La luz del amanecer se filtraba tímidamente entre las pesadas cortinas de terciopelo verde en la habitación de Eleanor Whitmore. El reloj de pie marcaba la hora con un golpeteo pausado, mientras la joven se removía entre las sábanas de lino, aún aferrada a los últimos retazos de un sueño inquietante. Había soñado con los jardines iluminados por la luna, con un banco de piedra y unos ojos que la observaban con intensidad insondable. Despertar no significaba librarse de esa imagen: Alaric Davenport seguía allí, en su mente, tan nítido como la noche anterior.
Un suspiro escapó de sus labios. Eleanor se incorporó lentamente, dejando que la frescura de la mañana disipara el calor de sus pensamientos. Su doncella, Anne, entró con el desayuno dispuesto en una bandeja de plata: panecillos calientes, mermelada de grosella y una taza de té humeante.
—¿Ha dormido bien, señorita? —preguntó Anne, con su habitual discreción.
Eleanor dudó antes de responder.
—No… no del todo. Los bailes dejan demasiadas impresiones en la cabeza.
Anne asintió, pero en su mirada brillaba una chispa de complicidad: sabía que algo había inquietado a su señora. Sin embargo, guardó silencio, consciente de que Eleanor no se abriría tan fácilmente.
Después de vestirse con un vestido de muselina azul claro, Eleanor bajó a la sala principal, donde Lady Margaret la esperaba con el porte altivo que la caracterizaba. Su madre estaba rodeada de papeles y cartas, revisando invitaciones y respondiendo con una pluma de punta afilada.
—Ah, hija, al fin despiertas —dijo sin levantar demasiado la vista—. Esta tarde pasearemos por Hyde Park. He recibido noticia de que muchas familias asistirán. Será una ocasión perfecta para reforzar ciertas… relaciones.
Eleanor sintió el peso implícito en las palabras.
—¿Relaciones como la de Lord Ashford, imagino?
Lady Margaret dejó la pluma a un lado y la miró con severidad.
—No disimules, hija. Henry Ashford es un buen partido. Sus tierras son extensas, su linaje impecable. ¿Acaso esperas algo mejor?
Eleanor bajó la mirada hacia sus manos, que jugueteaban con el abanico que llevaba consigo.
—No estoy segura de que el corazón deba decidirse por conveniencia.
—El corazón, Eleanor, es un lujo que pocas podemos permitirnos. Recuerda quién eres: una Whitmore.
Las palabras quedaron suspendidas como una losa sobre su ánimo. Eleanor sabía que discutir era inútil; su madre no concebía otro futuro que no fuera el que ya había trazado para ella.
Horas más tarde, un carruaje oscuro conducía a madre e hija hacia Hyde Park. El parque vibraba de vida: carruajes relucientes desfilaban por el camino central, damas con vestidos claros paseaban del brazo de caballeros, niños corrían entre los prados y los árboles centenarios ofrecían sombra a los grupos que charlaban animadamente. El aire olía a hierba fresca y a flores silvestres, tan distinto de la densidad de los salones de baile.
Mientras caminaban por el sendero principal, Eleanor captó fragmentos de conversaciones.
—Dicen que los Davenport rara vez reciben visitas en su mansión… —susurraba una dama.
—Y, sin embargo, parecen conservar una fortuna inmutable. ¿No es extraño? —respondió otra.
—Algunos creen que nunca cambian, que los años no los tocan…
Eleanor fingió desinterés, pero cada palabra se clavaba en su mente. Recordó la piel pálida de Alaric, sus ojos intensos, su porte intemporal. ¿Era posible que los rumores tuvieran un fondo de verdad? Sacudió la cabeza, reprendiéndose por dejarse arrastrar por fantasías.
En ese momento, lo vio.
Alaric Davenport estaba de pie bajo un olmo, observando el desfile de carruajes con la calma de un hombre que no necesitaba participar en nada para dominarlo todo. Vestía un traje gris oscuro, impecable, que contrastaba con la luz dorada del sol de la mañana. A su lado, uno de sus hermanos conversaba con un caballero mayor, pero Alaric parecía apartado, como si el bullicio no lo rozara.
Eleanor sintió cómo el corazón le daba un vuelco. No podía apartar la vista. Como si hubiera escuchado el llamado de sus pensamientos, Alaric giró la cabeza y la miró directamente. No hubo sorpresa en su gesto, como si hubiera sabido que ella estaría allí.
—Hija, allí está Lord Ashford —interrumpió Lady Margaret, señalando a un grupo cercano.
Eleanor apenas pudo disimular su frustración. Henry se acercaba con la seguridad de quien sabe que es bien recibido. Su sonrisa, amplia y confiada, contrastaba con la serenidad enigmática de Alaric.
—Señorita Whitmore, qué agradable sorpresa —dijo Henry, inclinándose sobre su mano—. Permítame acompañarlas en su paseo.
Eleanor asintió con cortesía, aunque su mirada se desviaba, inevitablemente, hacia donde se encontraba Alaric. Fue entonces cuando él comenzó a caminar hacia ellos.
El mundo pareció ralentizarse. Cada paso que daba resonaba en su mente, aunque en realidad apenas producía sonido sobre la hierba. Cuando estuvo a pocos metros, se inclinó con elegancia.
—Lady Whitmore, señorita Whitmore… Lord Ashford.
Lady Margaret respondió con un saludo medido, Henry con un asentimiento tenso. Eleanor, en cambio, apenas pudo articular un saludo.
—Lord Davenport —dijo, y su voz sonó más suave de lo que pretendía.
La conversación que siguió fue trivial en apariencia: comentarios sobre el clima, sobre la belleza del parque, sobre la música que ofrecía la banda militar más adelante. Pero bajo esa superficie, cada palabra era un juego de sombras. Alaric hablaba con una calma que desarmaba, Henry replicaba con un aire posesivo, y Eleanor se debatía entre la corrección que exigía su madre y la atracción irresistible que la empujaba hacia lo prohibido.
—¿Acostumbra usted a pasear a esta hora, señor Davenport? —preguntó Eleanor, buscando alargar el momento.
—Solo cuando la mañana promete algo distinto —respondió él, con una mirada que la atravesó.
Henry se aclaró la garganta, molesto.
—Lord Davenport tiene una manera muy… poética de expresarse. Aunque supongo que la vida ociosa lo permite.
La pulla pasó de largo. Alaric apenas inclinó la cabeza.
—Quizá, mi lord. Pero no es el ocio lo que da sentido a las palabras.
Lady Margaret, percibiendo la tensión, interrumpió con diplomacia.
—Será mejor que avancemos hacia el salón de té. La compañía nos espera.
El grupo se dirigió hacia la elegante construcción blanca en el corazón del parque, donde mesas de hierro y manteles bordados recibían a la alta sociedad londinense. El murmullo de las conversaciones se mezclaba con el aroma del té de Darjeeling y los dulces de limón.
Allí, Lady Beatrice Montclair hizo su entrada triunfal. Con un vestido color marfil y un sombrero adornado con plumas, caminaba como si todo el salón fuera su escenario. Su sonrisa, radiante pero calculada, se iluminó al ver a Eleanor en compañía de Alaric y Henry.
—Señorita Whitmore, qué agradable coincidencia —dijo, acercándose con voz melosa. Sus ojos, sin embargo, se posaron en Alaric con un destello de interés y desafío.
La conversación que siguió fue un juego de cortesías afiladas. Beatrice elogiaba el parque, lanzaba indirectas sobre las compañías adecuadas y recordaba, con falsa inocencia, que la reputación de una dama dependía de sus elecciones. Eleanor respondió con calma, pero en su interior ardía de incomodidad. Henry, complacido de tener una aliada contra Davenport, reforzaba cada comentario.
Alaric, en cambio, se mantenía imperturbable, respondiendo solo lo justo, como si ninguna palabra pudiera rozar su serenidad. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraban con los de Eleanor, había en ellos una complicidad silenciosa, un entendimiento que ninguno de los demás podía percibir.
Al caer la tarde, Eleanor regresó a su carruaje con la sensación de haber atravesado una batalla invisible. Entre las expectativas de su madre, la insistencia de Henry y la vigilancia de Beatrice, todo parecía conspirar contra lo que su corazón empezaba a desear.
De regreso a casa, mientras observaba el sol ocultarse tras los edificios de Londres, Eleanor se preguntó cuánto tiempo podría resistir antes de dejarse arrastrar por el misterio oscuro que Alaric representaba.
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