Capítulo 5

POV Amanda

Nunca pensé que el silencio pudiera doler. Pero ahora lo hace. Cada rincón de la casa está impregnado de ella: de su ausencia.

Martina solía llenar este espacio con sonidos simples, casi insignificantes, que ahora siento como un lujo que jamás volveré a tener. El golpeteo suave de la espátula contra el tazón cuando horneaba a medianoche porque decía que “el azúcar calma las penas”. Su voz tarareando melodías sin letra mientras se movía entre harina y chocolate. La risa cristalina que me lanzaba cada vez que me descubría observándola con fastidio fingido, cuando en realidad lo único que hacía era admirarla.

Hoy nada de eso existe. Solo queda la soledad y este dolor que me consume.

Martina está muerta.

Y lo peor es que, aunque todos culpen a un conductor ebrio, en el fondo yo sé la verdad: todo empezó con ese niño. Ese que ahora crece dentro del vientre de una desconocida. Ese que nunca debió existir.

La primera vez que vi a Martina fue por casualidad, aunque ella decía siempre que el destino es un tramposo que nos acomoda las piezas cuando menos lo esperamos. Yo venía de una reunión de abogados, con la cabeza cargada de números, cláusulas y plazos que se vencían como bombas de tiempo. Caminaba por la ciudad sin mirar a nadie, como siempre lo hacía. El trabajo era mi escudo, mi excusa, mi cárcel y mi refugio.

La lluvia había empezado a caer con fuerza, y yo, harta de empaparme, me refugié en el primer local abierto que encontré: una pequeña pastelería de fachada discreta, casi invisible. Entré de mala gana, con el traje empapado, tacones resonando sobre el piso de mosaico, sin intención de quedarme más de un minuto.

Entonces la vi.

Martina estaba detrás del mostrador, con las manos llenas de harina y azúcar en las mejillas, como si hubiera estado jugando más que trabajando. Cuando mis ojos se cruzaron con los suyos, ella sonrió de inmediato. Una sonrisa amplia, luminosa, sin reservas. Me incomodó, porque nadie me sonreía así, y menos una desconocida.

—Buenas tardes, señorita. ¿Un café para espantar la lluvia? —preguntó con esa voz cálida que parecía un abrazo.

Yo, rígida, respondí con frialdad:

—Solo un expreso. Y rápido, por favor.

Ella no se inmutó. Me observó con curiosidad, como si leyera más allá de mi impaciencia, y dijo:

—Parece que el mundo la persigue. Tal vez también necesite un trozo de pastel. La casa invita.

Me molestó su intromisión. ¿Quién era esa mujer para decirme lo que necesitaba? Pero al mismo tiempo, algo en mí se agitó. Porque hacía años que nadie me ofrecía nada sin esperar algo a cambio.

Acepté el pastel casi por cortesía. Pero cuando lo probé, con ese sabor dulce y suave que parecía derretirse en la boca, sentí algo extraño. Como si la dureza que me envolvía hubiera cedido apenas un segundo.

No lo dije. Nunca lo hubiera dicho. Solo dejé el dinero sobre la mesa y me marché sin mirar atrás.

O al menos lo intenté.

Porque al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… regresé. Siempre con la excusa de un café rápido, siempre con mi máscara de mujer ocupada y fría. Y cada vez ella estaba allí, sonriendo, hablándome como si me conociera de toda la vida, contándome anécdotas absurdas sobre clientes despistados o recetas fallidas. Yo apenas respondía con monosílabos, pero por dentro… por dentro empezaba a necesitar esas visitas.

Hoy cierro los ojos y la veo como aquella primera vez. Con harina en las mejillas y una sonrisa que parecía desafiar cualquier tragedia. ¿Cómo es posible que ya no esté aquí? ¿Cómo es posible que me la arrebataran así, de la forma más absurda, bajo las ruedas de un auto, mientras buscaba ropa y juguetes para un niño que ni siquiera nació todavía?

Ese niño.

Ese maldito niño.

Sé que es injusto. Sé que no tiene culpa. Pero cuando pienso en el vientre de Elena, en ese ser que crece y que ella lleva con tanta docilidad, solo siento rabia. Porque si no hubiéramos firmado ese contrato, si no hubiéramos puesto nuestra esperanza en esa absurda subrogación, Martina habría estado en casa. Conmigo. Viva.

Mi mente me susurra que la verdadera responsable soy yo, por no detenerla, por no insistir en que se quedara. Pero es más fácil culpar a alguien que no puede defenderse. A ese bebé que ahora late dentro de otra mujer, recordándome cada día que la mujer que amaba está muerta.

Recuerdo la primera vez que Martina me tomó de la mano.

Yo estaba exhausta, rota, después de un día en el que un cliente millonario había cancelado un contrato y la empresa entera parecía venirse abajo. Entré a su pastelería casi sin aire, con ganas de huir del mundo. Ella no dijo nada. Solo se acercó, tomó mis manos manchadas de tinta y papeles, y las limpió con un paño tibio.

—No puedes salvar al mundo, Amanda —me dijo suavemente—. Pero sí puedes dejar que alguien te salve a ti.

No supe qué responder. Me limité a mirarla. Y ahí, en ese instante, comprendí que estaba perdida. Que esa mujer sencilla, con harina en la ropa y olor a vainilla, me había desarmado por completo.

Martina me enseñó a reír sin motivo. Me obligó a probar sabores que jamás habría pedido. Me abrazó cuando yo más resistía, y me besó cuando aún creía que el amor no era para mí. Ella fue mi luz.

Y ahora esa luz se ha apagado.

Hace tres noches, cuando me dieron la noticia en el hospital, juré que jamás volvería a llorar. Que no mostraría debilidad frente a nadie. Pero me miento a mí misma. Lloré en el pasillo, lloré en el auto, lloro ahora mismo mientras escribo esto en mi mente, como si dejar constancia de mi dolor sirviera para expulsarlo de mí.

Elena me miró como si yo fuera un monstruo cuando le dije que no quería al niño. Pero no entiende. ¿Cómo podría? Para ella, ese bebé es un milagro, una oportunidad, un símbolo de redención. Para mí, es una tumba. Una tumba que camina y respira a través de otro cuerpo.

Me aterra el día en que nazca.

Me aterra ver su rostro y preguntarme si en sus ojos encontraré el reflejo de Martina… o el recordatorio cruel de que ella ya no está.

No quiero cargar con ese peso. No puedo.

Esta noche caminé hasta la vieja pastelería. Está cerrada desde su muerte, las luces apagadas, el polvo acumulándose tras los cristales. Coloqué la mano en el vidrio frío y me vi reflejada: sola, con el maquillaje corrido, con una mujer rota que ni siquiera reconoce su propio rostro.

Recordé a Martina detrás del mostrador, levantando una bandeja de galletas, riéndose cuando yo intentaba regañarla por trabajar demasiado.

—La vida es corta, Amanda —decía siempre—. Hay que endulzarla aunque sea un poquito.

Y tenía razón. La vida es corta. Tan corta que la suya se extinguió sin aviso.

Me quedé allí hasta que el frío me caló los huesos. Y mientras regresaba a casa, una idea me golpeó con fuerza: quizá algún día logre mirar a ese niño y no odiarlo. Quizá pueda verlo como el último regalo de Martina, como la huella viva de lo que tanto deseó.

Pero no hoy.

Hoy solo siento rabia. Hoy solo siento vacío.

Me recuesto en la cama vacía, en la que todavía permanece el aroma tenue de su perfume, y cierro los ojos. El dolor es insoportable, pero es lo único que me recuerda que sigo viva.

Ojalá pudiera volver atrás, ojalá pudiera detenerla, ojalá pudiera salvarla. Pero los “ojalás” no devuelven a nadie.

Martina me enseñó a sonreír. Ahora yo solo sé llorar.

Y mientras lo hago, una certeza me invade: este niño que vendrá jamás será mío. No puedo aceptarlo. No quiero.

Quizá el tiempo cambie mi corazón.

Quizá no.

Lo único que sé es que la mujer que llenó mi vida de luz ya no está. Y que yo, Amanda, la que siempre tuvo el control de todo, hoy soy apenas una sombra que se arrastra entre recuerdos y culpas.

Y nada, nada en el mundo, podrá devolverme lo que perdí.

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