El Pueblo del Futuro

El sendero del bosque fue perdiendo densidad hasta abrirse en una pradera amplia. A lo lejos, Tora y Syra divisaron una muralla irregular, no de piedra ni de madera, sino de bloques flotantes de distintos tamaños, unidos por hilos de energía azul que vibraban como relámpagos contenidos. En el centro de esa muralla se abría un arco titilante, una puerta viva de runas que se desplazaban lentamente, acomodándose como piezas de un rompecabezas interminable.

—Ese… ¿es un pueblo? —preguntó Tora, incrédulo.

Syra asintió, aunque en su expresión se mezclaban sorpresa y cautela.

—Sí. Nunca había visto nada igual…

Se acercaron despacio. Cuando estuvieron frente al arco, este emitió un zumbido. Las runas giraron sobre sí mismas como engranajes de un reloj. De pronto, una voz resonó desde el aire, metálica pero clara:

—Identificación solicitada.

Syra se tensó de inmediato. Tora recordó las palabras de Azul y se llevó una mano al reloj que brillaba en su muñeca. El artefacto vibró, proyectando un pulso tenue que interactuó con las runas del arco. El zumbido cesó.

—Identidad confirmada. Bienvenido, viajero.

La puerta se abrió con un destello, permitiéndoles entrar.

Dentro, el pueblo se desplegaba como un mosaico imposible: casas con muros flotantes, techos que cambiaban de color al contacto con la luz, faroles hechos de cristales rúnicos que flotaban sobre las calles. No había carros ni caballos; en su lugar, plataformas deslizantes recorrían los caminos, movidas por cadenas de runas que giraban como engranajes invisibles.

Los habitantes se movían con naturalidad entre esta mezcla de magia y máquina. Algunos llevaban tatuajes de runas brillantes en brazos y cuello, otros manipulaban objetos que proyectaban mapas o pequeñas figuras hechas de energía. Todo parecía avanzar con un ritmo que Syra no lograba asimilar.

—Esto… es demasiado —murmuró ella, apretando el collar que ocultaba su cabello.

—Modernidad —recordó Tora, citando a Azul, aunque no pudo evitar tragar saliva con nerviosismo.

Caminaban entre la multitud intentando no llamar la atención. De pronto, una esfera metálica del tamaño de un puño descendió frente a ellos. Sus runas internas chisporroteaban mientras emitía un pitido.

—Escaneo en proceso.

Syra dio un paso atrás, la mano en el collar, temiendo que fallara. Pero antes de que reaccionara, el reloj de Tora brilló con un resplandor anaranjado. La esfera se apagó de inmediato y se replegó hacia arriba, desapareciendo.

Syra lo miró sorprendida.

—Tu reloj… te salvó.

Tora sonrió con torpeza, ocultando su propia inquietud.

—Supongo que Azul sabía lo que hacía.

Caminaron un poco más hasta llegar a lo que parecía una plaza central. Allí, un enorme obelisco de cristal azul se erguía, rodeado de docenas de runas flotantes que giraban como satélites. En la base del obelisco, una multitud escuchaba a un hombre con túnica blanca y guantes metálicos. Su voz retumbaba amplificada por las runas que lo rodeaban:

—¡Ninguna bruja escapará de la red de registro! El Consejo no descansará hasta que las últimas sean purificadas en el fuego.

Syra sintió que sus manos temblaban. Tora, a su lado, se mantuvo en silencio, pero por primera vez entendió el peso real de lo que significaba ser bruja en ese mundo.

—Syra… —susurró, apenas audible—, debemos tener cuidado.

Ella bajó la mirada, el fuego en su interior pugnando por salir.

Seguían caminando sin mirar atrás, ignorando al hombre que vociferaba en medio de la plaza. La multitud lo aplaudía, pero para ellos sus palabras eran solo un murmullo que se desvanecía entre las calles iluminadas por runas.

—Cazan brujas… pero parecen magos —murmuró Tora, observando cómo, a lo lejos, un portal se abría y cerraba como un ojo palpitante. En las paredes, símbolos brillaban y se reacomodaban, grabando y registrando todo con la naturalidad con la que un moderno sacaría su celular para filmar.

Syra se detuvo frente a un escaparate. Tras el vidrio, un objeto rectangular emitía luces cambiantes, figuras humanas atrapadas en una caja de cristal.

—Este tipo de artefactos… jamás existían en mi pueblo —dijo con asombro.

Tora la observó de reojo.

—¿Cuánto tiempo llevas huyendo?

Syra bajó la mirada.

—Unos meses… más o menos.

—¿Y cómo hiciste para sobrevivir?

—Me disfrazaba de hombre. Usaba un sombrero grande… y con el cabello cortísimo mi pelo se oscurecía, se volvía negro por completo. Nadie sospechaba. Pasé escondida mucho tiempo.

Tora frunció el ceño.

—¿Y por qué dejar crecer el cabello?

Syra apretó los labios antes de responder.

—Porque encontré una ciudad donde aceptaban a las brujas. Era gobernada por ellas.

—¿Y qué sucedió?

No alcanzó a responder. Una joven, vestida con ropa vieja y cabello negro cortísimo, chocó contra ellos con violencia.

—¡Aléjate de ellos, Bastia! —gruñó un hombre de traje blanco desde unos metros atrás.

La muchacha murmuró una disculpa apresurada, intentando escabullirse, pero Tora la detuvo: había sentido el peso desaparecer de su muñeca.

—Oye… ¿qué piensas hacer con esto?

En su mano temblaba el reloj que Azul le había entregado.

La chica abrió los ojos de par en par, lo soltó como si quemara y echó a correr. En ese instante, el hombre del traje blanco sopló un silbato. El sonido fue estridente, metálico. Varios guardias aparecieron de las sombras como si esperaran la señal, persiguiendo a Bastia hasta perderse entre las callejuelas.

—Manténganla un par de semanas más encerrada —ordenó con frialdad. Luego se giró hacia Syra y Tora, cambiando su gesto severo por una sonrisa impecable. Con las manos extendidas, como quien recibe invitados, habló con voz melosa:

—Bienvenidos, forasteros. Veo que no son de por aquí. Me presento: mi nombre es Carton… Y bien, ¿qué los trae hasta este lugar?

Syra sintió el corazón acelerarse. Dudó en responder. Las palabras se le atoraban en la garganta. Fue Tora quien, sin pensarlo demasiado, tomó la iniciativa.

—Estamos buscando brujas.

El brillo en los ojos de Carton se apagó un instante.

—¿Con que brujas? —preguntó lentamente—. ¿Y para qué?

Tora sostuvo su mirada.

—Pensamos que es un desperdicio matarlas… cuando podríamos usarlas. Ellas hacen magia.

Carton soltó una risa breve

—Otro más que piensa así… No entienden. Esas criaturas están malditas. Donde pisan, los espíritus se arremolinan. Y esos espíritus… traen enfermedades, plagas, podredumbre. El maná se contamina, y todo lo que toca termina envenenado.

Tora abrió los ojos con sorpresa. Aquello jamás lo había escuchado.

Carton se inclinó un poco hacia ellos, bajando la voz, como si compartiera un secreto prohibido:

—Sin embargo… existe una excepción. Tenemos a una bruja aquí cerca, encadenada. Por alguna razón, ella no atrae a los espíritus. Al contrario… los ahuyenta.

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