Las semanas siguientes fueron un borrón de noches mal dormidas y días sumidos en silencio. Paola se arrastraba entre mamadas, llantos y el cansancio que le quemaba en los huesos, pero lo que más la laceraba era el vacío que insistía en acompañarla. Cuando miraba a sus hijos, sentía el pecho contraerse: había allí un amor inmenso, absoluto, pero también una ausencia dolorosa, como una herida abierta que nunca cicatrizaba.
Katrina, siempre vigilante, parecía no pegar ojo. Estaba al lado de Paola en cada madrugada interminable, ofreciendo consuelo, té caliente o simplemente una presencia silenciosa. Era como una sombra protectora, firme e incansable. Pero, por más que se esforzara, no podía darle a Paola aquello que ella más deseaba: el calor de un abrazo masculino, el peso reconfortante de un hombro conocido, la certeza de que el padre de sus hijos estaba a su lado.
En medio de aquel torbellino íntimo, Paola, por un instante, se dejó perder en ensoñaciones. Se imaginó en un camino diferente, en una vida donde Emílio no fuera el monstruo cruel que la hiriera, sino el hombre que ella, un día, ingenuamente creyera poder amar. Se visualizó a sí misma apoyando la cabeza en los brazos de él, sintiendo los dedos de él acariciando sus cabellos, permitiéndose respirar más leve por algunos segundos. Pero, como una lámina fría, la realidad la golpeó: Emílio estaba lejos. Y aun si estuviera allí, ella ya no tenía certeza de si algún día conseguiría confiar en él nuevamente.
—"Estoy sola, Katrina… tan sola…" —murmuró, abrazando a los pequeños Vítor y Vitória contra el pecho, como si pudiera fundirse a ellos.
Katrina le apretó las manos con firmeza, los ojos llenos de compasión y determinación.
—"No estás sola, Paola. Mira a ellos… Ellos son parte de ti. Y tú eres mucho más fuerte de lo que crees. Ellos van a sentir tu amor en cada latido de sus corazones, incluso cuando te olvides de ti misma."
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Al otro lado del mundo, en Italia, Emílio atravesaba un calvario propio. La primera cirugía había sido exitosa, pero cada vez que se veía reflejado en los espejos del cuarto de hospital, enfrentaba no solo las marcas físicas que deformaban parte de su rostro, sino las cicatrices invisibles que cargaba en el alma. Arrepentimientos latían más que los dolores de las suturas. Él sabía que los procedimientos siguientes serían aún más crueles, más dolorosos, pero no vacilaba. Enfrentaría cada uno de ellos. Por Paola. Por la esperanza de redención —aunque incierta.
Emílio ahora con una máscara menor
A veces, cuando la noche caía y el hospital se sumía en silencio, Emílio cerraba los ojos y se recordaba del sueño que lo atormentaba recientemente: la imagen de una niña sonriente, reflejo puro de Paola, y de un niño de mirada intensa, tan semejante a la de él. Aquella visión lo laceraba, recordándole lo que había perdido y lo que quizás nunca recuperase. Por primera vez en su vida, Emílio comprendía la futilidad de todo lo que había perseguido —poder, venganza, miedo. Ante la ausencia de la propia familia, nada de eso tenía valor.
Y así, en continentes diferentes, el mundo seguía su curso impío. En Rusia, Paola aprendía, con lágrimas y coraje, a ser madre y guerrera sola. En Italia, Emílio descubría, entre bisturíes y remiendos en la carne, que ninguna máscara podría esconder la verdad de un corazón roto y hambriento por perdón.
Mientras tanto, los gemelos crecían. Un año se pasó, y ellos soplaron sus primeras velas sin comprender que sobre sus hombros reposaban destinos entrelazados, cargados de dolores antiguos y esperanzas frágiles. El tiempo parecía arrastrarse, pero en cada segundo había elecciones silenciosas que, tarde o temprano, cambiarían todos los caminos.
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