel fue su saludo, inyectado con una lengua venenosa, cuando al fin Silvine había llegado a esa celda donde la tenía cautiva. No había cambiado nada; su pecho voluptuoso, su rostro angelical, sus ojos rosas que parecían querer matarla. Era tal y como la recordaba.

La sensación de pérdida se asentó en su pecho. Canaria había pensado que todo había terminado hace tiempo, sin embargo, Silvine era como una garrapata, aferrada a ella hasta su último aliento, hasta cerciorarse de que estaba muerta.

—Debes estar preguntándote, ¿por qué? Tu cara no miente... Eres tán fácil de leer, Canaria. —Soltó un suspiro dramático, mientras que su presa la miraba con ojos llenos de miedo, de ansiedad. —No voy a negar que esa cara asustada y patética tuya exacerba mi corazón. ¡Eres taaan linda cuando sufres!

Canaria, arrastrándose, se acercó a la reja, aferrándose a las barras de metal. Su cara lastimera y sus ojos aguamarina sin brillo hicieron que el corazón de Silvine latiera como si estuviera enamorada.

—¡Por favor! ¡Por favor! Te lo ruego... ¡déjame ir! Te prometo lo que quieras, solo... ¡sólo espera a que nazca mi hijo, por favor, sólo eso! Después... puedes hacerme lo que quieras. ¡Puedes torturarme! ¡Desfigurar ésta cara que odias tanto! Sólo... sólo déjalo vivir, ¡te lo suplico!

—Oh... querida. —Se arrodilló frente a Canaria, a una distancia prudente. Sabiendo que le habían colocado el collar de supresión, aún así Silvine era cautelosa. —Realmente no pienso hacerte daño. No mucho, al menos. Sabes... yo, desgraciadamente, no puedo tener niños propios. Estoy muy triste por eso, pero también aliviada, porque no tendré que parir a los niños de ese nuevo rey idiota con el que tuve la mala decisión de casarme. Pero tú, Canaria... cariño, convenientemente estás embarazada de otro príncipe. Uno más lindo según mi punto de vista, aunque tuvo la desgracia de hacerse pasar por un incapacitado, siempre pensé que era hermoso. Y sus hijos también deberán ser hermosos, imagino.

—No... No puedes... yo...

—Oh, querida, querida. Por supuesto que sí puedo. Tanto, que ya lo estoy haciendo. Obviamente, no te haré daño hasta que nazca el niño... no quiero que sufra ninguna incapacidad, así que estarás bien cuidada, alimentada y monitoreada. No pienso escatimar en gastos, cariño. Imagina que eres como un borrego y tu niño es la importante cría que el pastor necesita... pues eso es. Obviamente, no voy a sacrificar al borrego hasta que tenga a su corderito. Así que, por favor, disfruta de la hospitalidad que pienso darte. Disfrútala hasta el último momento, porque en cuanto nazca ese pequeño, pienso hacer que tomes la responsabilidad por la muerte de mi esposo.

—¿Qué? No... espera. ¡No! —Canaria no sabía qué decir o hacer. ¿Realmente podía hacer algo? No tenía fuerza, no tenía nada con lo que pelear. Asustada y en duelo por el pensamiento de su futuro y lo que ella creía había terminado en la muerte de su esposo, estaba sola y atada de manos. Se sentía como una muñeca a merced del destino, se había dado cuenta de que siempre había sido eso. Nunca había tenido opción, ni siquiera con la herramienta que los dioses le habían otorgado. Pensó que aquel libro que le fue dado era sólo una mala broma, una gota de esperanza para mantenerla a raya.

—Con tu hijo, yo tendré todo el apoyo cuando muera mi estúpido esposo. Entonces, podré casarme con mi verdadero amor. Sabes, al inicio, pensé "oh, el primer príncipe realmente es maravilloso", pero entonces, conocí su verdadera personalidad. Un hombre pequeño, sólo puedo decir eso. Siempre a la sombra de su padre, siempre lamentándose egoístamente de cómo es incapaz y seduciendo a otras mujeres para llenar su vacío. ¡Diablos! ¡Se supone que la historia no debía ser así! Me sentí estafada, ¡me habían prometido un príncipe perfecto y un final feliz, y obtuve a un enclenque sin cerebro! Maldita sea, que es injusto. Fue entonces que conocí a mi amor verdadero... pero él, sabes, es muy leal al emperador. ¡No me hace caso por culpa de ese estúpido mujeriego! Así que pensé y pensé... y entonces, me acordé de ti y me enteré que estabas embarazada ¡Bingo! Obtuve la respuesta: tenía que hacer que todo mundo creyera que tendría un hijo, y cuando naciera, simplemente con matar al Rey bastaba.

Cuando Silvine le había contado todo aquello, la sangre de Canaria empezó a hervir; su falta de fuerza y deseo había sido reemplazada por la rabia que sentía. Toda su vida, todos sus esfuerzos, la vida de tantos, todo había sido destrozado por el puro egoísmo, por mera y burda conveniencia de una mujer que decía estupideces.

—¡Hasta dónde piensas llevar de lejos tu egoísmo, maldita perra! ¡No somos tus juguetes! ¿Cómo, en todo el maldito infierno, los dioses pudieron haber elegido a una mierda como tú?

Silvine, entonces, soltó una carcajada.

—¿Egoísmo? ¿Me vienes a hablar de egoísmo, zorra bastarda? ¿Tú, que conocías la historia como yo, y trataste de tomar ventaja? No me hagas reír, pequeña imbécil. Aprovechaste tu conocimiento de otro mundo, intentaste cambiar la historia y arrebatarme lo que me pertenecía por derecho. ¡No tienes cara para llamarme egoísta, perra!

Furiosa, Canaria trató de levantarse con un grito gutural en su garganta que apenas y se podría llamar como algo humano. Era como un animal lastimado a punto de fallecer.

Y entonces, todo cobró sentido.

—Yo... yo... sólo quería una vida tranquila. —Su voz, ronca debido al cansancio de las cuerdas vocales ocasionado por los gritos del enfrentamiento, era más como un murmullo para sí misma.

—¡Lo sabía! Maldita... ¿Creías que todo se trataba de ti, verdad?

—¿Yo? —Soltó, como si fuese un bufido. Sus ojos lagrimeaban por la ira y el dolor de haber gritado por piedad hasta hace un momento, y luego, por haber sacado lo que la ira al fin le dejó decir, lo que había pensado desde que despertó en ese lugar. —Estúpida, ¡Esto es la realidad! No sé qué tienes en la cabeza, pero ésto no es la historia fantasiosa que piensas que es, este mundo es real, ¡maldita sea! Has arruinado tantas vidas, incluso la tuya, ¿no tienes suficiente ya?

—¿Has terminado? —Respondió Silvine, ignorando sus reclamos. —Espero que sí, porque lo que acabas de decir es la última y única muestra de amistad que puedo darte. Como entenderás, no puedo arriesgarme a que le digas a nadie sobre nuestra conversación, así que pensé en una manera para mantener tu boca cerrada.

Como si sólo esperaba esa línea, una sombra se acercó desde detrás de Silvine. Su cara conocida por Canaria le hizo querer volcar el estómago.

—No puede ser...—El traidor, aquel que había llamado amigo y médico, se acercaba con una pinza y cuchillo en manos. Esa persona con la que Canaria había reído, que la había ayudado y consolado en momentos complicados, estaba lista para cortarle la lengua.

—Lo siento. —Le dijo con la voz entrecortada. —No puedo desobedecer a mi hermana mayor.

Calma antes de la tormenta

La última vez que la había visto, ella sonreía feliz y tranquila en las playas de Shattar, en el nuevo continente; aquel día, las olas verdosas como los ojos de Canaria, se mecían plácidamente, y ella, con la luz del sol del atardecer en su rostro, sonreía. Los reflejos del sol moribundo en su cabello plateado la hacían ver como un hada, sobrenatural y hermosa.

-Tendré a tu hijo.

Esas palabras lo habían hecho tan feliz en ese momento; y sostuvo su mano fuertemente, guiándola hacia donde los hombres y mujeres que les habían acompañado en su exilio en Shattar. Igfrid, en ese momento, no podía pedir nada más.

Las felicitaciones, la comida, la alegría de aquel atardecer fueron empañados cuando la copa de vino que sostenía en su mano cayó gracias a la convulsión que el veneno provocó. Él había pensado que fue cauteloso al respecto de quién podía permanecer a su lado, en su pequeño círculo de colaboradores, sin embargo, su autoconfianza lo cegó.

En el piso, atado por los dolores del veneno fluyendo en su cuerpo e interfiriendo con sus circuitos mágicos, observó cómo Canaria, quien esperaba a su futuro hijo, fue capturada y maltratada por alguien a quien ella solía llamar "amigo".

Dado por muerto, Igfrid sobrevivió por mera voluntad. Su magia se había ido, su esposa le había sido arrebatada y, como un castigo divino por lo que había hecho antes, su cuerpo estaba lesionado a tal punto que le era difícil siquiera ponerse de pie.

Gastó medio año en reponerse lo suficiente como para viajar al Imperio de Lothien, donde las mareas de la inconformidad social se agitaban tanto que sólo hacía falta una pequeña chispa para hacer estallar todo.

Y la chispa fue Igfrid.

El príncipe justiciero que se autoexilió sin el conocimiento del público volvió para comandar al pueblo y sacar del trono al tirano. Su cabello dorado y sus ojos rojos, señal de su linaje, fueron suficiente prueba en un Imperio donde los líderes eran descendientes directos de los dioses.

Sin embargo, su magia no había regresado por completo, y tuvo que aprender a usar la magia tal y como los salvajes demihumanos lo hacían, tomándola por la fuerza del ambiente y no produciéndola dentro de sí.

Aprovechó su vida de comerciante en el exilio, y trajo herramientas mágicas que incluso los plebeyos sin magia ni aptitudes podían utilizar. Las armas de las naciones del nuevo continente que apenas si tenían contacto con otros lugares fueron una ventaja aplastante.

Los revolucionarios pronto tomaron las ciudades del sur, donde la costa proveía de suministros traídos del nuevo continente; la guerra sangrienta no había parado en poco más de un año.

Un año y seis meses de no ver a Canaria, de no saber nada sobre el hijo de ambos.

Los rumores de que Silvine había tenido al heredero del imperio se difundieron en medio de las batallas y el avance del pueblo armado. El imperio de Lothien, a esas alturas, ya estaba dividido en dos: el sur era controlado por los revolucionarios y el norte por el actual emperador, Sigurd Regulus D'Tyr.

Una carta fue entregada luego de tomar el poblado más cercano a Lörien, la capital. El mensajero era un noble en el escalón más bajo que no se podía considerar siquiera en edad de ser llamado un hombre, con un poder mágico comparado al de un plebeyo con talento. El chico temblaba mientras lo escoltaban dos soldados revolucionarios, quienes sostenían las armas mágicas desconocidas que Shattar había entregado gustosamente, hechas de un metal desconocido moldeado como un tubo, adherido a un mecanismo que brillaba cuando el maná del ambiente se cargaba lo suficiente cuando se apretaba un botón, y era disparado con algunos segundos de retraso en una ráfaga de luz lo suficientemente poderosa como para atravesar el corazón de una persona que no usaba armadura, y para perforar las armaduras de baja calidad. Esas armas eran precisas y mortales en manos adecuadas incluso ante las armaduras de nobles mayores, siendo la cabeza y los huecos de las armaduras los objetivos principales.

Vesseror era el nombre del chico, quien temblaba como una hoja al viento cuando lo enviaron hacia los miembros de revolución para entregar la misiva. Había sido elegido como sacrificio por un padre que no veía el valor de tener a un hijo con tan mínima calidad de maná, y quien ni siquiera tenía una bendición de los dioses a una edad tan tardía como lo era los catorce años. Ni siquiera tenía la capacidad para ser un paje o un escudero adecuado, así que, como el desecho que era, lo habían enviado con un grifo viejo y una bandera de rendición al sur, con la única tarea de entregar un mensaje.

Si Vesseror volvía o moría a manos de los revolucionarios, era algo que a su padre no le importaba, aunque había sido claro que prefería lo último.

En cuanto bajó del grifo, su ser fue registrado de la manera más bochornosa que pudo imaginar a manos de un hombre que le doblaba la altura, aunque, acostumbrado al maltrato de su padre y los caballeros a los que servía como ayudante, agradeció que no había sido nada doloroso. No era extraño para Vesseror ser golpeado, empujado y abusado verbalmente sin motivos especiales, salvo existir como una mancha de la nobleza, entonces, el registro para detectar cosas peligrosas no fue tan duro a pesar de ser vergonzoso. Otros soldados de la revolución que estaban presentes, con las armas extrañas en sus manos, miraron atentamente lo que había pasado, Vesseror sintió la lástima más que la burla emanar de esos hombres que apenas y tenían una armadura de cuero sobre su pecho y vestían con sus ropas pobres sin protección mágica visible.

-Son unos miserables. -Dijo el hombre, y luego escupió. La sustancia pegajosa que fue expulsada de su boca, manchó la piedra blanca de las calles del poblado. -Enviaron a un simple escudero con un grifo viejo que apenas si puede volar.

Los soldados que estaban ahí asintieron, y las miradas de lástima hirieron más a Vesseror que lo que sus anteriores superiores pudieron haberle hecho. No le gustaba el sentimiento que traía el ser visto como algo indefenso y pobre, mucho menos si quien lo pensaba era un plebeyo.

El hombre, luego, llamó a otro, un poco más pequeño, quien traía en sus manos una soga hecha de un material oscuro que parecía absorber la luz. Vesseror sólo pudo observar la cara del nuevo hombre desconocido, salpicada de pecas, con miedo; sabía que no podía ni debía resistirse, pues no quería morir. Él era un noble débil que no tenía nada bueno, ni en el aspecto físico o el intelectual siquiera, para un grupo de plebeyos con armas extrañas como las que llevaban, era una presa fácil.

Sus manos fueron atadas con esa cuerda extraña, y sintió cómo el poco flujo de maná fue cortado en el acto. Las náuseas no se hicieron esperar, y pronto, su cuerpo se dobló cuando sus piernas temblorosas colapsaron sin fuerza.

-No debe tener mucho maná si sólo se cayó, levántalo y llévenlo con nuestro kral. -Dijo el hombre gigante que lo había revisado antes.

Un par de revolucionarios con las armas extrañas en sus manos se unieron al que levantó a Vesseror. El acto había sido rudo y grosero, pero no lo lastimó. El temblor de sus piernas empezó a desaparecer mientras caminaba un poco más, aunque la náusea permaneció. Realmente, el chico no sabía si esta última era por la soga, o por la ignorancia sobre lo que pasaría con él en el futuro.

Fue llevado a base de empujones hacia una casa en el centro de la ciudad. Los signos de la guerra se veían en el poblado, donde algunas construcciones tenían agujeros hechos, seguramente, por explosiones mágicas. Un par de grifos sobrevolaban la plaza, y unas mujeres que parecían demihumanas daban instrucciones a algunos revolucionarios que esperaban junto a sus respectivas monturas voladoras.

Las mujeres parecían ser faunos, con su piel en muchos tonos de azul y sus orejas largas y puntiagudas. Unas cornamentas sobresalían de sus cabezas, y en su cabello, algunas llevaban adornos parecidos a las hojas de un árbol. Vesseror nunca había visto algo como eso, en realidad, en Lothien, los demihumanos eran escasos, siendo la mayoría esclavos.

Los únicos demihumanos con los que él había tenido contacto eran con los semielfos que transportaban desde las colonias de Lothien en el nuevo continente para ser vendidos como esclavos. Los elfos eran parecidos a los humanos, así que no era de extrañar la aparición de semielfos y el albor de su uso como asistentes de la nobleza de Lothien debido a su buen aspecto y su semejanza con la gente común.

Para los nobles, los faunos y otros tipos de demihumanos eran aberraciones que no podían poner a la vista, pero a Vesseror, esas mujeres fauno le parecieron hermosas, a pesar del corto tiempo que pudo observarlas.

La puerta de la casa fue abierta, y Vesseror obligado a entrar y, por consiguiente, dejar de ver a aquellas mujeres desconocidas. El lugar parecía una posada lo suficientemente decente como para alojar a gente de la nobleza baja, aunque estaba un poco sucio. Lo guiaron hacia el segundo piso, y en su camino por las escaleras, pudo ver manchas de sangre que le hicieron estremecerse.

Llegaron a una habitación donde un miembro revolucionario, con su característica arma en las manos, esperaba junto a la puerta. Saludó a los escoltas que guiaban a Vesseror con el puño sobre el pecho, tocó dos veces la puerta y ésta fue abierta a poco rato.

Vesseror no tenía valor para ver lo que estaba más allá de la puerta, sus ojos se fijaron en el piso y la madera pulida que ahora estaba sucia y polvosa. Escuchó cómo los soldados revolucionarios daban su saludo, y las pisadas de alguien acercándose.

-Vino con una bandera de rendición, dice traer una misiva urgente. -La voz del joven hombre con pecas explicó brevemente la situación, mientras lo empujaba al frente. Fue entonces que Vesseror alzó la cabeza para ver a quién le estaban informando.

Una cara hermosa, aunque masculina, unos ojos rojos, tan rojos como la sangre, que parecían hechizar a cualquiera que los mirara, así como lo hacían los ojos de la diosa de la guerra; y su cabello dorado, no rubio, dorado como el metal precioso dedicado al dios supremo de la creación. No había duda, Vesseror se encontraba frente al que se había autoproclamado el príncipe Igfrid, al que los revolucionarios llamaban su kral, su emperador.

Todos los nobles creían que ese que se llamaba a sí mismo el príncipe Igfrid Severe D'Tyr era un advenedizo que se hacía pasar por el trágico príncipe asesinado. El padre mismo de Vesseror fue uno de los pocos que vio el cadáver la noche que el anterior emperador murió, cuando la criminal que urdió todo el plan huyó, a pesar de que la familia real le había dado la gracia de no mandar a ejecución a toda la casa de los Von Lancet.

El chico, movido por una fuerza inexplicable, se dejó caer de rodillas. La sangre noble reconocía el poder de los emperadores desde la fundación de Lothien mismo; era imposible para alguien de la nobleza de la casta más baja no arrodillarse ante el llamado de su instinto natural.

Uno de los soldados que escoltaban a Vesseror se acercó al príncipe Igfrid, extendiéndole groseramente la misiva que Sigurd D'Tyr le había enviado.

Igfrid tomó el sobre que el soldado, de nombre Fürter, le extendió con un semblante serio. Sus ojos viajaron por las letras de tinta oscura ávidamente luego de rasgar el sello que sólo un miembro de la familia real podía abrir. Por supuesto, Igfrid lo había abierto con cuidado, sin descartar un ataque con veneno o alguna maldición desconocida, pero sus amuletos y defensas de piedra de maná no reaccionaron.

En cuanto vio las letras del pergamino, supo el por qué no había trampas o cosas extrañas que podían hacerles tomar ventaja, pues quien había escrito la misiva no había sido su hermano, si no Silvine.

Silvine, quien se había apoderado del imperio y quien le ofrecía una entrega de rehenes de ambos bandos como puente para un acuerdo donde Lothien reconocería la independencia del territorio tomado por el brazo revolucionario. Entre los rehenes, el nombre de Canaria Von Lancet aparecía. Frunció el ceño.

Igfrid sabía que el poder mágico de la nobleza estaba colapsando debido a las bajas y al constante desgaste que la guerra provocaba; no faltaba mucho para que las defensas mágicas del país se derrumbaran, extendiendo una invitación para los países cercanos y sus ansias de expansión. Los soldados que naturalmente vigilaban las fronteras habían sido movilizados hacia el caos del sur, y se había quedado un número mínimo en los puestos fronterizos simplemente para asegurar el adecuado funcionamiento de la barrera mágica.

Sigurd y Silvine estaban acorralados, y querían parar todo lo más rápido posible. Además, Silvine tenía un hijo, un príncipe que necesitaba crecer en un país pacificado.

Un niño de la misma edad que la que ahora tendría su propio hijo.

Canaria había sido perseguida por un pecado que no había cometido, al extremo de ser buscada incluso años después en una tierra recóndita por el rencor que Sigurd le tenía, en pos de venganza por el asesinato de su padre.

En el último año, Igfrid se había arrepentido tantas veces de no regresar a tiempo y desenmascarar al verdadero asesino del anterior gobernante. Ahora, tenía la posibilidad de hacer lo último, sin embargo, la vida de Canaria pendía de si aceptar el intercambio de rehenes o no.

Silvine había sido clara, si la misiva era rechazada, los rehenes serían ejecutados por alta traición, no habría independencia de la parte sur y en cuanto se diluyera la revolución, cada noble y plebeyo que había participado en el bando contrario sería ejecutado junto a toda su familia, sin excepción.

Igfrid sabía que las últimas dos aseveraciones nunca pasarían, pues el ejército que comandaba tenía las de ganar. La carta simplemente se podía resumir en una amenaza fácil y simple para él: Toma a tu esposa y acepta los términos sobre la paz, o mira cómo muere.

El tratado de paz que el reconocimiento de independencia de la parte sur de Lothien tenía implícito era a lo que Silvine apuntaba. Un tratado irrompible a menos de que uno de los países involucrados deseara ser destruido por la mano divina de los dioses, era ese tipo de tratado que ya no se usaba desde hace siglos.

Igfrid arrugó el pergamino que sostenía con sus manos, mientras pensaba en lo que debía hacer. Silvine se había mostrado astuta al revivir uno de los antiguos rituales y poner a Canaria como moneda de cambio para evitar la negativa de los revolucionarios.

Su rostro noble y estoico no parecía enojado, a pesar de tener el ceño fruncido, en realidad, cualquiera que viese a Igfrid en ese momento pensaría que él sólo estaba meditando qué hacer. Sólo August, su fiel acompañante, reconoció la furia en el rostro de su amo.

August era el hombre que se hacía cargo de todo lo referente al príncipe Igfrid. De nacimiento pobre, era un semielfo que anteriormente había sido un esclavo. Su lealtad hacia el príncipe y la señora Canaria era inquebrantable, tanto así que en cuanto se dio cuenta de lo que había sucedido, trató de rescatar a su señora a pesar de saber que era una tarea casi imposible. Fue August quien salvó a Igfrid de morir, y quien se encargó de los negocios comerciales de éste mientras se recuperaba.

-Llévenlo a una habitación para que descanse, pues mañana llevará la respuesta. No dejen de vigilarlo, pero no lo lastimen. -La orden salió de los labios de Igfrid, al cual, Vesseror quiso besarle los pies por no mandarlo a la horca. Y aunque estaba preocupado por lo que pasaría en cuanto regresara con su familia, sabía que luego de esto, probablemente, lo tratarían mejor si esto terminaba en la pacificación de Lothien.

Los soldados salieron de la habitación con el mensajero, dejando tras de sí sólo a August e Igfrid; este último caminó con pasos firmes hacia el escritorio donde firmaba todas las órdenes para el ejército revolucionario. Los pocos nobles que se habían unido a su causa eran granjeros y nobles que habían sufrido el aumento de los impuestos a manos del Sigurd y las exigencias ridículas de su esposa. El templo se había descuidado de tal manera, que los rituales sagrados dejaron de correr, las cosechas eran mínimas y las herramientas de los dioses fueron desechadas, con la excusa de que Silvine, quien había sido nombrada como emisaria de los dioses, necesitaba nuevas herramientas que los dioses le habían dicho cómo crear. Sin embargo, esas nuevas herramientas para ceremonias clericales nunca llegaron, y las reliquias sagradas se perdieron.

El clero, molesto por lo que había sucedido, levantó sus quejas y decidió dejar de apoyar a la familia real hasta que las reliquias fueran devueltas. Silvine, molesta, ordenó matar al santo pontífice argumentando que los dioses la habían elegido, y el pontífice había ido en contra de los designios de los dioses al oponérsele. Entonces, ella tomó el liderazgo, aunque demasiado tarde. El país estaba empobrecido y las herramientas sagradas perdidas, las bendiciones no funcionaban sin ellas, y el hambre estaba ya enraizada en toda la nación. Los artículos que llegaban de las colonias se encarecieron tanto que incluso la nobleza superior tenía dificultades para mantener su estilo de vida.

Fueron los más pobres quienes, al escuchar los rumores de que Igfrid estaba vivo, se acercaron a él por medio del miktar Alsen Lindt, un noble intermedio. A Igfrid, en realidad, no le importaba el país, o la gente que vivía en él, a él sólo le interesaba la seguridad de su esposa, y por eso, decidió abanderar la revolución.

No sabía a ciencia cierta el por qué Canaria no fue ejecutada en cuanto llegó a Lothien, o quizá, en realidad, no quería saberlo, sólo pensó que probablemente era por el descontento social de los plebeyos. Las ejecuciones públicas de nobles siempre necesitaban la presencia del clero y la realeza, y para ese entonces, la iglesia ya se había separado de la casa real.

Luego, Igfrid y la revolución habían hecho su aparición, un poco antes de que Silvine tomara el control de la Iglesia.

El destino le había dado a Silvine una carta para salirse con la suya, pero también, le había dado a Igfrid la oportunidad de volver a tener a su esposa.

Empezó a escribir en un pergamino la respuesta a la declaración de paz, con la esperanza de volver a encontrarse con Canaria. Sus ojos rojos mostraron tal determinación, que August pensó que Igfrid estaba poseído por el dios del fuego Igfër.

-¿Debo llamar a miktar Lindt?

-Sí, tenemos que acordar el número de soldados que acudirán al encuentro e informar a las bases de la costa y el este. Envía un mensajero con uno de los grifos requisados del enemigo, habrá cese al fuego por cinco días a partir de mañana. -Igfrid se levantó de su asiento, dejando la carta que estaba escribiendo a la vista. Tras el escritorio había un tapiz decorativo con el escudo de los siete dioses principales que ocultaba una puerta. -Esperaré a miktar Lindt en el laboratorio.

Igfrid cruzó el umbral de la puerta oculta sin siquiera escuchar la confirmación de August; desde que era joven, Igfrid estaba fascinado con la investigación mágica, y ayudado por su bendición de nacimiento lector, había aprendido mucho de los magos de la corte que ignoraban que un simple niño al que consideraban ineficiente podía robarles sus conocimientos.

El laboratorio, como le había llamado, no era más que una bodega que apenas si estaba limpia; el lugar había sido improvisado completamente, y la mayoría de materiales y objetos eran de baja calidad, pues no había tenido tiempo de establecer una piedra de transferencia, además, de que éstas usualmente funcionaban con demasiado maná, el cual ahora no podía extraer con riesgos que no podía afrontar.

Miktar Lindt llegó cerca de dos horas después; era un hombre joven de mente abierta, criado por su abuelo, un miembro de la cámara de erudición que era rechazado por sus pensamientos netamente liberales. Su ropa, a pesar de ser un noble, era sencilla y de apariencia pobre, aunque limpia. El mismo Igfrid vestía parecido, a excepción del cinturón de metal precioso del que colgaban algunos frascos de cristal cuyo contenido era colorido y brillante, y los talismanes de protección en casi todo su cuerpo.

Los ojos de Lindt eran de un azul transparente y el color de su cabello recordaba al musgo. En cierta manera, sus colores denotaban su debilidad por la agricultura y los trabajos de la tierra. Si se había levantado contra la casa real, era porque su amado territorio sufría, sus sembradíos se marchitaban y sus ríos se secaban. Lindt había sido criado por un erudito, pero decidió convertirse en un hombre de campo, y era por eso que Igfrid lo había instado a quedarse en la ciudad de Helm, que recientemente empezaba a retomar las actividades agrícolas. Era importante para el sur de Lothien que los alimentos básicos retornaran rápidamente, así que Igfrid otorgó semillas de trigo de Shattar, que podía cultivarse incluso en suelos sin bendiciones. Ahora, lo llamaba para coordinar la entrega de los rehenes, como uno de los tres miktar que habían cerrado filas en torno a la revolución.

El rostro de miktar Lindt se mostró preocupado cuando Igfrid le explicó las condiciones del intercambio.

-Quiere aplastarnos desde fuera. -Dijo, y tenía razón.

-Lo sé, por eso estaba ocupado en el laboratorio. Estoy muy cerca de encontrar la manera de activar defensas lo suficientemente fuertes para el nuevo territorio sin necesidad de drenar maná de la nobleza. -Igfrid había charlado con Lindt todo el tiempo sin siquiera mirarlo, enfocado en lo que estaba haciendo. Las piedras y círculos mágicos se alineaban frente a él, plasmados en un pergamino oscuro mate.

La lista de rehenes que los revolucionarios tenían que liberar era corta, la mayoría, eran nobles con altos niveles de maná, lo que significaba que los deseaban para recargar las defensas del país.

Sin tantos nobles superiores, Silvine sabía que la independencia de la parte sur de Lothien no duraría mucho, pues no tendría una barrera fuerte contra invasores externos. Ella podría incluso ayudar a países terceros a apoderarse del sur de Lothien sin incumplir el contrato de paz. Igfrid reconocía que el sur de Lothien sería frágil y vulnerable, y estaba preparado para ello. Había adquirido tecnología de los demihumanos en las tierras lejanas más allá de las colonias del nuevo continente, y sabía que era cuestión de tiempo para que los demihumanos se dieran cuenta de que, con su desarrollo tecnológico creciente, podían invadir los países que los habían cazado como meros animales irracionales.

-Sabes que el maná en el aire de Lothien es pobre a comparación de Shattar. Me lo dijiste el primer día que nos conocimos.

-Eso no importa. La tecnología de Lothien puede cubrir la deficiencia si se combina adecuadamente con la de Shattar. -Los ojos azules de Lindt brillaron con emoción.

-¿Puedes hacerlo? -Lindt se había acercado a Igfrid, poniendo sus manos sobre sus hombros. Aquello era grosero, pero no le importaba. En primer lugar, a Igfrid nunca le interesó pertenecer a la familia real.

-Eres molesto. -Dijo, retirando las manos de Lindt de sus hombros. -Primero tenemos que establecer los parámetros de lo que ocurrirá en cinco días a partir de mañana, después, quizá te permita presenciar si mi investigación es correcta. Estoy seguro de que Silvine orquesta algo.

-Eso es seguro, pero no creo que intente atacar y deseche el tratado de paz como si nada.

-El tratado de paz entrará en vigor inmediatamente los rehenes sean entregados, después de ofrecer la ceremonia cada uno en su territorio. Los pilares de luz del tratado darán la señal para el intercambio, pero lo que ocurra antes o durante la entrega no afectará a éste. Es muy probable que intente matarme en ese momento. Sabe que, sin un líder de la casa real, la parte sur de Lothien no podrá sobrevivir.

La ceremonia donde los pilares de luz se alzan era algo que no se veía casi nunca; la luz del dios supremo era la señal de que ambos países sellaron su promesa en igualdad de condiciones y sin engaños, y no importaba si un país lo hacía antes o después, los pilares no se levantarían a menos que ambos realizaran el ritual; era la mediación del dios supremo, la última garantía que los países podrían utilizar para la paz. Las condiciones eran precisas para los participantes y era imposible de falsificar. Por eso, a Igfrid le preocupaba la aseveración que Silvine había hecho en el contrato, la simple frase sobre que el contrato entrará en vigor inmediatamente después de entregar a los rehenes de cada parte.

Siendo así, Igfrid estaba preparando círculos de protección y talismanes lo suficientemente fuertes para defenderse de cualquier ataque. Desde que Canaria era un rehén, su seguridad y supervivencia estaban grabadas en piedra, pues no podía lastimar a los rehenes ni antes ni después de establecerse el contrato.

Al día siguiente, Vesseror fue enviado de vuelta con la respuesta.

El nacimiento del tirano

El eco de los cañoneros mágicos resonaba en las puertas devastadas de la capital del Imperio de Lothien; la sustancia morada de las energías remanentes que habían chocado contra el suelo, que antaño estaba cubierto de losas blancas y brillantes, parecían suciedad. La sangre no se había hecho esperar en aquella escena apocalíptica llena de confusión y caos. Hombres y mujeres habían caído en el primer impacto, con severas amputaciones debido a las explosiones. Las plumas de los grifos de los cañoneros mágicos caían como si fuesen copos de nieve, siendo pulverizadas casi al llegar al suelo debido a la radiación mágica de una sola figura humana. Era un hombre de cabello dorado y largo, con el rostro empapado de sangre y lágrimas.

Lejano al caos y el dolor de los hombres que hasta hace poco él había liderado, el príncipe rebelde que portaba el nombre de Igfrid Severe D'Tyr yacía arrodillado con un bulto entre sus brazos. De cabello color plata, de ojos aguamarina que parecían contener la tranquilidad del mar del este, con la última sonrisa plasmada en sus labios, el bulto que Igfrid sostenía entre sus brazos era la cabeza de su amada.

Todo había sucedido tan rápido, tan terriblemente inesperado, que Igfrid no supo qué es lo que había ocurrido hasta que el cuerpo de Canaria Von Lancet colapsó con un golpe seco, haciendo llover sangre debido a la fuerza del impacto con el que su cabeza fue separada de su cuerpo. El ruido de los disparos, del derrumbe de las edificaciones cercanas y los gritos de los soldados y los cañoneros mágicos nació en el preciso momento en el que Igfrid, con los ojos rojos infundidos en maná e ira, se arrodilló ante el cuerpo de la mujer por la que se había unido a la revolución.

Más allá de aquel caos naciente, la sonrisa satisfactoria de una mujer que presenciaba todo desde lo más alto de la muralla de la capital no se hizo esperar; sus ojos rosados, marca indiscutible de que pertenecía al linaje de la familia real, brillaban con una complacencia insana tras los cristales azulados y montura dorada de las gafas mágicas para ver a grandes distancias.

Silvine, cuyos ojos rosados habían hipnotizado hasta al anterior gobernante, portaba una armadura femenina; sus curvas suaves y su rostro angelical, enmarcado por su cabello color melocotón, la hacía parecerse a la diosa de la pasión, Astrif.

Sin embargo, lejos de su apariencia hermosa e inocente, su espíritu oscuro y rencoroso se jactaba de la desgracia que había caído sobre la casa Von Lancet, y sobre lo que ahora estaba ocurriendo.

La revolución, cosa ridícula per sé, había sido liderada por el príncipe ausente que había engañado a todos con aquel rostro bonito tan semejante a su madre. Y todo por una simple mujer que estaba destinada a morir de todos modos. ¿Para qué quería el ex miembro de la familia real, Igfrid, a una mujer inútil y estúpida como Canaria? Era Silvine quien, elegida por los dioses, estaba destinada a ser feliz, y nadie podía evitarlo.

Entonces, ¿por qué Igfrid había elegido a Canaria? ¿Por qué los dioses le habían dado a Canaria toda la alegría que en realidad debía habérsele otorgado a ella, y sólo le habían dado el título de kralice al lado de un imbécil como Sigurd?

¡Por supuesto, toda la culpa era de Canaria Von Lancet!

Se había reído tanto, se había sentido tan feliz cuando su cabeza cayó gracias a la cuchilla mágica que el escolta en la entrega de rehenes había escondido para tal propósito.

Las luces del tratado, la ceremonia, todo había sido planificado por ella. Era verdad que Canaria no podía ser dañada siendo una rehén, pero no lo era.

Canaria, desde hace meses, se había vuelto una esclava, subyugada por el collar de esclavitud oculto en su ropa andrajosa con la que iba a ser entregada. Como su esclava, Silvine tenía la total facultad de matarla donde y cuando sea, como algo de su propiedad, por tanto, Canaria Von Lancet no podía considerarse una ciudadana o un rehén.

Silvine no incumpliría el contrato con los dioses, pero Igfrid sí lo haría. Cegado por el odio y la venganza, Igfrid atacaría a Sigurd y el territorio del que la parte sur de Lothien se había independizado, llevándolos a la ruina. Nadie, ni los dioses, juzgarían a Lothien por defenderse del ataque que los rebeldes iniciaron luego del contrato.

Habían muerto los rehenes que serían entregados a Lothien a manos de los rebeldes cuando Canaria cayó, pero, ¿qué importaba? Eran defectos menores que sólo aumentarían la ira de los dioses contra los rebeldes.

¡Todo había sido tan perfecto, tal como lo había imaginado!

...+++++++...

Igfrid no podía verla desde donde estaba, pero sabía que ella, esa zorra, estaba presente. Sus ojos rojos cubiertos de ira, sus manos manchadas con el líquido rojo que manaba de la cabeza de Canaria... él la había pagar por todo.

Sintió como el maná de su cuerpo se desbordaba, como el calor del odio que sentía fluía por su sistema de circulación de maná; la radiación, que ya era perceptible desde el momento que el caos de la batalla entre los rebeldes y la armada imperial inició, se hizo más fuerte. Un impacto invisible se extendió por todo el llano, atravesando incluso las murallas de la ciudad fortificada; era una fuerza desconocida que nacía de una simple persona con un maná desbordante, aplastando a todos los presentes.

Los grifos que sobrevolaban la escena, asustados y empujados por la fuerza que no habían sentido antes, perdieron la capacidad de vuelo y cayeron en picada, y, tratando desesperadamente de evitarlo, chocaron entre sí. Aquella fuerza desconocida no hacía distinción entre los soldados del imperio y la fuerza revolucionaria; pronto, las banderas y las espadas no pudieron ser levantadas, las armaduras de metales preciosos adornadas con piedras de maná, se tiñeron de rojo con la lluvia de carne y plumas que caía del cielo.

Algunos soldados y revolucionarios murieron aplastados por las aves que caían, por el impacto fortuito de las espadas, arcos y escudos que los cañoneros mágicos dejaron caer antes de caer ellos mismos.

Los que estaban tras las murallas, los que plácidamente veían desde las almenas el caos que una única muerte había iniciado, también fueron presa de la subyugación de la fuerza misteriosa.

Silvine, asustada y dolorida por la sensación de ser aplastada, trató de llevar su mano derecha hasta su pecho. Tenía un mal presentimiento, una sensación casi animal la llamaba a huir apresuradamente, como si su vida dependiera de ello.

Entonces, se escuchó el rugir parecido al de un animal moribundo; aquel sonido heló su sangre, como si fuese la seña para apresurarse, como si le anunciara que, si no podía hacerlo en ese momento, su vida finalizaría.

Los segundos se hicieron minutos, y cuando su mano al fin alcanzó el collar que adornaba su cuello, Silvine levantó la mirada.

Una muralla de fuego se levantó frente a sus ojos, dirigiéndose hacia ella a tal velocidad, que pudo sentir el calor abrasador justo antes de desaparecer con el artefacto mágico de teleportación.

En el centro de las llamas devoradoras, en un campo de fuerza rodeado por el fuego que incendiaba todo a su alrededor, el hombre llamado Igfrid Severe D'Tyr sostenía ahora el cuerpo de la que había sido su esposa.

Había restaurado su cuerpo, pero no podía restaurar su alma. Su cabeza, que había sido recolocada con magia, ya no tenía mancha alguna. No había marcas de lo que había ocurrido cuando murió, con su piel suave, tal como él la recordaba; se había encargado de eso diligentemente.

Igfrid pensó entonces que, si Canaria no estaba en ese mundo, no valía la pena que la existencia continuara. Había recuperado su magia con el impacto de la muerte de la persona que amaba más que a sí mismo, y esa magia lo ayudaría a que la mujer que inició todo aquello, pagara.

Le habían quitado todo sin siquiera saber por qué.

Ella se había llevado a su esposa, a su hijo...

Igfrid reconocía que estaba dispuesto a sacrificar los primeros años de aquel niño mientras recuperaba a Canaria.

Todo había sido claro para él desde el principio. La casualidad de las fechas en las que Canaria había sido capturada, el rumor de que Silvine no podía ver a nadie durante el embarazo debido a su debilidad, y por ello su tardía respuesta al asunto de la Iglesia.

Igfrid quería ignorarlo, pero sabía que Silvine deseaba un niño con el linaje real para deshacerse de su estúpido y manipulable hermano.

En su ceguera, Igfrid había pensado que todo lo tenía controlado, pero no era así. Se dio cuenta demasiado tarde de que había subestimado el conocimiento de Silvine al respecto de los asuntos de los dioses. De esos dioses en los que había confiado, pero que le habían defraudado.

Si los dioses estaban del lado de un ser como Silvine, él los rechazaría.

Tocó la frente de Canaria, como si ella en realidad estuviese dormida. Susurró unas palabras en la lengua antigua de Lothien mientras se despedía de ella y del tacto de su piel, que había perdido la calidez.

El cristal mineral pronto cubrió el cuerpo de la mujer que Igfrid amaba, sellándola en un capullo translúcido mientras el remolino de fuego y destrucción desaparecía, dejando a la vista la imagen apocalíptica de cadáveres calcinados, de personas que se habían congelado ante la inminente muerte y que el viento dispersó como un polvo fino y gris.

Las murallas blancas de Lörien se habían vuelto de color negro y rojo, deformadas y derretidas por las llamas de la furia de Igfrid. Más de la mitad de la ciudad se había perdido, y la totalidad de las personas en ella, seguramente, habían muerto. El fuego en la parte que las llamas calcinantes no había tocado, se dispersó por todos lados, como una enfermedad, encerrando a los habitantes entre la piedra derretida y las murallas blancas que habían sobrevivido, sin medios para escapar.

Más allá, el castillo de los gobernantes de Lothien permaneció intacto con sus paredes blancas y la bandera ondeante del reino. Igfrid sabía qué debía hacer a continuación: quemarlo todo hasta las cenizas. 

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