SEBASTIÁN
Si me hubieran dicho hace quince años que terminaría casado con ella, probablemente me habría reído en la cara del que me lo dijera.
Tenía diecisiete, edad perfecta para sentir que el mundo giraba a mi alrededor, y me creía dueño de todo: mi instinto de élite, mi apellido, mis amigos… y, claro, mi futuro asegurado. Hasta que llegó Gabriela.
La conocí en un debate escolar. Yo representaba al instituto privado más prestigioso de la ciudad, lleno de chicos con corbata, lentes de diseñador y discursos preparados por tutores privados. Ella venía de un instituto público, con uniforme un poco gastado, zapatos sencillos y un cuaderno arrugado bajo el brazo.
Recuerdo la primera vez que la vi hablar. Su voz no temblaba, no dudaba. Sus argumentos eran claros, directos, y, contra todo pronóstico, inteligentes. Muy inteligentes.
—Valtieri —me dijo desafiándome con firmeza—, no se trata de cuántos datos trágicos mencione ni de cuántos libros haya leído. Se trata de lógica, de humanidad y de responsabilidad. La pena de muerte no soluciona el problema de raíz, solo perpetúa un ciclo de violencia.
En ese instante, por primera vez en mi vida, alguien me hizo sentir… expuesto. Y juro que fue divertido, pero también irritante. Porque Gabriela me estaba ganando.
—Ah —me incliné hacia el micrófono, con una media sonrisa desafiante—, lo que creo es que si alguien comete un crimen atroz, debe pagar con la misma moneda. ¿O acaso pretendes que un asesino múltiple regrese a la sociedad como si nada? ¿Y que su próxima víctima sea un inocente? Eso sí sería irresponsabilidad.
—No. —Gabriela no titubeó, me miraba como si atravesara mi armadura con esa seguridad que me desconcertaba—. La responsabilidad social no depende de actos de venganza disfrazados de justicia, ni de sistemas corruptos que castigan más al pobre que al culpable real. Depende de construir medidas que prevengan, no que destruyan.
Quedé callado.
Después de esa discusión, algo cambió. No entendía qué, pero había una chispa. Ella era diferente: valiente, directa, con una seguridad que no se compraba con dinero ni influencia. Y yo… yo estaba sorprendentemente intrigado.
Los días siguientes, buscaba excusas para verla en la salida de su instituto, para escucharla debatir, para intentar… impresionarla. Algo que, honestamente, nunca antes me había preocupado hacer.
Gabriela era un desafío que no podía ganar con dinero ni con arrogancia. Tenía que ganarla con algo que aún no sabía qué era: mi propio ingenio, mi verdad.
Nunca me imaginé entonces que quince años después estaríamos en otra batalla, con nuestra hija, nuestras empresas y un pasado que nunca nos dejaría en paz.
Pero sí supe algo con certeza: Gabriela Estévez había entrado en mi vida para cambiarlo todo.
Después del debate, decidí que no podía dejar que Gabriela escapara de mi radar. Así que empecé a buscarla.
Todos los días aparecía frente a su instituto. Sí, lo admito: me gustaba la atención que eso provocaba. Algunos chicos me miraban con envidia, otras chicas con admiración, y ella… ella con una mezcla de fastidio y curiosidad.
Gabriela no soportaba que la miraran tanto. Y entendía por qué: sabía que sus compañeros podrían burlarse de ella, molestarla por el simple hecho de verme conmigo. Al principio no nos llevábamos bien. Me parecía demasiado seria, demasiado desconfiada, demasiado diferente de todo lo que conocía.
Pero encontré la forma de ablandarla: cartas graciosas, notas escondidas en su casillero, pequeñas salidas donde yo elegía lugares ridículos para divertirnos. Poco a poco, la veía sonreír, reírse, bajar la guardia. Y yo… me sentía satisfecho.
Un día acordamos encontrarnos en el parque cercano al instituto. Yo llegué primero, apoyado contra un árbol, sonriendo como un idiota. Esperaba que ella apareciera… y la vi llegar cubierta hasta el cuello, con bufanda, suéter y guantes a pesar del calor.
—¿Por qué estás vestida como si fueras a visitar a Noel en el polo norte? Está haciendo mucho calorcito.—bromeé, tratando de romper la tensión.
Ella no respondió de inmediato. Caminaba con la cabeza baja, apagada, como si alguien hubiera drenado toda su energía. Algo no estaba bien.
Decidí acercarme y agarrarla del brazo. Solo un roce, como siempre lo hacía cuando intentaba sacarle una sonrisa.
—¡Ahhh! —gritó de golpe, soltando un chillido de dolor que me alarmó.
—¡Gabriela! —me incliné, horrorizado—. ¿Qué pasó?
Su brazo temblaba bajo mis manos. Con cuidado subí la manga del suéter y me quedé congelado. Moretones, por todos lados, desde la muñeca hasta el antebrazo.
—¿Qué… qué te pasó? —pregunté, la voz casi quebrándose.
Ella bajó la mirada, incapaz de responder. Su silencio era un muro que nunca antes había sentido con ella. Por primera vez desde que la conocí, Gabriela Estévez parecía… pequeña. Vulnerable. Y yo, me sentí impotente frente a alguien que no sabía cómo proteger.
Mi corazón latía a mil. Esa niña fuerte, divertida y rebelde… estaba sufriendo en silencio.
Y algo dentro de mí juró en ese instante: no permitiría que nadie más la lastimara. Nunca.
Me quedé paralizado mirando esos moretones. No eran raspones de un juego brusco ni golpes accidentales. Eran marcas viejas y nuevas, como si alguien hubiera descargado su rabia en ella.
—Gabriela… —murmuré, intentando que me mirara a los ojos—. ¿Quién te hizo esto?
Ella retrocedió, bajando la manga con prisa.
—No es nada, Sebas. Déjalo así.
—¿No es nada? —bufé, incapaz de contenerme—. ¡Te duele hasta cuando respiro cerca de ti! ¿Cómo diablos va a ser nada?
Ella se mordió el labio, terca, como siempre. Ese orgullo suyo me desesperaba a veces.
—Mira, no tienes que fingir conmigo —insistí, bajando la voz—. Solo dime quién fue. Te lo juro, Gabi… no voy a quedarme de brazos cruzados.
Silencio. Su mirada se clavó en el suelo, y por un instante pensé que no iba a decir nada. Pero entonces murmuró, apenas audible:
—Fue en mi casa.
Un nudo se me formó en la garganta. Casa. Eso no era un accidente en la calle ni una pelea con compañeras de instituto. Eso significaba que alguien de su familia le estaba haciendo daño.
Quise preguntarle más, pero ella levantó la mano, como suplicando que me callara.
—Por favor, no lo empeores. Si haces algo… solo será peor para mí.
No soportaba verla así. Esa Gabriela que en el debate me había enfrentado sin miedo, ahora parecía una sombra de sí misma.
Me acerqué un poco más, hasta que nuestras rodillas casi se rozaron en la banca del parque.
—Está bien. No voy a hacer nada… todavía. Pero prométeme algo.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—¿Qué cosa?
—Que cuando no puedas más, cuando necesites salir de ahí… vas a llamarme. No importa la hora ni dónde estés. Yo voy a aparecer. —Tragué saliva y añadí con una media sonrisa para aligerar—: Aunque me toque escalar tu ventana como un Romeo ridículo.
Por primera vez en todo el encuentro, la vi sonreír, apenas un destello, pero lo suficiente para devolverme el aire.
Ya no era un simple capricho adolescente, ni el reto de conquistar a la chica diferente. Era una promesa. Una promesa que marcaría todo lo que vendría después.
...🔵...
Nunca fui bueno obedeciendo reglas, y Gabriela era la mayor de todas.
No vengas a buscarme al colegio, Sebastián. No me mandes nada cursi. No llames la atención.
Obvio, hice todo lo contrario.
El lunes siguiente aparecí en la puerta de su instituto con una motocicleta y un cartel improvisado en cartón que decía: “Servicio de transporte VIP para señoritas con carácter imposible”.
Las miradas de los alumnos de su instituto me taladraban, pero a mí me daba igual. Lo que me importaba era que ella salió por la puerta, me vio, y puso los ojos en blanco como si quisiera matarme.
—¿Qué parte de “no vengas” no entendiste? —me gruñó, cruzándose de brazos.
—La de “no” —respondí con una sonrisa.
Ella intentó caminar en dirección contraria, pero yo avancé a su lado, en la moto.
—Gabi, si quieres puedo jurar solemnemente que no pienso dejar de molestarte hasta que aceptes que somos amigos.
—¿Amigos? —arqueó una ceja.
—Por ahora. —Le guiñé un ojo.
Ella me fulminó con la mirada, pero ese día se subió a mi moto. No porque quisiera, claro, sino porque la convencí con una de mis frases ridiculas que le sacaron al menos una sonrisa.
Ridículo, pero funcionó.
A partir de ahí empezó un juego entre nosotros. Yo me encargaba de sacarle sonrisas —con dibujos feos en sus cuadernos, con cartas absurdas, con apariciones teatrales en su colegio— y ella se encargaba de fingir que me odiaba.
Pero la verdad estaba en los detalles: en cómo guardaba mis notas en lugar de tirarlas, en cómo me miraba de reojo cuando pensaba que yo no veía, en cómo dejaba que la acompañara a casa aunque dijera que no lo necesitaba.
Y cada vez que veía sus moretones desaparecer poco a poco, sentía que estaba haciendo lo correcto. Que de alguna manera, estaba empezando a darle un poco de luz en medio de tanta mierda.
Yo no sabía si lo nuestro tenía futuro. Ni siquiera sabía si Gabriela realmente iba a dejarme entrar en su vida.
Lo único que tenía claro era que no pensaba rendirme.
Porque si ella era un muro, yo iba a ser el terremoto que lo hiciera temblar.
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Comments
chica°mangaromantico
Autora no entiendo algo: en la descripción pone que fue un matrimonio arreglado pero según esta narración ambos se amaron. No obstante, quiero maaaas
2025-09-11
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Linilda Tibisay Aguilera Romero
fuiste tan lindo Pero al final que paso
2025-09-11
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