Recordaba aquel día con una nitidez que le dolía. Iba en camino al palacio —donde residían los hijos del emperador, las concubinas y la madre emperatriz— sentado en un carruaje que lo zarandeaba suavemente. Miró por la ventana, confundido: el viaje aún sería largo y, en su mente, comenzó a trazar un plan torpe y desesperado. Lo primero sería dejar claro a los sirvientes que era un príncipe, que por sus venas corría la sangre de la casa Nytherion; después vería cuál sería el siguiente paso.
De pronto, una figura apareció frente a él, como si el aire se hubiera plegado a su voluntad: una mujer vestida con ropajes nobles, de porte sereno y ojos que parecían conocer mundos enteros.
—Veo que has logrado despertar, pequeño dragón —dijo, observando la confusión en su rostro.
—Disculpe… —balbuceó Drayce. No la reconocía.
—Supongo que fue difícil volver —continuó ella—. No temas, dragón.
Drayce miró a su alrededor con brusquedad. El carruaje había desaparecido. En su lugar estaba una cueva, de paredes húmedas y luz tenue. La sorpresa le erizó la piel: no recordaba haber llegado aquí.
—¿Quién eres? —preguntó, poniéndose en guardia a pesar de saber que, en una pelea, no tenía ninguna posibilidad.
—Me llamo Serina —respondió la mujer con una sonrisa que no alcanzó a ablandar sus facciones—. Tal vez hayas oído hablar de mí.
Drayce quiso negar, pero sólo consiguió mover la cabeza de lado a lado.
Serina hizo aparecer dos sillas, como si lo cotidiano fuese algo que pudiera conjurar. Le indicó que se sentara. Lo que vino después sonó a confesión y a sentencia, y a la vez a propuesta.
—Resumiré: tu… poder, magia o maldición —corrigió, calculando la palabra adecuada—, te ha dado una segunda oportunidad. Ahora debes elegir un camino. Tienes muchas opciones.
La voz de Serina era extrañamente tranquila. Drayce la escuchaba sin comprender bien la envergadura de lo que le decía. ¿Por qué no estaba en el carruaje? ¿Cómo había llegado hasta esa cueva? ¿Qué quería aquella mujer que hablaba como si la conocieran los libros de historia?
—Ya te dije mi nombre: Serina. Soy la dragona que derrumbó el gobierno del tirano que oprimía a tu tatarabuelo. No estás en el carruaje porque usaste tus poderes para volver al presente —dijo, como si leyera un pensamiento.
—¿Pero cómo…? —su voz se quebró—. ¿Por qué no morí? ¿Por qué me despertaste? ¿Por qué… el tatuaje no me arde ya?
Serina lo miró con paciencia.
—Primero: liberaste la magia del dragón que había dentro de ti. Segundo: no fue una maldición en el sentido que crees; fue un pacto. Y tercero: fuiste tú quien me despertó, aunque tal vez no lo recuerdes del todo.
Drayce miró su brazo. El tatuaje —esa marca que llevaba desde el nacimiento, anunciadora de la maldición de antaño— ya no le quemaba como antes. Un alivio confuso se mezcló con miedo.
—Según la historia, maldije a tu ancestro: dije que cada cien años nacería alguien con la maldición —murmuró, mostrando el dibujo oscuro—. Eso es lo que cuentan.
Serina soltó una pequeña risa, más amarga que divertida.
—No maldije a nadie —corrigió—. Hace siglos firmé un acuerdo: cada cien años nacería un niño portador de mi magia. A cambio, salvaría a quien me pidiera ayuda. Fue un pacto, no una maldición. Y ahora esa promesa se cumple contigo.
Drayce sintió que las palabras caían sobre él como piedras que no sabía si debía esquivar. Un pacto. Una promesa. ¿Significaba eso que su destino no era únicamente sufrimiento, sino también elección?
—Entonces… ¿qué quiere usted de mí? —preguntó, con la voz apenas firme.
—Que entiendas que el poder que corre en tu sangre no es sólo una carga —dijo Serina—. Es una llave. Una llave que puede abrir salvación… o destrucción. Puedes ignorarlo y vivir escondido, o puedes aceptarlo y decidir quién serás: salvador, tirano o algo intermedio. Pero el mundo ya ha cambiado por tu sola existencia. Zaryon, y los que la orbitan, sentirán la presencia de un nuevo príncipe… y temerán.
Un silencio denso se instaló entre ambos. Drayce recordó la mirada de Freya, la crueldad de Drarius, la muerte de Christian; recordó el abrazo tembloroso de su padre moribundo. Todo eso le pesó como un hierro en el pecho.
—¿Y si no quiero elegir? —susurró, derrotado—. ¿Si sólo quiero desaparecer?
Serina se inclinó ligeramente, con una gravedad que no era amenaza sino advertencia.
—Elegirás. Todos elegimos, aunque sea por omisión. Y cuando otros lo sepan, te temerán por lo que podrías llegar a ser. Ahora debes aprender a controlar eso que despertaste. No puedo hacerlo por ti. Pero puedo mostrarte el camino.
La cueva pareció latir alrededor de sus palabras: ecos antiguos que hablaban de bestias, juramentos y fuego. Drayce se apoyó en la silla, intentando ordenar su mente.
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó al fin.
—No mucho —respondió Serina—. El Imperio de Zaryon ya se acerca y sus piezas están en la mesa. Y cuando la fuerza de un imperio se entera de una posible amenaza, no tarda en reaccionar. Temen al nuevo príncipe, sí… y pronto querrán ir en tu contra.
Drayce cerró los ojos. A lo lejos, como un rumor, imaginó la ciudad que lo había visto nacer: pasillos que olían a traición, voces que cuchicheaban sin descanso. Afuera, el mundo continuaba ajeno, pero dentro de su sangre algo ardía con insistencia.
—Entonces enséñame —murmuró—. Si he de elegir, que sea sabiendo.
Serina sonrió por primera vez sin esconder nada.
—Muy bien. Pero debes estar dispuesto a pagar el precio.
Aceptaba el precio sin saber cuál era, porque aún no estaba seguro de que camino tomar, destruir el imperio y aquellos que lo maltrataron, o huir para siempre.
Una vez huyó y no logro escapar de la muerte.
No, está vez debía de tomar una decisión diferente, debía salvar a su padre, a su abuela y a Christian sin importar que, estaba dispuesto a todo, aun si debía entregar la vida por ellos.
{Buena decisión Omega} dijo una voz tan aterradora y tan cálida que no tuvo miedo.
{Mi nombre es Krovar, y soy el hijo de Serina, soy quien te ayudará a tus planes, una cosa importante si traicionas a tu sangre, el fuego te consumirá, ese es el precio a pagar}.
Fue cuando sintió un ardor en el hombro, bajo su camisa un poco y vio como la marca se hacía más fuerte.
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