La noche de la cena terminó con la mesa hecha un desastre. Carla se había retirado a su habitación, Javi estaba encerrado en la suya con los cascos puestos, gritando a sus seguidores en un directo, y Lucía se había quedado recogiendo los últimos vasos, agradeciendo un poco de silencio.
—Déjalo, yo lo hago —dijo Diego, acercándose a la cocina con las mangas remangadas para ayudar con la limpieza.
—¿Tú? ¿Lavar platos? —Lucía arqueó una ceja.
—Me subestimas. —Cogió un vaso y empezó a frotar con tanta torpeza que casi lo dejó caer al primer movimiento.
Lucía no pudo evitar reír, llevándose la mano a la frente.
—Eres un peligro público.
—Lo dices como si fuera algo malo. —Diego sonrió, pero sus ojos se quedaron fijos en los de ella un segundo más de lo normal.
Lucía bajó la mirada y recogió un plato. El silencio entre ellos fue extraño: no incómodo, sino demasiado… consciente. Como si cada movimiento tuviera un eco distinto en esa cocina medio a iluminar. Hasta el goteo del grifo sonaba exagerado, marcando un ritmo extraño entre ambos.
Diego se inclinó para alcanzar el estropajo, y en el movimiento rozó el brazo de Lucía. Ella dio un respingo, no por el contacto en sí, sino por la descarga repentina que sintió, como electricidad bajo la piel. Aunque el contacto fue breve, fue lo suficiente para que su piel se erizará.
—Perdón —murmuró él, sin apartarse demasiado. Su voz sonó más baja de lo habitual, como si temiera romper algo invisible.
—No pasa nada —contestó ella, pero su voz sonó más suave de lo que quería. Se mordió el labio, molesta consigo misma por no sonar firme.
El aire entre ambos se volvió denso, parecía cargado y por un segundo Lucía tuvo la absurda sensación de que hasta las paredes contenían la respiración. El sonido lejano de Javi gritando “¡Headshot!” desde su habitación rompió la tensión, pero ninguno de los dos se movió.
Diego apoyó un codo en la encimera, acercándose un poco más hacia ella, con esa sonrisa ladeada que parecía un reto.
—Admitelo, Lucía. Empiezo a caerte bien.
Ella rió, nerviosa, intentando recuperar terreno con una ironía que no le salía del todo natural.
—Sigues siendo un desastre.
—Un desastre encantador —replicó él, bajando la voz.
Lucía lo miró, dispuesta a soltar una réplica sarcástica… pero no salió nada. Se encontró atrapada en sus ojos descubriendo que, detrás del humor, había algo más. Durante un instante, demasiado breve y demasiado largo a la vez, pensó que él iba a besarla. Su corazón dio un salto traicionero, como si quisiera adelantarse a su cabeza.
El tiempo parecía estirarse entre ellos. Ella podía escuchar el eco de su propia respiración y el leve roce de la tela de su camiseta cuando él se movió un poco más cerca. El mundo entero se redujo a esa cocina, a la encimera y a la distancia mínima que los separaba.
Hasta que un ruido seco interrumpió el momento. En ese preciso momento, la planta medio muerta del salón se cayó con estrépito, como si el universo mismo hubiera decidido intervenir para cortar el momento íntimo que estaban viviendo.
Lucía se apartó de golpe, roja como un tomate.
—Voy a… eh… recoger eso.
Salió casi corriendo, con el plato aún en la mano, como si necesitará aire fresco aunque estuviera a solo unos pasos de la ventana abierta.
Diego se quedó quieto, observando el desastre de tierra en el suelo, pero más atento a la espalda de Lucía mientras se agachaba a limpiar. La sonrisa ladeada regresó a sus labios, más suave está vez, como si acabará de confirmar algo que ya sospechaba.
Sabía que algo estaba cambiando. Y Lucía también lo sabía, aunque se negara a admitirlo.
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